Juan Villoro
12 Feb. 10
El jueves de la semana pasada tuve un ataque de envidia por los desastres que varios amigos padecieron en la capital. Ricardo fue al aeropuerto a recoger a su esposa, que regresaba de España, y se quedó tres horas en una calle anegada. Sergio, que venía de Xalapa, pasó la tarde en un inundado rincón de Iztapalapa. ¿Qué hacía yo mientras ellos zozobraban? Ver En terapia. En vez de luchar por mi derecho al caos, contemplaba interesantes neurosis ajenas.
El viernes amanecí con "ambición de ruina", dispuesto a aprovechar al máximo la calamitosa oportunidad de vivir en el DF. No sería menos que mis amigos. Caí en el narcisismo del dolor que tanto ayuda a vivir en esta ciudad, pero no quería fastidiarme de manera obvia. Necesitaba motivos.
Por suerte, en México los antojitos alteran el destino. En una fonda leí este esotérico mensaje: Tarot de Queso. El olor que emanaba de la parrilla sugería que no se trataba de una errata: esas tortas incitaban a adivinar el porvenir. Pedí una de mi producto lácteo favorito: queso de puerco.
Al segundo bocado tuve una visión: conocería Santa Fe. ¿Qué me motivó a ir ahí? Dentro de la torta encontré un trozo de plástico, impreso en letras azules: "Salchichonería Cuajimalpa". Como ya conocía Cuajimalpa, debía hacer algo más extremo, ir en viernes a una tierra prometida.
Conocí Santa Fe cuando mi tío Miguel se mudó ahí con otros jesuitas para estar cerca de las nuevas instalaciones de la Universidad Iberoamericana. "Quiero que veas el zigurat", comentó. Se refería a un edificio de ladrillo rojo en el campus. Aparte de eso, no había otra cosa que barrancas y polvo. Mi tío detestaba la zona donde viviría por fe. Hasta entonces se la pasaba de maravilla en la casa que los jesuitas tenían en la calle de Zaragoza, en Coyoacán, donde estuvieron las primeras aulas de la Ibero. Le gustaba caminar por el barrio, entrar a las librerías, tomar un café mientras fumaba Delicados. Era tan feliz que se sintió culpable y le ofreció a Dios su gusto por el tabaco. Dejó de fumar como una manera agradable de sufrir, sin saber que poco después tendría que mudarse a la cañada que recordaba las escarpadas rutas de los jesuitas en las misiones de Paraguay. Murió pocos años después, en ese sitio de expiación.
"Lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve", escribió Monterroso. Algo similar me pasaba con Santa Fe. Su nombre de misterio religioso prometía algo difícil de alcanzar.
Mi tío no alcanzó a ver el colosal barrio corporativo que creció en torno a la Ibero. Yo tampoco lo conocía. Como era el cumpleaños de mi esposa, le propuse algo inaudito: atravesar el Valle de Anáhuac para cenar en un restaurante donde cada comensal paga como si fuera a sesión con el doctor de En terapia (obviamente no mencioné el derroche porque es de mal gusto hablar de dinero, pero mi "ambición de ruina" lo tomó en cuenta).
Ella aceptó a condición de que le diéramos contenido social a nuestro capricho. "Tráete tus tamales", dijo. La frase suena fea porque denuncia mi apego excesivo al maíz. Cada 2 de febrero voy a la Feria del Tamal. Desde que descubrí que los tamales saben igual descongelados, compro cantidades excesivas (salvo en el puesto venezolano, que es chavista). Este exceso vuelca a mi mujer a la filantropía: regala tamales para impedir que el colesterol se quede en nuestro refrigerador. Margarita conocía un hospicio en Cuajimalpa (tal vez ése era el mensaje del tarot de queso) y les ofreció tamales.
Como los grandes restaurantes comprenden la situación urbana en que vivimos, conceden quince minutos de tolerancia en la reservación. Varias manifestaciones perfeccionaron el horror y llegamos dos horas tarde. Había veinte mesas vacías. Una mujer paciente con quienes vienen de Mesoamérica descubrió que estábamos muy retrasados, pero se abstuvo de hacer otro comentario que alzar la ceja, señal de que ahí terminaba Mesoamérica.
El retraso nos impidió ir al albergue antes de la cena. Margarita localizó por teléfono al velador y prometió pasar después. Al salir del restaurante caímos en las discusiones de las parejas en trance automotriz: "¡Es por allá!". "Eso no es un puente: es una barranca, ¿no ibas a ir al oculista?". "Sale demasiado caro". "¿Prefieres gastar en tamales?". "¿Y el restaurante qué?". "¡¿No me digas que es carísimo?! ¡Hubiéramos cenado quesadillas!". "¿Eso negro es una calle?". "¿Estás manejando o estás haciendo un examen de la vista?". No acabamos en una cañada de milagro.
El velador nos recibió a la una de la mañana. "Los niños estaban ilusionados con merendar tamales", dijo en tono demoledor. "Que los desayunen", contesté. Abrí la cajuela. Llevábamos demasiado tiempo recorriendo el Valle de Anáhuac: los tamales se habían descongelado; parecían salidos de una inundación. Aunque ya no calificaban como donativo, los dejé en el albergue.
