Agustín Basave
29-Jun-2009
Por si alguna duda nos quedaba, hemos corroborado la precariedad de nuestro acuerdo en lo fundamental. Carecemos de un verdadero consenso para dirimir el disenso. Por eso, porque los nuevos actores del México plural no se han puesto de acuerdo en qué hacer cuando no están de acuerdo, padecemos tantas incertidumbres y turbulencias.
Este domingo vamos a elegir 500 diputados federales y, en algunas entidades federativas, gobernadores, presidentes municipales o jefes delegacionales y diputados locales. También vamos a determinar el tamaño de la inconformidad ciudadana con nuestro sistema de partidos. Antes, en los próximos seis días, sabremos además si el gobierno federal panista se decide a usar uno de los misiles mediáticos que tiene listos contra narcopriistas o si se lo guarda para lanzarlo de cara a la elección presidencial del 2012. Y poco después conoceremos la correlación de fuerzas políticas y las agendas que habrán de desbrozar —que no pavimentar— la salida de un sexenio que quizá termine tan accidentadamente como empezó.
Estas campañas nos están enseñando muchas cosas. No recuerdo un proceso electoral tan revelador de la transición inveterada en que los mexicanos estamos atrapados ni tan rico en reflexiones y debates sobre la democracia y sus instrumentos. Por si alguna duda nos quedaba, hemos corroborado la precariedad de nuestro acuerdo en lo fundamental. Carecemos de un verdadero consenso para dirimir el disenso. Por eso, porque los nuevos actores del México plural no se han puesto de acuerdo en qué hacer cuando no están de acuerdo, padecemos tantas incertidumbres y turbulencias. Las reglas no escritas de la era del partido hegemónico han cedido el paso a las reglas que fueron escritas para servir de referente límite y no para aplicarse sistemáticamente, y el rediseño institucional brilla por su ausencia. Se han reemplazado algunos engranajes pero la maquinaria sigue siendo la misma y es, en condiciones diametralmente opuestas a las que le dieron origen, disfuncional.
Pero la coyuntura da para rebasar el análisis del régimen mexicano. El debate sobre el voto nulo ha exhibido una de las limitaciones del sistema democrático: la personificación del menú y a la concomitante nebulosidad de la voluntad del electorado. Al votar por alguien más que por algo se fomenta el culto a la personalidad y se relegan las ideas, dificultando así la lectura de lo que la gente manda. Quienes queremos que la democracia siga siendo la fuente de legitimación de poder por antonomasia no podemos conformarnos con eso. La solución, a mi juicio, está en crear mecanismos de rendición de cuentas y consecución de promesas electorales. El célebre “mandato de las urnas” es la conclusión a la que políticos y académicos llegan tras de elucubrar y conectar miles de decisiones a menudo inconexas. ¿No sería mejor imprimir en la boleta, junto al nombre y en lugar de la fotografía del candidato, la descripción en un par de renglones de sus dos o tres propuestas principales? ¿No convendría supeditar la continuación del gobernante o del legislador en su cargo al cumplimiento de sus compromisos electorales?
Por otra parte, las secuelas de la polarización de 2006 piden a gritos mojoneras democráticas. Ninguna democracia funciona bien sin delimitar la cancha ideológica. Si los jugadores no saben dónde están las líneas de meta y de banda, ningún árbitro puede manejar el partido y los equipos acaban a golpes. En Europa, cuando llegan al gobierno, la izquierda respeta los intereses legítimos de los empresarios y la derecha no intenta desmantelar el Estado de bienestar. El ejemplo no es el más feliz porque a raíz del derrumbe del socialismo real el mundo se derechizó y el terreno de juego se ha ido estrechando del lado progresista, pero si retrocedemos a las contiendas europeas de los años 60 o 70 la metáfora es válida. En México, en cambio, persisten sectores derechistas e izquierdistas anacrónicos, alérgicos al pluralismo, proclives al veto de contrarios e incapaces de aceptar linderos y por ende entorpecedores de la transición. Y es que los extremismos son intrínsecamente antidemocráticos. Si las opciones de poder se radicalizan al grado de no tolerar que sus adversarias gobiernen, la democracia se pervierte. Un deplorable ejemplo de ello es lo que está ocurriendo en Honduras.
El 5 de julio será muy importante, pero más lo será la actitud de la ciudadanía a partir del 6 de julio. El fenómeno del anulismo enfrentará su prueba de fuego, y su éxito o fracaso dependerá de su organización poselectoral: si su desencanto se traduce en unidad y estrategia, la partidocracia mexicana tendrá que transformarse. Con una agenda común, sin sucumbir al canto de las sirenas fácticas, sus demandas pueden convertirse en realidad. Hay discrepancias en otros temas, pero es grande la coincidencia en tres puntos: reelección consecutiva de diputados y senadores, candidaturas independientes y plebiscito, referéndum e iniciativa popular. Algunos partidos ya dicen sí a esa agenda, pero eso habían dicho antes y ante la ausencia de una exigencia social se desdijeron. Si no hay presión, o si esa presión es difusa o desarticulada, van a postergar esas medidas una vez más. Es obvio: las tres cosas debilitan un poco a sus dirigencias. No tanto como ellas creen, por cierto, porque en Europa los legisladores se reeligen consecutivamente y pueden llegar al Parlamento sin postulación partidista, mientras que los ciudadanos cuentan con las herramientas de la democracia participativa, y sin embargo los partidos siguen siendo muy fuertes. Pero aquí sienten que legislar en ese sentido sería un suicidio. Y el suicidio es antinatural.
