Raymundo Riva Palacio
Las razones de un general
Lunes, 29 de Junio de 2009
El golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya fue ejecutado en Honduras como siempre lo hicieron los militares hasta hace una generación: limpio y quirúrgico. Al general Policarpo Paz García lo sacaron del Palacio de Gobierno y lo pusieron en un taxi para su casa. A Zelaya lo metieron en un avión y lo mandaron a Costa Rica. Pero en esta ocasión, no fue una lucha de poder interna en la Fuerzas Armadas, sino un episodio rupturista con la Constitución donde los generales le dijeron al Presidente que no contara con ellos.
La cadena de sucesos en Honduras tiene un fuerte eco en México, por la forma cómo actúa un general ante decisiones del Ejecutivo que considera atentan contra el bien de la mayoría. Zelaya convocó para este domingo a un referéndum que llamó "encuesta", para buscar respaldo a una reforma constitucional que le permitiera una segunda reelección. Zelaya le pidió a las Fuerzas Armadas que se hicieran cargo del proceso, pero el jefe del Estado Mayor, Romeo Vásquez, se negó. Al incumplir la orden del Jefe Supremo, Zelaya los destituyó. Como consecuencia, el ministro de Defensa y todos los mandos militares, renunciaron. El golpe se cosía.
Las razones del general Vásquez estaban sustentadas en los otros poderes en Honduras. La Suprema Corte dictaminó que era ilegal la consulta que pretendía, y el Congreso buscó declararlo incompetente para gobernar. El presidente Zelaya, al chocar con los otros dos poderes del Estado, consideró que era un complot en su contra, y que socavaban el derecho del pueblo para decidir su destino. Por eso, cuando el general Vázquez dijo que no dejarían los militares el material electoral en los colegios, donde se haría la votación, lo cesó. "Un militar no puede desobedecer una orden", afirmó en una entrevista con El País de Madrid. "El Ejército tiene que ser un organismo apolítico, no deliberante y obediente".
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Teóricamente, Zelaya está en lo correcto. Pero en el contexto donde la Suprema Corte y el Congreso habían descalificado su decisión, lo que pretendía era dar un golpe de Estado técnico contra esos dos poderes. Los tres poderes de un Estado sirven de contrapeso uno de otro, y para que funcione una democracia no se pueden ignorar y vulnerar sus decisiones. Este intento de ruptura, tampoco justifica el quiebre del orden legal en Honduras con el derrocamiento de un presidente que fue elegido de forma constitucional. Pero, antes de incurrir en este acto golpista, ¿tuvo razón o no el general Vásquez para negarse a acatar una orden ilegal de Zelaya?
Un militar en una democracia tiene como comandante superior al jefe del Ejecutivo, cuyas órdenes obedece, pero su obligación última es proteger al pueblo. En los casos donde esté claro que una orden atenta contra los intereses nacionales, tiene la obligación ética y política de desacatarlas. En los últimos años en México, hemos tenido algunos casos muy relevantes que nos permiten entender la lógica institucional del Ejército, que sigue viviendo la amarga experiencia de 1968, cuando el mal manejo político durante el Movimiento Estudiantil, generó una crisis donde los militares, que acataron ciegamente las órdenes del presidente Gustavo Díaz Ordaz pagaron los costos de los yerros civiles.
En el gobierno del presidente Vicente Fox, le pidió al secretario de la Defensa, general Clemente Vega, que tuviera listo al Ejército para sacarlo a la calle en dado caso que el encarcelamiento del entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, por un desacato judicial, provocara disturbios sociales en las calles. El general Vega dijo, recordando los juicios a militares por su participación en la llamada Guerra Sucia, que lo haría únicamente si se lo ordenaba por escrito. Fox se indignó por el requerimiento, pero nunca firmó esa orden.
Antes, durante el gobierno de Carlos Salinas, el presidente le ordenó al secretario de la Defensa, general Antonio Riviello, que metiera al Ejército a combatir el narcotráfico. El general Riviello objetó y explicó a Salinas las razones por las cuales los militares no debían de salir a las calles para cumplir esa instrucción. Como Salinas no lo escuchó, Riviello buscó al entonces secretario de Hacienda, Pedro Aspe, a quien detalló sus razones y le pidió que Salinas revirtiera su decisión. Aspe le comentó, sorprendido, que si no le hacía caso al general, menos le haría a él, pero aun así lo planteó. Salinas recapacitó y retiró la orden.
En ambos casos, los generales estaban viendo por el daño político que tendría una instrucción de esa naturaleza sobre las Fuerzas Armadas, su descrédito, pérdida de legitimidad e impacto negativo sobre la población, considerando que el costo para la mayoría sería superior al beneficio buscado. Caso totalmente contrario es lo que sucede hoy en día, donde el general secretario de la Defensa, Guillermo Galván, acató sin reservas sacar al Ejército a combatir al narcotráfico. Todo fue caminando bien, hasta que las cosas se pusieron mal. El Ejército está recibiendo crecientes críticas y denuncias de violación de los derechos humanos, y pérdida de consenso popular, lo que ha generado tensiones al interior de las Fuerzas Armadas.
Altos mandos consideran que fue un error aceptar sin discusión participar en esta guerra, y su molestia se ha venido socializando. Pero no hay punto de retorno. El general Galván quiere que el Congreso reglamente la participación del Ejército en la lucha contra las drogas, que hoy en día es inconstitucional, y proveerlo de un marco jurídico de cara a la historia. Lo que no puede revertir es el daño causado por el acatamiento sin objeción a la instrucción presidencial para meter a los militares en el pantano en que se encuentran, que le ha generado críticas dentro de las Fuerzas Armadas. No actuó como Riviello, Vega o Vásquez en Honduras, y como en 1968, obedeció a una orden civil cuyos resultados, hasta este momento, tienen rendimientos decrecientes.
