Sangre derramada en Semana Santa
Miguel Ángel Granados Chapa
12 Abr. 09
La vida humana tiene precio en el país, ya sea con unos pesos hasta con cientos de miles parece que siempre es posible encontrar un sicario que lleve al cabo tal encargo delincuencial
Bien se sabe. Pero no hay que dejar de repetirlo: la impunidad es el mejor caldo de cultivo de la violencia. Lo es de modo especial en Oaxaca, donde no ha habido poder institucional o político que resuelva los asesinatos de más de 20 personas ocurridos en el segundo semestre de 2006. No sirvió para nada la recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre el caso, emitida hace ya cerca de dos años, en mayo de 2007. Ruiz la eludió como es de suponerse que hará con la investigación constitucional que la Suprema Corte de Justicia mantiene en curso sobre el mismo periodo y los mismos casos. El informe de los magistrados responsables de la indagación fue ya presentado al tribunal y ahora está en manos del ministro Mariano Azuela, ex presidente de ese cuerpo, elaborar el dictamen correspondiente, que el pleno discutirá y aprobará. Después de los fallos de la Corte en casos precedentes, no parece que el gobernador oaxaqueño tenga mucho que temer. Cuando más, en condiciones análogas a las violaciones constitucionales en Atenco, se resolverá que las hubo también en Oaxaca. Pero en consideración más propia de la metafísica que del derecho, se concluirá que habiendo faltas no hay a quién atribuirlas.
Antes y después de estas intervenciones parajudiciales prevalece en aquella entidad la sensación de que es posible matar sin consecuencias. Si se trata de víctimas que de alguna manera se oponen al gobierno, el actual o al anterior, con mayor razón se buscará que sus verdugos queden sin castigo. Tales son los casos emblemáticos de Serafín García Contreras, asesinado a palos en julio de 2004; de Guadalupe Ávila Salinas, ultimada en septiembre siguiente, y el de las reporteras de una radio comunitaria indígena, Teresa Bautista Merino y Felícitas Martínez Sánchez, emboscadas hace un año, el 7 de abril de 2008. A esa macabra lista se agregó el lunes pasado el nombre de Beatriz López Leyva, una militante de izquierda, de 33 años, muerta de un balazo en la cabeza en su propio domicilio en San Pedro Jicayán, cerca de Pinotepa Nacional.
La joven activista participó en 2004 en la campaña del ahora senador Gabino Cué, cuando contendió contra Ulises Ruiz por la gubernatura. Al año siguiente actuó en el ayuntamiento local, no sé si como secretaria o como regidora. En ese tiempo sufrió un atentado a balazos, que no le causó daño pero la hizo comprender que su militancia era mal vista por los grupos de poder locales. Participó en la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador y permaneció a su lado en los años siguientes: apenas el 21 de marzo anterior fue una de las 12 mil personas reunidas en la "convención nacional de comités municipales del gobierno legítimo". Poco antes o poco después, según confió a sus allegados, había recibido un telefonema de Jorge Franco, lugarteniente del gobernador, presidente del PRI estatal, en que quiso sonsacarla para que abandonara su activismo. Beatriz se preparaba para animar una movilización el miércoles siguiente a su muerte, en protesta contra acciones del presidente municipal de San Pedro Jicayán, Leonardo Silva Palacios, a quien ya había acusado de malos manejos de los recursos municipales.
Por ese motivo hacia el alcalde deberían enfocarse las averiguaciones, pero la Procuraduría de justicia estatal no procedió de ese modo, transcurrieron ya cinco días desde el asesinato y no se percibe intención alguna de orientar por esa ruta la investigación ministerial. Eso asegura la impunidad del funcionario señalado, como se garantizó la de los asesinos de Serafín García Contreras (uno de los cuales intentará volver a la Cámara de Diputados en septiembre próximo) y la de Cándido Palacios Loyola, el presidente municipal de San José Estancia Grande, prófugo por el asesinato de Guadalupe Ávila Salinas, que postulada por el PRD aspiraba a suceder a quien la privó de la vida. No sabemos siquiera si se investigó el crimen de las muy jóvenes activistas y locutoras de La voz que rompe el silencio, la emisora indígena de San Juan Copala. Nadie ha sido responsabilizado de su muerte.
