Juan Villoro
26 Jun. 09
NO SERÁ QUE LA MAMÁ NUNCA SE EQUIVOCA???? HOOOMBRES JAJAJAJAAA
NO EXISTEN LAS BRUJAS PERO DE QUE LAS HAY, LAS HAY.
Mis abuelas escuchaban voces sin sentir que tenían facultades paranormales. De vez en cuando, un ruido premonitorio les informaba que un pariente iba a caer de un caballo o perdería el tren.
La facultad o la tara de oír voces se desarrolla con la edad. He llegado a la etapa en la que algunos miembros de mi familia escuchan sonidos raros. No he recibido mensajes tipo Juana de Arco ni consejos que resuelvan misterios: "Las joyas de tu tía se quedaron en una container en Pantaco". Oigo palabras sueltas, risas, timbres o aplausos de manos enguantadas. "Con razón no tienes contestadora ni celular", me dijo un amigo: "traes un iPod descompuesto en la cabeza". La última frase era un diagnóstico de reblandecimiento cerebral. Me estaba convirtiendo en una abuela de tiempo completo, es decir, en un chiflado.
Mi amigo me recomendó a un psicoanalista que atiende por internet, virtud esencial para alguien como yo, que se encuentra en el extranjero.
Envié un correo, y a pesar de que en México era de madrugada recibí respuesta instantánea. ¿Qué médico está despierto a las cuatro de la mañana? Tal vez su servidor detecta a quien se comunica por primera vez y manda un correo estándar. El caso es que recibí un formulario para avanzar en mi tratamiento.
Algunas preguntas eran difíciles de responder: "Describa su relación con su madre". A continuación venía un rectángulo en el que cabían cinco frases. El analista exigía gran talento para el resumen.
Lo más complejo fueron las preguntas para las que no tenía respuesta alguna: "¿Cómo se lleva con su jefe?", "¿Quiere a sus subordinados?", "¿Qué representa para usted la palabra 'quincena'?", "¿Teme o anhela la jubilación?", "¿Ha simulado alguna enfermedad para obtener incapacidad médica?", "¿Asocia el aguinaldo con su rendimiento o lo ve como una dádiva?", "¿Recibe suficientes vacaciones?", "¿Está satisfecho con su jerarquía?".
No tengo jefe, ni subordinados, ni quincena, ni posibilidades de jubilación, ni respaldo por incapacidad médica, ni aguinaldo, ni vacaciones pagadas, ni puesto, ni jerarquía. Dejé esas casillas en blanco y me deprimí muchísimo. Era un asocial que oía voces. Ahí estaba la explicación de todo.
El cuestionario no tomaba en cuenta que hay trabajadores independientes. Seguí leyendo y encontré preguntas sobre los compañeros de trabajo. Hice una extrapolación y revisé el trato que le doy a los personajes de mis historias. El resultado fue desastroso porque con esos seres imaginarios soy como Mussolini y los obligo a hacer lo que se me antoja.
He evitado el trabajo de oficina para no responder formularios y resultó que la terapia consistía precisamente en eso. Me consideré un caso perdido.
"Tienes un trauma con las reglas", me dijo mi amigo, convertido en repentino psicoanalista.
Mi terapia virtual había empezado por mal camino porque confundí un sondeo con un examen. No tenía un problema de autoridad con el inexistente jefe de mi oficina, sino con el cuestionario mismo. Quería obtener buena calificación como neurótico, lo cual, por supuesto, era muy neurótico. Ante tantas preguntas sin respuesta me sentí reprobado.
¿De dónde venía eso? Hace más o menos un año conocí a un profesor del Colegio Alemán, espacio punitivo donde pasé mi infancia. Sé que la escuela ha cambiado mucho desde los tiempos en que yo aprendí ahí que la disciplina vale más que la felicidad. Sin embargo, este simpático maestro me recordó los temores de mi infancia. Fue a una discusión sobre mi libro Dios es redondo. Al término de la charla, me sometió a examen. No pudo renunciar a su naturaleza pedagógica y yo no pude renunciar a mi naturaleza de rehén.
En un pasaje del libro, me burlo de la mente rígida de los alemanes, capaces de anunciar el chocolate Sport por dos virtudes impensables en América Latina: es práctico y es cuadrado. Ese eslogan define la estrategia de muchos equipos de futbol alemán. El profesor se tomó el trabajo de llevar a la charla una etiqueta del chocolate, traída desde Alemania, para demostrar que yo había cometido un error pequeño pero imperdonable: el nombre completo de la golosina es Ritter Sport. La escena confirmó lo que yo había escrito en el libro: los alemanes pueden ser rígidos (cuando no escriben como Hölderlin, claro está). De cualquier forma, me sentí en falta. El castigo del maestro había surtido efecto.
Estudié en un colegio donde la virtud de los chocolates consistía en ser prácticos y cuadrados. Por eso dejé de comer chocolate.
Ante el formulario virtual, entendí el trauma que me han causado los exámenes. Un impulso me hizo ir a una dulcería. Por primera vez en mi vida adulta, compré chocolates para mí. El olvidado sabor me resultó delicioso.