La cadena de sucesos en Honduras tiene un fuerte eco en México, por la forma cómo actúa un general ante decisiones del Ejecutivo que considera atentan contra el bien de la mayoría. Zelaya convocó para este domingo a un referéndum que llamó "encuesta", para buscar respaldo a una reforma constitucional que le permitiera una segunda reelección. Zelaya le pidió a las Fuerzas Armadas que se hicieran cargo del proceso, pero el jefe del Estado Mayor, Romeo Vásquez, se negó. Al incumplir la orden del Jefe Supremo, Zelaya los destituyó. Como consecuencia, el ministro de Defensa y todos los mandos militares, renunciaron. El golpe se cosía.
Las razones del general Vásquez estaban sustentadas en los otros poderes en Honduras. La Suprema Corte dictaminó que era ilegal la consulta que pretendía, y el Congreso buscó declararlo incompetente para gobernar. El presidente Zelaya, al chocar con los otros dos poderes del Estado, consideró que era un complot en su contra, y que socavaban el derecho del pueblo para decidir su destino. Por eso, cuando el general Vázquez dijo que no dejarían los militares el material electoral en los colegios, donde se haría la votación, lo cesó. "Un militar no puede desobedecer una orden", afirmó en una entrevista con El País de Madrid. "El Ejército tiene que ser un organismo apolítico, no deliberante y obediente".
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Teóricamente, Zelaya está en lo correcto. Pero en el contexto donde la Suprema Corte y el Congreso habían descalificado su decisión, lo que pretendía era dar un golpe de Estado técnico contra esos dos poderes. Los tres poderes de un Estado sirven de contrapeso uno de otro, y para que funcione una democracia no se pueden ignorar y vulnerar sus decisiones. Este intento de ruptura, tampoco justifica el quiebre del orden legal en Honduras con el derrocamiento de un presidente que fue elegido de forma constitucional. Pero, antes de incurrir en este acto golpista, ¿tuvo razón o no el general Vásquez para negarse a acatar una orden ilegal de Zelaya?
Un militar en una democracia tiene como comandante superior al jefe del Ejecutivo, cuyas órdenes obedece, pero su obligación última es proteger al pueblo. En los casos donde esté claro que una orden atenta contra los intereses nacionales, tiene la obligación ética y política de desacatarlas. En los últimos años en México, hemos tenido algunos casos muy relevantes que nos permiten entender la lógica institucional del Ejército, que sigue viviendo la amarga experiencia de 1968, cuando el mal manejo político durante el Movimiento Estudiantil, generó una crisis donde los militares, que acataron ciegamente las órdenes del presidente Gustavo Díaz Ordaz pagaron los costos de los yerros civiles.
En el gobierno del presidente Vicente Fox, le pidió al secretario de la Defensa, general Clemente Vega, que tuviera listo al Ejército para sacarlo a la calle en dado caso que el encarcelamiento del entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, por un desacato judicial, provocara disturbios sociales en las calles. El general Vega dijo, recordando los juicios a militares por su participación en la llamada Guerra Sucia, que lo haría únicamente si se lo ordenaba por escrito. Fox se indignó por el requerimiento, pero nunca firmó esa orden.
Antes, durante el gobierno de Carlos Salinas, el presidente le ordenó al secretario de la Defensa, general Antonio Riviello, que metiera al Ejército a combatir el narcotráfico. El general Riviello objetó y explicó a Salinas las razones por las cuales los militares no debían de salir a las calles para cumplir esa instrucción. Como Salinas no lo escuchó, Riviello buscó al entonces secretario de Hacienda, Pedro Aspe, a quien detalló sus razones y le pidió que Salinas revirtiera su decisión. Aspe le comentó, sorprendido, que si no le hacía caso al general, menos le haría a él, pero aun así lo planteó. Salinas recapacitó y retiró la orden.
En ambos casos, los generales estaban viendo por el daño político que tendría una instrucción de esa naturaleza sobre las Fuerzas Armadas, su descrédito, pérdida de legitimidad e impacto negativo sobre la población, considerando que el costo para la mayoría sería superior al beneficio buscado. Caso totalmente contrario es lo que sucede hoy en día, donde el general secretario de la Defensa, Guillermo Galván, acató sin reservas sacar al Ejército a combatir al narcotráfico. Todo fue caminando bien, hasta que las cosas se pusieron mal. El Ejército está recibiendo crecientes críticas y denuncias de violación de los derechos humanos, y pérdida de consenso popular, lo que ha generado tensiones al interior de las Fuerzas Armadas.
Altos mandos consideran que fue un error aceptar sin discusión participar en esta guerra, y su molestia se ha venido socializando. Pero no hay punto de retorno. El general Galván quiere que el Congreso reglamente la participación del Ejército en la lucha contra las drogas, que hoy en día es inconstitucional, y proveerlo de un marco jurídico de cara a la historia. Lo que no puede revertir es el daño causado por el acatamiento sin objeción a la instrucción presidencial para meter a los militares en el pantano en que se encuentran, que le ha generado críticas dentro de las Fuerzas Armadas. No actuó como Riviello, Vega o Vásquez en Honduras, y como en 1968, obedeció a una orden civil cuyos resultados, hasta este momento, tienen rendimientos decrecientes.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
kikka-roja.blogspot.com/
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