Influenza global
Farid Kahhat
9 May. 09 reforma.com
En su libro "La Guerra de los Mundos" H. G. Wells describe una invasión alienígena frente a la cual el más mortífero arsenal terrícola resulta fútil
Vencida toda resistencia humana, salta a la palestra un aliado inesperado, y a la postre letal: los virus con los cuales los humanos acostumbramos convivir, pero frente a los cuales los alienígenas carecían de toda defensa inmunológica.
Wells ignoraba al escribir su novela que, con prescindencia de los marcianos, la trama que describe su obra se escenifica con ominosa frecuencia en nuestro mundo.
Se cree, por ejemplo, que cierto virus coexistió plácidamente con los chimpancés del Camerún hasta que se hizo carne en nuestra especie, transformándose en el proceso en lo que conocemos como el "virus de inmunodeficiencia humana" (o VIH, origen a su vez del sida).
Pese a su letalidad comprobada, el que tras cada pandemia olvidemos el hecho hasta el siguiente brote internacional, nos revela un sesgo habitual en las historias oficiales.
Por ejemplo, en la escuela aprendemos que la Primera Guerra Mundial produjo unas 9 millones de muertes, pero no solemos recordar que la "gripe española" que se desató en las postrimerías de ese conflicto produjo más de 40 millones de víctimas mortales.
Como no todos los hechos pueden tener cabida en nuestra narrativa histórica, alguna autoridad decidió por nosotros qué muertes eran dignas de recordarse.
Y aunque su criterio de selección no siempre fuese explícito, tampoco implicaba mayor misterio: en ambos casos estábamos ante la muerte masiva de personas comunes, pero quienes morían en combate lo hacían por causas presuntamente trascendentales (como la razón de Estado o el balance de poder en Europa), y no por un brote fortuito de influenza.
El actual brote de la denominada "gripe norteamericana" ilustra además algunas dimensiones de eso que damos en llamar "globalización".
Los virus son, por ejemplo, los únicos seres vivos que pueden atravesar fronteras no sólo sin autorización oficial, sino incluso sin ser detectables a simple vista. Y una vez que lo hacen, abandonan la jurisdicción de los gobiernos nacionales (cuya autoridad sí está constreñida por esas fronteras).
Llegado a este punto, no hay forma eficaz de enfrentarlos que no pase por instituciones creadas para propiciar la cooperación internacional. Y aunque esas instituciones usualmente no ejercen jurisdicción sobre el territorio de ningún Estado, los Estados suelen aceptar su liderazgo para abordar problemas que comparten, y que ninguno puede resolver por sí solo (como reveló el fallido intento en 2003 del Gobierno chino por convertir la epidemia del SARS en un secreto de Estado).
Por eso corresponde a la Organización Mundial de la Salud (OMS), calificar el grado de riesgo involucrado en cada etapa de la actual crisis de influenza, así como establecer protocolos compartidos que normen la conducta de los Estados frente a ella.
Y aunque las existencias de antivirales con las que cuenta la OMS palidecen en comparación con las existencias disponibles en Estados Unidos, aquellas no son patrimonio de ningún Estado: en principio, se accede a ellas en función a los requerimientos que el caso amerite, y no en función a los recursos o la nacionalidad de las víctimas.
Pero claro, siempre cabe cuestionar los criterios con base en los cuales se establecen las prioridades en materia de salud en los foros internacionales, los diferentes Estados, y la industria farmacéutica. Por que si bien es necesario afrontar los brotes internacionales de influenza que se producen cada tres o cuatro décadas, también debería serlo el afrontar enfermedades prevenibles que, como la disentería, provocan cada día alrededor del mundo la muerte de unos 30 mil niños menores de 5 años.
Tal vez la mayor prueba de que no todas las muertes cuentan por igual sea la evolución del grado de interés que suscitan ciertas enfermedades.
Cuando el VIH, por ejemplo, producía la muerte de connotados artistas de cine, los fondos de investigación destinados al tema fluían con un caudal tan generoso como el de aquellos ríos de leche y miel que describe el Antiguo Testamento.
Cuando, por otro lado, ciertos retrovirales de costo exorbitante convirtieron al VIH en un padecimiento crónico, pero ya no en una sentencia de muerte, sobrevino la sequía financiera. Y ello pese a que el VIH provoca hoy en día más muertes que nunca.
