Juan Villoro
7 Ago. 09
Tuve un tío que vivía en San Luis Potosí, en una casa a punto de venirse abajo. Cada vez que una grieta atravesaba la pared en insolente zig-zag, él la cubría con un librero. El sitio se había convertido en la biblioteca accidental de un aficionado a la lectura, y a no reparar las cosas.
Cada tanto, mi tío recibía la visita de un hombre ya entrado en la cuarentena. Lo llamaba "El Muchacho" porque lo conocía de tiempo atrás, cuando fue su alumno en la escuela de los jesuitas. Después de un saludo breve, casi áspero, el visitante recorría las habitaciones. "Viene a robar libros", murmuraba mi tío.
Aunque la biblioteca no ostentaba los selectos excesos de un coleccionista, revelaba una interesante pasión por el amontonamiento. Me sorprendió que mi tío se prestara a ese despojo. "No te preocupes por esos libros", me explicó una tarde en que El Muchacho salía con la camisa abultada por un tomo: "Cuando voy a su casa, me los 'robo' de regreso".
La relación con su ex alumno se basaba en esos curiosos ajustes de cuentas. Le pregunté si no había sentido la tentación de sustraer algún volumen de más en la otra biblioteca. "Es posible, pero no me he dado cuenta", fue su enigmática respuesta.
El Muchacho y mi tío se hubieran aburrido prestándose libros. Durante años perfeccionaron una complicidad basada en una regulada desconfianza. Se necesitaban para saquearse, sabiendo que al final quedarían a mano. Cada libro tomado en sigilo compensaba un hurto anterior.
A veces las buenas relaciones prosperan gracias a acuerdos nunca dichos o a extraños malentendidos. Cuando El Muchacho se atrevió a tomar la edición original de En busca del tiempo perdido, mi tío se sintió autorizado a hacerse de Las mil y una noches, en la traducción inglesa de Burton. Ambos consideraban abusivo quedarse durante meses con unas obras tan valiosas, pero habían encontrado la forma de que eso fuera no sólo tolerable, sino divertido.
Sellar un pacto de ese tipo depende de impulsos y reacciones que no siempre se advierten. Desde hace años, mi amigo Gerardo inventa guisos con los que pone a prueba el apetito e incluso el carácter de sus amigos. Es demasiado intrépido para calificar como buen o mal cocinero. Si un platillo le queda bien, significa que algo se tostó por accidente.
Nada de esto sería importante si Gerardo se tomara su pasatiempo a la ligera. La ilusión con que prepara sus platillos es muy superior al resultado. "¿Les gustó?", pregunta con la cándida temeridad de un vanguardista ante la crítica.
No necesito decir que algunas sobremesas han sido psicodramas. Una noche, la salvaje administración del wasabi confirmó la tendencia de Chacho a perder el control. Para cambiar de tema, uno de los presentes recordó extrañas virtudes del anfitrión, como la tarde en que se cayó de un pirul tratando de rescatar el periquito australiano de los vecinos.
Para no discutir esa indescifrable gastronomía, me acostumbré a lavar los platos mientras los demás hablaban de tomillo y pizcas de canela.
El contacto con la espuma y la caricia circular de la loza me permiten divagar. Antes de tener lavavajillas, Gerardo agradecía el gesto como una ayuda práctica. Luego lo tomó como un respaldo emocional a su incierta aventura de cocinero. Al menos así me lo pareció.
Una vez insistió en cocinar en mi casa, y también ahí lavé los platos (tardándome más de la cuenta porque no sabía dónde estaba el estropajo).
Cuando una actividad se convierte en ritual no requiere de justificación para repetirse. Las cenas con Gerardo implican que yo recoja los platos y me aparte a mi cita con la espuma.
Mi amigo ideó un guiso hace unas semanas. La comida no impidió que el afecto circulara como el vino. Al terminar, fui a la cocina donde me muevo con familiaridad. De inmediato detecté otro detergente. Esto no alteró mi rutina. Sin embargo, mientras frotaba la vajilla, tuve un pensamiento innoble. Me sentí un gran amigo, orgulloso de apoyar la torpe afición de Gerardo con mi tarea de lavaplatos. Pero esta vanidad se eclipsó de golpe. Algo me hizo asomarme al comedor, donde los otros conversaban.
Gerardo veía el techo, como un ornitólogo que distingue plumas raras, y comentaba: "Juan es un poco loco, ya lo saben. La verdad es que cocino para que él lave los platos; si no hunde las manos en la espuma, no se le ocurren historias. En su casa nunca tiene tiempo de lavar nada, pero como cree que me hace un favor, aquí puede divagar frotando la vajilla; sólo así se relaja y luego escribe algo. La cena no salió bien, pero había que ensuciar los platos para Juan".
Fue incómodo oír una revelación tan apropiada. Gerardo y los demás amigos aceptaban esa representación para que yo pudiera sentirme útil ante la espuma que tanto me convenía.
Hubiera podido responderles que también Gerardo requería de apoyo y que todo empezó por su arriesgado uso del orégano. Pero hay malentendidos que no vale la pena esclarecer.