El DF altera las costumbres. Ese viernes fue estupendo. A diferencia del jueves, en que sólo los amigos se metieron en problemas.
kikka-roja.blogspot.com/
El viernes amanecí con "ambición de ruina", dispuesto a aprovechar al máximo la calamitosa oportunidad de vivir en el DF. No sería menos que mis amigos. Caí en el narcisismo del dolor que tanto ayuda a vivir en esta ciudad, pero no quería fastidiarme de manera obvia. Necesitaba motivos.
Por suerte, en México los antojitos alteran el destino. En una fonda leí este esotérico mensaje: Tarot de Queso. El olor que emanaba de la parrilla sugería que no se trataba de una errata: esas tortas incitaban a adivinar el porvenir. Pedí una de mi producto lácteo favorito: queso de puerco.
Al segundo bocado tuve una visión: conocería Santa Fe. ¿Qué me motivó a ir ahí? Dentro de la torta encontré un trozo de plástico, impreso en letras azules: "Salchichonería Cuajimalpa". Como ya conocía Cuajimalpa, debía hacer algo más extremo, ir en viernes a una tierra prometida.
Conocí Santa Fe cuando mi tío Miguel se mudó ahí con otros jesuitas para estar cerca de las nuevas instalaciones de la Universidad Iberoamericana. "Quiero que veas el zigurat", comentó. Se refería a un edificio de ladrillo rojo en el campus. Aparte de eso, no había otra cosa que barrancas y polvo. Mi tío detestaba la zona donde viviría por fe. Hasta entonces se la pasaba de maravilla en la casa que los jesuitas tenían en la calle de Zaragoza, en Coyoacán, donde estuvieron las primeras aulas de la Ibero. Le gustaba caminar por el barrio, entrar a las librerías, tomar un café mientras fumaba Delicados. Era tan feliz que se sintió culpable y le ofreció a Dios su gusto por el tabaco. Dejó de fumar como una manera agradable de sufrir, sin saber que poco después tendría que mudarse a la cañada que recordaba las escarpadas rutas de los jesuitas en las misiones de Paraguay. Murió pocos años después, en ese sitio de expiación.
"Lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve", escribió Monterroso. Algo similar me pasaba con Santa Fe. Su nombre de misterio religioso prometía algo difícil de alcanzar.
Mi tío no alcanzó a ver el colosal barrio corporativo que creció en torno a la Ibero. Yo tampoco lo conocía. Como era el cumpleaños de mi esposa, le propuse algo inaudito: atravesar el Valle de Anáhuac para cenar en un restaurante donde cada comensal paga como si fuera a sesión con el doctor de En terapia (obviamente no mencioné el derroche porque es de mal gusto hablar de dinero, pero mi "ambición de ruina" lo tomó en cuenta).
Ella aceptó a condición de que le diéramos contenido social a nuestro capricho. "Tráete tus tamales", dijo. La frase suena fea porque denuncia mi apego excesivo al maíz. Cada 2 de febrero voy a la Feria del Tamal. Desde que descubrí que los tamales saben igual descongelados, compro cantidades excesivas (salvo en el puesto venezolano, que es chavista). Este exceso vuelca a mi mujer a la filantropía: regala tamales para impedir que el colesterol se quede en nuestro refrigerador. Margarita conocía un hospicio en Cuajimalpa (tal vez ése era el mensaje del tarot de queso) y les ofreció tamales.
Como los grandes restaurantes comprenden la situación urbana en que vivimos, conceden quince minutos de tolerancia en la reservación. Varias manifestaciones perfeccionaron el horror y llegamos dos horas tarde. Había veinte mesas vacías. Una mujer paciente con quienes vienen de Mesoamérica descubrió que estábamos muy retrasados, pero se abstuvo de hacer otro comentario que alzar la ceja, señal de que ahí terminaba Mesoamérica.
El retraso nos impidió ir al albergue antes de la cena. Margarita localizó por teléfono al velador y prometió pasar después. Al salir del restaurante caímos en las discusiones de las parejas en trance automotriz: "¡Es por allá!". "Eso no es un puente: es una barranca, ¿no ibas a ir al oculista?". "Sale demasiado caro". "¿Prefieres gastar en tamales?". "¿Y el restaurante qué?". "¡¿No me digas que es carísimo?! ¡Hubiéramos cenado quesadillas!". "¿Eso negro es una calle?". "¿Estás manejando o estás haciendo un examen de la vista?". No acabamos en una cañada de milagro.
El velador nos recibió a la una de la mañana. "Los niños estaban ilusionados con merendar tamales", dijo en tono demoledor. "Que los desayunen", contesté. Abrí la cajuela. Llevábamos demasiado tiempo recorriendo el Valle de Anáhuac: los tamales se habían descongelado; parecían salidos de una inundación. Aunque ya no calificaban como donativo, los dejé en el albergue.
El DF altera las costumbres. Ese viernes fue estupendo. A diferencia del jueves, en que sólo los amigos se metieron en problemas.
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