El psicoanalista de internet me parece un genio. Sin necesidad de responder a su cuestionario, pasé por un proceso liberador. Sus preguntas pusieron a prueba lo que no soy y me obligaron a un careo con un problema que llevaba décadas sin enfrentar. La mente viaja en zig-zag.
Desde que como chocolate no oigo voces.
kikka-roja.blogspot.com/
La facultad o la tara de oír voces se desarrolla con la edad. He llegado a la etapa en la que algunos miembros de mi familia escuchan sonidos raros. No he recibido mensajes tipo Juana de Arco ni consejos que resuelvan misterios: "Las joyas de tu tía se quedaron en una container en Pantaco". Oigo palabras sueltas, risas, timbres o aplausos de manos enguantadas. "Con razón no tienes contestadora ni celular", me dijo un amigo: "traes un iPod descompuesto en la cabeza". La última frase era un diagnóstico de reblandecimiento cerebral. Me estaba convirtiendo en una abuela de tiempo completo, es decir, en un chiflado.
Mi amigo me recomendó a un psicoanalista que atiende por internet, virtud esencial para alguien como yo, que se encuentra en el extranjero.
Envié un correo, y a pesar de que en México era de madrugada recibí respuesta instantánea. ¿Qué médico está despierto a las cuatro de la mañana? Tal vez su servidor detecta a quien se comunica por primera vez y manda un correo estándar. El caso es que recibí un formulario para avanzar en mi tratamiento.
Algunas preguntas eran difíciles de responder: "Describa su relación con su madre". A continuación venía un rectángulo en el que cabían cinco frases. El analista exigía gran talento para el resumen.
Lo más complejo fueron las preguntas para las que no tenía respuesta alguna: "¿Cómo se lleva con su jefe?", "¿Quiere a sus subordinados?", "¿Qué representa para usted la palabra 'quincena'?", "¿Teme o anhela la jubilación?", "¿Ha simulado alguna enfermedad para obtener incapacidad médica?", "¿Asocia el aguinaldo con su rendimiento o lo ve como una dádiva?", "¿Recibe suficientes vacaciones?", "¿Está satisfecho con su jerarquía?".
No tengo jefe, ni subordinados, ni quincena, ni posibilidades de jubilación, ni respaldo por incapacidad médica, ni aguinaldo, ni vacaciones pagadas, ni puesto, ni jerarquía. Dejé esas casillas en blanco y me deprimí muchísimo. Era un asocial que oía voces. Ahí estaba la explicación de todo.
El cuestionario no tomaba en cuenta que hay trabajadores independientes. Seguí leyendo y encontré preguntas sobre los compañeros de trabajo. Hice una extrapolación y revisé el trato que le doy a los personajes de mis historias. El resultado fue desastroso porque con esos seres imaginarios soy como Mussolini y los obligo a hacer lo que se me antoja.
He evitado el trabajo de oficina para no responder formularios y resultó que la terapia consistía precisamente en eso. Me consideré un caso perdido.
"Tienes un trauma con las reglas", me dijo mi amigo, convertido en repentino psicoanalista.
Mi terapia virtual había empezado por mal camino porque confundí un sondeo con un examen. No tenía un problema de autoridad con el inexistente jefe de mi oficina, sino con el cuestionario mismo. Quería obtener buena calificación como neurótico, lo cual, por supuesto, era muy neurótico. Ante tantas preguntas sin respuesta me sentí reprobado.
¿De dónde venía eso? Hace más o menos un año conocí a un profesor del Colegio Alemán, espacio punitivo donde pasé mi infancia. Sé que la escuela ha cambiado mucho desde los tiempos en que yo aprendí ahí que la disciplina vale más que la felicidad. Sin embargo, este simpático maestro me recordó los temores de mi infancia. Fue a una discusión sobre mi libro Dios es redondo. Al término de la charla, me sometió a examen. No pudo renunciar a su naturaleza pedagógica y yo no pude renunciar a mi naturaleza de rehén.
En un pasaje del libro, me burlo de la mente rígida de los alemanes, capaces de anunciar el chocolate Sport por dos virtudes impensables en América Latina: es práctico y es cuadrado. Ese eslogan define la estrategia de muchos equipos de futbol alemán. El profesor se tomó el trabajo de llevar a la charla una etiqueta del chocolate, traída desde Alemania, para demostrar que yo había cometido un error pequeño pero imperdonable: el nombre completo de la golosina es Ritter Sport. La escena confirmó lo que yo había escrito en el libro: los alemanes pueden ser rígidos (cuando no escriben como Hölderlin, claro está). De cualquier forma, me sentí en falta. El castigo del maestro había surtido efecto.
Estudié en un colegio donde la virtud de los chocolates consistía en ser prácticos y cuadrados. Por eso dejé de comer chocolate.
Ante el formulario virtual, entendí el trauma que me han causado los exámenes. Un impulso me hizo ir a una dulcería. Por primera vez en mi vida adulta, compré chocolates para mí. El olvidado sabor me resultó delicioso.
El psicoanalista de internet me parece un genio. Sin necesidad de responder a su cuestionario, pasé por un proceso liberador. Sus preguntas pusieron a prueba lo que no soy y me obligaron a un careo con un problema que llevaba décadas sin enfrentar. La mente viaja en zig-zag.
Desde que como chocolate no oigo voces.
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