Al día siguiente del asesinato de Beatriz López Leyva, que además de las instancias ministeriales será denunciado en Xicoténcatl por el senador Cué pasado mañana, cuando concluya el receso de la Semana Santa, fue muerto a tiros en Nueva Italia, Michoacán, un candidato a diputado suplente del PRD, Gustavo Bucio Rodríguez. Empresario -fue ultimado en una gasolinería de que era franquiciante- de 45 años de edad, había sido tesorero municipal y acababa de ser elegido en la fórmula para contender en el primer distrito, con cabecera en Lázaro Cárdenas. Era suplente de César Godoy Toscano, hermano paterno del gobernador Leonel Godoy Rangel. Aunque el hecho mismo de que en Michoacán haya un gobierno perredista muestra las muy diferentes condiciones de hoy comparadas con las de los primeros años noventa, es imposible dejar de recordar la matanza de miembros de ese partido, naciente entonces, emprendida sin miramientos y sin castigo alguno por los gobiernos locales o el federal de Carlos Salinas. Es de esperarse que la impunidad no sea el desenlace de esta muerte, cuyos móviles importa esclarecer tanto como detener y sentenciar a quienes la provocaron.
Los asesinos no descansaron en el asueto de la Semana Santa, los días en que la liturgia católica recuerda la voluntad de Jesús de derramar su sangre para redimir al género humano no sin antes asegurarle que contará siempre con su propia carne y su propia sangre en la Eucaristía. Sangre de gente común, presuntos delincuentes o agentes de la autoridad fue vertida por medios violentos a lo largo y lo ancho de la geografía nacional. Aun en Ciudad Juárez, donde la tasa de homicidios ha disminuido notablemente merced a la presencia de 11 mil efectivos militares y policiacos, no ha dejado de haber ejecuciones. Se practicaron al menos tres el Jueves Santo, eso sí por rumbos distintos a aquel en que se concentra la vigilancia federal.
Un reporte de Lourdes Cárdenas en la revista Expansión da cuenta de los móviles que condujeron a la militarización de esa frontera, más allá de la proclama gubernamental de dar garantías a la población en general, tan asolada en los años recientes: "La gota que derramó el vaso fue el 13 de enero pasado. Ese día, Rodolfo Vázquez, director de la planta Lear Río Bravo, fue secuestrado en Ciudad Juárez mientras se trasladaba de la empresa a su domicilio de El Paso, Texas. Los plagiarios pidieron 1.5 mdd por su rescate. Seis días después el ejecutivo fue liberado en un operativo militar. La inseguridad era incontenible. La prensa local reportaba que 150 altos ejecutivos fueron extorsionados bajo amenaza de secuestro en el último año.
"Las policías municipal, estatal y federal y el Ejército se unieron y establecieron a partir de febrero un corredor de seguridad. El operativo incluye una sobrevigilancia de las rutas que van desde los puentes internacionales hasta 17 parques industriales de la ciudad. Entre 15 y 20 kilómetros son vigilados a diario por más de 300 agentes de los tres niveles...
"El Paso Economic Development Corporation estima que entre 3,400 y 5,000 gerentes estadounidenses viven en El Paso y cruzan diariamente para trabajar en las plantas de Juárez.
"'Ha sido una buena medida para garantizar la seguridad a las personas que tienen inquietud por su traslado', dice Manuel Ochoa, vicepresidente para desarrollo binacional de esa agencia".
La sangre fluye sin cesar en el país porque la vida humana está tasada. Su precio es muy variable, pero parece que siempre es pagadero. Un narcotraficante preso en Uruapan fue asesinado y destazado en el penal, por sólo 200 pesos. En cambio ascendió a 100 mil la suma pagada por quitar la vida a Carlos Alberto Rayas Rodríguez, jefe policiaco de Jalisco, cuya muerte precedió en una semana a la de Roberto Alejandro Mercado, comandante policial de Guadalajara, acribillado el Viernes Santo mientras hacía un rondín en la capital jalisciense.
Ese mismo día fue asesinado Roberto Martínez, comandante de la policía de Ecatepec, que hasta dos meses atrás era guardia del obispo Onésimo Cepeda. Dos de sus hermanos, policías también, fueron atacados con violencia meses atrás: Ernesto murió hace cinco; sobrevivió Mario, apenas en febrero.
