El dilema Wallace
Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública
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En principio no debería tener nada de extraordinario que un personaje público, cuya buena reputación ha sido ganada a pulso, busque competir por un cargo de elección popular. Isabel Miranda de Wallace está mejor situada que muchas y muchos otros para ejercer su derecho a ser votada como alcaldesa de la ciudad de México; vale admirar su valentía a la hora de exhibir funcionarios y para aliarse con las autoridades que en su día le ayudaron para concluir la investigación sobre el asesinato de su hijo. Isabel pertenece a una nueva especie de ciudadanía cuya intensa actividad pública se origina en una tragedia personal. Hombres y mujeres como Alejandro Martí, Julián Lebaron, María Elena Morera o Javier Sicilia que de pronto tuvieron que convertirse en expertos en seguridad y justicia.
Un día que nada tuvo de cualquiera se acercó a ellos un micrófono para interrogarles: ¿está usted de acuerdo con la pena de muerte?, ¿ha sido la policía bien certificada?, ¿se equivocó el presidente Calderón cuando sacó al Ejército?, ¿es trigo limpio Genaro García Luna, secretario de Seguridad?, ¿son peores los criminales que las autoridades?, ¿se está tardando demasiado la reforma penal?
Apenas su respectivo nombre comenzó a crecer en reputación (insisto, por razones muy tristes), los funcionarios más diligentes corrieron al encuentro de tales personalidades: Morera apareció en una fotografía junto García Luna; Sicilia acudió a una reunión con el líder del Senado y le plantó un beso, Isabel Miranda visitó al gobernador de Chihuahua y le felicitó por su actuación contra la inseguridad.
No existen coincidencias unívocas en este grupo de ciudadanos ejemplares: unos son más religiosos, otros más conservadores, unos hablan de derechos humanos, otros quieren más armas y soldados, unos están a favor de la pena de muerte, otros considerarían un pacto con las mafias para detener la criminalidad; unos pertenecen a la clase más pudiente del país, otros se han identificado desde tiempos viejos con el proletariado; los primeros marchan de blanco, los segundos traen cabellos y barbas largas.
Más allá de las razones que les permitieron transformar su dolor, todas y todos han debido resolver un dilema ético a la hora de relacionarse con las autoridades. Aquí también las respuestas les dividen: unos han aceptado trabajar de cerca con el poder e incluso han recibido recursos públicos para potenciar sus causas. Del otro lado están quienes, por convicción, han preferido garantizar independencia, como Sicilia y el Movimiento por la Paz cuyas arcas padecen escasez, o como Lydia Cacho cuyo refugio para mujeres víctimas de violencia ha tenido que cerrar porque la solidaridad de la sociedad no alcanzó para que grupos como el CIAM sobrevivieran.
Este dilema ético —el del grado de distancia hacia el poder— tenderá a crecer este año electoral. Ahora no son los funcionarios sino directamente los dirigentes de partido quienes ven en este grupo de liderazgos sociales un activo valiosísimo.
Cuando las fuerzas electorales están capa caída, cuando la confianza en la política es microscópica, cuando la corrupción amenaza con penetrarlo todo; estos liderazgos sociales son oro molido para devolverle algo de prestigio a los recintos del poder.
En este contexto se entiende bien por qué el PAN, desde sus verdaderas oficinas —ubicadas a espaldas de Chapultepec— decidió ofrecerle a Isabel Miranda la candidatura al gobierno de la ciudad de México.
Sin embargo, doña Isabel tendrá que elaborar un poco más a la hora de explicar las razones por las que aceptó tal invitación: ¿es esta candidatura instrumental para consolidar sus causas más preciadas?, ¿todavía puede un liderazgo ciudadano transformar al poder e instituciones mexicanas?, ¿existen condiciones para que la clase política cambie si otros actores se incorporan al ejercicio del poder?
Si Isabel convence de la congruencia entre su biografía y esta decisión, quizá habrá más mexicanas y mexicanos dispuestos a ejercer su derecho a ser votados como mecanismo válido para reformar una sociedad herida y, por momentos, desesperanzada.
También puede ocurrir que, con su candidatura, Isabel decepcione a otros que se habían prometido dar la batalla desde una trinchera no burocrática ni partidaria, porque creen que así es mejor.
No puede decirse que frente a este dilema haya respuestas perfectas: a cada quien le corresponderá formarse donde mejor le ilumine la inteligencia, las convicciones y también los intereses.
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