Regresé a la cocina, acaricié un plato en forma circular, y se me ocurrió una historia.
kikka-roja.blogspot.com/
Cada tanto, mi tío recibía la visita de un hombre ya entrado en la cuarentena. Lo llamaba "El Muchacho" porque lo conocía de tiempo atrás, cuando fue su alumno en la escuela de los jesuitas. Después de un saludo breve, casi áspero, el visitante recorría las habitaciones. "Viene a robar libros", murmuraba mi tío.
Aunque la biblioteca no ostentaba los selectos excesos de un coleccionista, revelaba una interesante pasión por el amontonamiento. Me sorprendió que mi tío se prestara a ese despojo. "No te preocupes por esos libros", me explicó una tarde en que El Muchacho salía con la camisa abultada por un tomo: "Cuando voy a su casa, me los 'robo' de regreso".
La relación con su ex alumno se basaba en esos curiosos ajustes de cuentas. Le pregunté si no había sentido la tentación de sustraer algún volumen de más en la otra biblioteca. "Es posible, pero no me he dado cuenta", fue su enigmática respuesta.
El Muchacho y mi tío se hubieran aburrido prestándose libros. Durante años perfeccionaron una complicidad basada en una regulada desconfianza. Se necesitaban para saquearse, sabiendo que al final quedarían a mano. Cada libro tomado en sigilo compensaba un hurto anterior.
A veces las buenas relaciones prosperan gracias a acuerdos nunca dichos o a extraños malentendidos. Cuando El Muchacho se atrevió a tomar la edición original de En busca del tiempo perdido, mi tío se sintió autorizado a hacerse de Las mil y una noches, en la traducción inglesa de Burton. Ambos consideraban abusivo quedarse durante meses con unas obras tan valiosas, pero habían encontrado la forma de que eso fuera no sólo tolerable, sino divertido.
Sellar un pacto de ese tipo depende de impulsos y reacciones que no siempre se advierten. Desde hace años, mi amigo Gerardo inventa guisos con los que pone a prueba el apetito e incluso el carácter de sus amigos. Es demasiado intrépido para calificar como buen o mal cocinero. Si un platillo le queda bien, significa que algo se tostó por accidente.
Nada de esto sería importante si Gerardo se tomara su pasatiempo a la ligera. La ilusión con que prepara sus platillos es muy superior al resultado. "¿Les gustó?", pregunta con la cándida temeridad de un vanguardista ante la crítica.
No necesito decir que algunas sobremesas han sido psicodramas. Una noche, la salvaje administración del wasabi confirmó la tendencia de Chacho a perder el control. Para cambiar de tema, uno de los presentes recordó extrañas virtudes del anfitrión, como la tarde en que se cayó de un pirul tratando de rescatar el periquito australiano de los vecinos.
Para no discutir esa indescifrable gastronomía, me acostumbré a lavar los platos mientras los demás hablaban de tomillo y pizcas de canela.
El contacto con la espuma y la caricia circular de la loza me permiten divagar. Antes de tener lavavajillas, Gerardo agradecía el gesto como una ayuda práctica. Luego lo tomó como un respaldo emocional a su incierta aventura de cocinero. Al menos así me lo pareció.
Una vez insistió en cocinar en mi casa, y también ahí lavé los platos (tardándome más de la cuenta porque no sabía dónde estaba el estropajo).
Cuando una actividad se convierte en ritual no requiere de justificación para repetirse. Las cenas con Gerardo implican que yo recoja los platos y me aparte a mi cita con la espuma.
Mi amigo ideó un guiso hace unas semanas. La comida no impidió que el afecto circulara como el vino. Al terminar, fui a la cocina donde me muevo con familiaridad. De inmediato detecté otro detergente. Esto no alteró mi rutina. Sin embargo, mientras frotaba la vajilla, tuve un pensamiento innoble. Me sentí un gran amigo, orgulloso de apoyar la torpe afición de Gerardo con mi tarea de lavaplatos. Pero esta vanidad se eclipsó de golpe. Algo me hizo asomarme al comedor, donde los otros conversaban.
Gerardo veía el techo, como un ornitólogo que distingue plumas raras, y comentaba: "Juan es un poco loco, ya lo saben. La verdad es que cocino para que él lave los platos; si no hunde las manos en la espuma, no se le ocurren historias. En su casa nunca tiene tiempo de lavar nada, pero como cree que me hace un favor, aquí puede divagar frotando la vajilla; sólo así se relaja y luego escribe algo. La cena no salió bien, pero había que ensuciar los platos para Juan".
Fue incómodo oír una revelación tan apropiada. Gerardo y los demás amigos aceptaban esa representación para que yo pudiera sentirme útil ante la espuma que tanto me convenía.
Hubiera podido responderles que también Gerardo requería de apoyo y que todo empezó por su arriesgado uso del orégano. Pero hay malentendidos que no vale la pena esclarecer.
Regresé a la cocina, acaricié un plato en forma circular, y se me ocurrió una historia.
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