Bien se sabe. Pero no hay que dejar de repetirlo: la impunidad es el mejor caldo de cultivo de la violencia. Lo es de modo especial en Oaxaca, donde no ha habido poder institucional o político que resuelva los asesinatos de más de 20 personas ocurridos en el segundo semestre de 2006. No sirvió para nada la recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre el caso, emitida hace ya cerca de dos años, en mayo de 2007. Ruiz la eludió como es de suponerse que hará con la investigación constitucional que la Suprema Corte de Justicia mantiene en curso sobre el mismo periodo y los mismos casos. El informe de los magistrados responsables de la indagación fue ya presentado al tribunal y ahora está en manos del ministro Mariano Azuela, ex presidente de ese cuerpo, elaborar el dictamen correspondiente, que el pleno discutirá y aprobará. Después de los fallos de la Corte en casos precedentes, no parece que el gobernador oaxaqueño tenga mucho que temer. Cuando más, en condiciones análogas a las violaciones constitucionales en Atenco, se resolverá que las hubo también en Oaxaca. Pero en consideración más propia de la metafísica que del derecho, se concluirá que habiendo faltas no hay a quién atribuirlas.
Antes y después de estas intervenciones parajudiciales prevalece en aquella entidad la sensación de que es posible matar sin consecuencias. Si se trata de víctimas que de alguna manera se oponen al gobierno, el actual o al anterior, con mayor razón se buscará que sus verdugos queden sin castigo. Tales son los casos emblemáticos de Serafín García Contreras, asesinado a palos en julio de 2004; de Guadalupe Ávila Salinas, ultimada en septiembre siguiente, y el de las reporteras de una radio comunitaria indígena, Teresa Bautista Merino y Felícitas Martínez Sánchez, emboscadas hace un año, el 7 de abril de 2008. A esa macabra lista se agregó el lunes pasado el nombre de Beatriz López Leyva, una militante de izquierda, de 33 años, muerta de un balazo en la cabeza en su propio domicilio en San Pedro Jicayán, cerca de Pinotepa Nacional.
La joven activista participó en 2004 en la campaña del ahora senador Gabino Cué, cuando contendió contra Ulises Ruiz por la gubernatura. Al año siguiente actuó en el ayuntamiento local, no sé si como secretaria o como regidora. En ese tiempo sufrió un atentado a balazos, que no le causó daño pero la hizo comprender que su militancia era mal vista por los grupos de poder locales. Participó en la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador y permaneció a su lado en los años siguientes: apenas el 21 de marzo anterior fue una de las 12 mil personas reunidas en la "convención nacional de comités municipales del gobierno legítimo". Poco antes o poco después, según confió a sus allegados, había recibido un telefonema de Jorge Franco, lugarteniente del gobernador, presidente del PRI estatal, en que quiso sonsacarla para que abandonara su activismo. Beatriz se preparaba para animar una movilización el miércoles siguiente a su muerte, en protesta contra acciones del presidente municipal de San Pedro Jicayán, Leonardo Silva Palacios, a quien ya había acusado de malos manejos de los recursos municipales.
Por ese motivo hacia el alcalde deberían enfocarse las averiguaciones, pero la Procuraduría de justicia estatal no procedió de ese modo, transcurrieron ya cinco días desde el asesinato y no se percibe intención alguna de orientar por esa ruta la investigación ministerial. Eso asegura la impunidad del funcionario señalado, como se garantizó la de los asesinos de Serafín García Contreras (uno de los cuales intentará volver a la Cámara de Diputados en septiembre próximo) y la de Cándido Palacios Loyola, el presidente municipal de San José Estancia Grande, prófugo por el asesinato de Guadalupe Ávila Salinas, que postulada por el PRD aspiraba a suceder a quien la privó de la vida. No sabemos siquiera si se investigó el crimen de las muy jóvenes activistas y locutoras de La voz que rompe el silencio, la emisora indígena de San Juan Copala. Nadie ha sido responsabilizado de su muerte.