Solo que 70 por ciento de sus portadores actuales proviene de África y, que se sepa, ninguno de ellos se llama Rock Hudson o vive en Hollywood Boulevard.
kikka-roja.blogspot.com/
Vencida toda resistencia humana, salta a la palestra un aliado inesperado, y a la postre letal: los virus con los cuales los humanos acostumbramos convivir, pero frente a los cuales los alienígenas carecían de toda defensa inmunológica.
Wells ignoraba al escribir su novela que, con prescindencia de los marcianos, la trama que describe su obra se escenifica con ominosa frecuencia en nuestro mundo.
Se cree, por ejemplo, que cierto virus coexistió plácidamente con los chimpancés del Camerún hasta que se hizo carne en nuestra especie, transformándose en el proceso en lo que conocemos como el "virus de inmunodeficiencia humana" (o VIH, origen a su vez del sida).
Pese a su letalidad comprobada, el que tras cada pandemia olvidemos el hecho hasta el siguiente brote internacional, nos revela un sesgo habitual en las historias oficiales.
Por ejemplo, en la escuela aprendemos que la Primera Guerra Mundial produjo unas 9 millones de muertes, pero no solemos recordar que la "gripe española" que se desató en las postrimerías de ese conflicto produjo más de 40 millones de víctimas mortales.
Como no todos los hechos pueden tener cabida en nuestra narrativa histórica, alguna autoridad decidió por nosotros qué muertes eran dignas de recordarse.
Y aunque su criterio de selección no siempre fuese explícito, tampoco implicaba mayor misterio: en ambos casos estábamos ante la muerte masiva de personas comunes, pero quienes morían en combate lo hacían por causas presuntamente trascendentales (como la razón de Estado o el balance de poder en Europa), y no por un brote fortuito de influenza.
El actual brote de la denominada "gripe norteamericana" ilustra además algunas dimensiones de eso que damos en llamar "globalización".
Los virus son, por ejemplo, los únicos seres vivos que pueden atravesar fronteras no sólo sin autorización oficial, sino incluso sin ser detectables a simple vista. Y una vez que lo hacen, abandonan la jurisdicción de los gobiernos nacionales (cuya autoridad sí está constreñida por esas fronteras).
Llegado a este punto, no hay forma eficaz de enfrentarlos que no pase por instituciones creadas para propiciar la cooperación internacional. Y aunque esas instituciones usualmente no ejercen jurisdicción sobre el territorio de ningún Estado, los Estados suelen aceptar su liderazgo para abordar problemas que comparten, y que ninguno puede resolver por sí solo (como reveló el fallido intento en 2003 del Gobierno chino por convertir la epidemia del SARS en un secreto de Estado).
Por eso corresponde a la Organización Mundial de la Salud (OMS), calificar el grado de riesgo involucrado en cada etapa de la actual crisis de influenza, así como establecer protocolos compartidos que normen la conducta de los Estados frente a ella.
Y aunque las existencias de antivirales con las que cuenta la OMS palidecen en comparación con las existencias disponibles en Estados Unidos, aquellas no son patrimonio de ningún Estado: en principio, se accede a ellas en función a los requerimientos que el caso amerite, y no en función a los recursos o la nacionalidad de las víctimas.
Pero claro, siempre cabe cuestionar los criterios con base en los cuales se establecen las prioridades en materia de salud en los foros internacionales, los diferentes Estados, y la industria farmacéutica. Por que si bien es necesario afrontar los brotes internacionales de influenza que se producen cada tres o cuatro décadas, también debería serlo el afrontar enfermedades prevenibles que, como la disentería, provocan cada día alrededor del mundo la muerte de unos 30 mil niños menores de 5 años.
Tal vez la mayor prueba de que no todas las muertes cuentan por igual sea la evolución del grado de interés que suscitan ciertas enfermedades.
Cuando el VIH, por ejemplo, producía la muerte de connotados artistas de cine, los fondos de investigación destinados al tema fluían con un caudal tan generoso como el de aquellos ríos de leche y miel que describe el Antiguo Testamento.
Cuando, por otro lado, ciertos retrovirales de costo exorbitante convirtieron al VIH en un padecimiento crónico, pero ya no en una sentencia de muerte, sobrevino la sequía financiera. Y ello pese a que el VIH provoca hoy en día más muertes que nunca.
Solo que 70 por ciento de sus portadores actuales proviene de África y, que se sepa, ninguno de ellos se llama Rock Hudson o vive en Hollywood Boulevard.
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