Estos son tiempos de definiciones. Pronto conoceremos los resultados electorales, con los ganadores y perdedores de la competencia que se libra en este país cada tres años. Pero ahora hay algo más en juego. Estamos ante la posibilidad de saber también si, la próxima vez, las reglas y los competidores seguirán siendo los mismos.
Este domingo vamos a elegir 500 diputados federales y, en algunas entidades federativas, gobernadores, presidentes municipales o jefes delegacionales y diputados locales. También vamos a determinar el tamaño de la inconformidad ciudadana con nuestro sistema de partidos. Antes, en los próximos seis días, sabremos además si el gobierno federal panista se decide a usar uno de los misiles mediáticos que tiene listos contra narcopriistas o si se lo guarda para lanzarlo de cara a la elección presidencial del 2012. Y poco después conoceremos la correlación de fuerzas políticas y las agendas que habrán de desbrozar —que no pavimentar— la salida de un sexenio que quizá termine tan accidentadamente como empezó.
Estas campañas nos están enseñando muchas cosas. No recuerdo un proceso electoral tan revelador de la transición inveterada en que los mexicanos estamos atrapados ni tan rico en reflexiones y debates sobre la democracia y sus instrumentos. Por si alguna duda nos quedaba, hemos corroborado la precariedad de nuestro acuerdo en lo fundamental. Carecemos de un verdadero consenso para dirimir el disenso. Por eso, porque los nuevos actores del México plural no se han puesto de acuerdo en qué hacer cuando no están de acuerdo, padecemos tantas incertidumbres y turbulencias. Las reglas no escritas de la era del partido hegemónico han cedido el paso a las reglas que fueron escritas para servir de referente límite y no para aplicarse sistemáticamente, y el rediseño institucional brilla por su ausencia. Se han reemplazado algunos engranajes pero la maquinaria sigue siendo la misma y es, en condiciones diametralmente opuestas a las que le dieron origen, disfuncional.
Pero la coyuntura da para rebasar el análisis del régimen mexicano. El debate sobre el voto nulo ha exhibido una de las limitaciones del sistema democrático: la personificación del menú y a la concomitante nebulosidad de la voluntad del electorado. Al votar por alguien más que por algo se fomenta el culto a la personalidad y se relegan las ideas, dificultando así la lectura de lo que la gente manda. Quienes queremos que la democracia siga siendo la fuente de legitimación de poder por antonomasia no podemos conformarnos con eso. La solución, a mi juicio, está en crear mecanismos de rendición de cuentas y consecución de promesas electorales. El célebre “mandato de las urnas” es la conclusión a la que políticos y académicos llegan tras de elucubrar y conectar miles de decisiones a menudo inconexas. ¿No sería mejor imprimir en la boleta, junto al nombre y en lugar de la fotografía del candidato, la descripción en un par de renglones de sus dos o tres propuestas principales? ¿No convendría supeditar la continuación del gobernante o del legislador en su cargo al cumplimiento de sus compromisos electorales?
Por otra parte, las secuelas de la polarización de 2006 piden a gritos mojoneras democráticas. Ninguna democracia funciona bien sin delimitar la cancha ideológica. Si los jugadores no saben dónde están las líneas de meta y de banda, ningún árbitro puede manejar el partido y los equipos acaban a golpes. En Europa, cuando llegan al gobierno, la izquierda respeta los intereses legítimos de los empresarios y la derecha no intenta desmantelar el Estado de bienestar. El ejemplo no es el más feliz porque a raíz del derrumbe del socialismo real el mundo se derechizó y el terreno de juego se ha ido estrechando del lado progresista, pero si retrocedemos a las contiendas europeas de los años 60 o 70 la metáfora es válida. En México, en cambio, persisten sectores derechistas e izquierdistas anacrónicos, alérgicos al pluralismo, proclives al veto de contrarios e incapaces de aceptar linderos y por ende entorpecedores de la transición. Y es que los extremismos son intrínsecamente antidemocráticos. Si las opciones de poder se radicalizan al grado de no tolerar que sus adversarias gobiernen, la democracia se pervierte. Un deplorable ejemplo de ello es lo que está ocurriendo en Honduras.
El 5 de julio será muy importante, pero más lo será la actitud de la ciudadanía a partir del 6 de julio. El fenómeno del anulismo enfrentará su prueba de fuego, y su éxito o fracaso dependerá de su organización poselectoral: si su desencanto se traduce en unidad y estrategia, la partidocracia mexicana tendrá que transformarse. Con una agenda común, sin sucumbir al canto de las sirenas fácticas, sus demandas pueden convertirse en realidad. Hay discrepancias en otros temas, pero es grande la coincidencia en tres puntos: reelección consecutiva de diputados y senadores, candidaturas independientes y plebiscito, referéndum e iniciativa popular. Algunos partidos ya dicen sí a esa agenda, pero eso habían dicho antes y ante la ausencia de una exigencia social se desdijeron. Si no hay presión, o si esa presión es difusa o desarticulada, van a postergar esas medidas una vez más. Es obvio: las tres cosas debilitan un poco a sus dirigencias. No tanto como ellas creen, por cierto, porque en Europa los legisladores se reeligen consecutivamente y pueden llegar al Parlamento sin postulación partidista, mientras que los ciudadanos cuentan con las herramientas de la democracia participativa, y sin embargo los partidos siguen siendo muy fuertes. Pero aquí sienten que legislar en ese sentido sería un suicidio. Y el suicidio es antinatural.
Estos son tiempos de definiciones. Pronto conoceremos los resultados electorales, con los ganadores y perdedores de la competencia que se libra en este país cada tres años. Pero ahora hay algo más en juego. Estamos ante la posibilidad de saber también si, la próxima vez, las reglas y los competidores seguirán siendo los mismos.
abasave@prodigy.net.mx
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