Al día siguiente del asesinato de Beatriz López Leyva, que además de las instancias ministeriales será denunciado en Xicoténcatl por el senador Cué pasado mañana, cuando concluya el receso de la Semana Santa, fue muerto a tiros en Nueva Italia, Michoacán, un candidato a diputado suplente del PRD, Gustavo Bucio Rodríguez. Empresario -fue ultimado en una gasolinería de que era franquiciante- de 45 años de edad, había sido tesorero municipal y acababa de ser elegido en la fórmula para contender en el primer distrito, con cabecera en Lázaro Cárdenas. Era suplente de César Godoy Toscano, hermano paterno del gobernador Leonel Godoy Rangel. Aunque el hecho mismo de que en Michoacán haya un gobierno perredista muestra las muy diferentes condiciones de hoy comparadas con las de los primeros años noventa, es imposible dejar de recordar la matanza de miembros de ese partido, naciente entonces, emprendida sin miramientos y sin castigo alguno por los gobiernos locales o el federal de Carlos Salinas. Es de esperarse que la impunidad no sea el desenlace de esta muerte, cuyos móviles importa esclarecer tanto como detener y sentenciar a quienes la provocaron.
Los asesinos no descansaron en el asueto de la Semana Santa, los días en que la liturgia católica recuerda la voluntad de Jesús de derramar su sangre para redimir al género humano no sin antes asegurarle que contará siempre con su propia carne y su propia sangre en la Eucaristía. Sangre de gente común, presuntos delincuentes o agentes de la autoridad fue vertida por medios violentos a lo largo y lo ancho de la geografía nacional. Aun en Ciudad Juárez, donde la tasa de homicidios ha disminuido notablemente merced a la presencia de 11 mil efectivos militares y policiacos, no ha dejado de haber ejecuciones. Se practicaron al menos tres el Jueves Santo, eso sí por rumbos distintos a aquel en que se concentra la vigilancia federal.
Un reporte de Lourdes Cárdenas en la revista Expansión da cuenta de los móviles que condujeron a la militarización de esa frontera, más allá de la proclama gubernamental de dar garantías a la población en general, tan asolada en los años recientes: "La gota que derramó el vaso fue el 13 de enero pasado. Ese día, Rodolfo Vázquez, director de la planta Lear Río Bravo, fue secuestrado en Ciudad Juárez mientras se trasladaba de la empresa a su domicilio de El Paso, Texas. Los plagiarios pidieron 1.5 mdd por su rescate. Seis días después el ejecutivo fue liberado en un operativo militar. La inseguridad era incontenible. La prensa local reportaba que 150 altos ejecutivos fueron extorsionados bajo amenaza de secuestro en el último año.
"Las policías municipal, estatal y federal y el Ejército se unieron y establecieron a partir de febrero un corredor de seguridad. El operativo incluye una sobrevigilancia de las rutas que van desde los puentes internacionales hasta 17 parques industriales de la ciudad. Entre 15 y 20 kilómetros son vigilados a diario por más de 300 agentes de los tres niveles...
"El Paso Economic Development Corporation estima que entre 3,400 y 5,000 gerentes estadounidenses viven en El Paso y cruzan diariamente para trabajar en las plantas de Juárez.
"'Ha sido una buena medida para garantizar la seguridad a las personas que tienen inquietud por su traslado', dice Manuel Ochoa, vicepresidente para desarrollo binacional de esa agencia".
La sangre fluye sin cesar en el país porque la vida humana está tasada. Su precio es muy variable, pero parece que siempre es pagadero. Un narcotraficante preso en Uruapan fue asesinado y destazado en el penal, por sólo 200 pesos. En cambio ascendió a 100 mil la suma pagada por quitar la vida a Carlos Alberto Rayas Rodríguez, jefe policiaco de Jalisco, cuya muerte precedió en una semana a la de Roberto Alejandro Mercado, comandante policial de Guadalajara, acribillado el Viernes Santo mientras hacía un rondín en la capital jalisciense.
Ese mismo día fue asesinado Roberto Martínez, comandante de la policía de Ecatepec, que hasta dos meses atrás era guardia del obispo Onésimo Cepeda. Dos de sus hermanos, policías también, fueron atacados con violencia meses atrás: Ernesto murió hace cinco; sobrevivió Mario, apenas en febrero.
Correo electrónico: miguelangel@granadoschapa.com
kikka-roja.blogspot.com/