lajornada
Como podía preverse desde días antes, el encuentro en Guadalajara entre el primer ministro canadiense, Stephen Harper, y los jefes de Estado de Estados Unidos y México, Barack Obama y Felipe Calderón, fue un ritual protocolario en el que los temas fundamentales para los tres países estuvieron fuera de las mesas de conversación o bien fueron eludidos en sus aspectos centrales.
En la agenda trilateral de seguridad no fue posible transitar de las lógicas de la era de Bush a lo que se supondría el espíritu de la administración Obama. En el ámbito económico no hubo planteamientos específicos para utilizar los mecanismos de la alianza de los tres países con el propósito de lograr una reactivación regional que permita superar o cuando menos paliar los efectos de la crisis global actual. En el terreno migratorio, el premier canadiense no movió un milímetro la draconiana decisión de su gobierno de imponer visas a los viajeros mexicanos, el presidente estadunidense ofreció lograr un acuerdo migratorio en los próximos meses, pero se trató de una promesa con la carga de ambigüedad característica de las que formularon sus antecesores en el cargo, y el titular del Ejecutivo federal mexicano, Felipe Calderón, mantuvo una actitud tibia y poco comprometida en la defensa de los trabajadores mexicanos, de sus derechos y de sus garantías individuales.
De la misma manera, la situación catastrófica de esos derechos y garantías en México –documentada en forma precisa y detallada por organismos humanitarios nacionales e internacionales– mereció de los jefes de Estado mexicano y estadunidense una simple negación de la realidad: las violaciones a los derechos humanos no existen, dijo en suma Calderón, y Obama manifestó una enorme confianza en el primero en esa materia.
Por lo que se refiere a los asuntos hemisféricos, se había generado cierta expectativa de que el gobernante mexicano conseguiría un mayor compromiso de su homólogo estadunidense para resolver la crisis política creada por el golpe de Estado en Honduras y por la consecuente interrupción de la normalidad democrática e institucional en ese país. La esperanza resultó también defraudada por el giro novedoso e inteligente con que Obama se desentendió de la responsabilidad que corresponde a su gobierno ante el cuartelazo y la instauración de un régimen espurio en ese país centroamericano: Quienes afirman que Estados Unidos no ha intervenido lo suficiente son los mismos que aseguran que siempre estamos interviniendo y que los yanquis deben salir de Latinoamérica, y no es posible tener las dos cosas, formuló Obama, y fue reforzado por Calderón, quien dijo que el ocupante de la Casa Blanca no tendría por qué convertirse en el gran solucionador de la situación hondureña.
Tales aseveraciones pasan por alto dos datos precisos: el respaldo que han venido recibiendo los gobiernos hondureños de estamentos del poder público y empresarial de Estados Unidos, por una parte, y, por la otra, la responsabilidad histórica de la superpotencia en la conformación de un poder oligárquico cívico-militar en la nación centroamericana. No es ningún secreto que sectores militares y diplomáticos de Washington han ejercido una influencia determinante para impedir un trato severo a los golpistas, cuyo aparato militar y represivo, por lo demás, no podría subsistir sin la ayuda estadunidense. Obama debe saber que la verdadera no intervención en esta circunstancia consistiría en suspender de tajo la asistencia militar y los contactos con quienes violentaron el orden democrático hondureño, y que si su gobierno procediera de esa forma, el régimen espurio de Tegucigalpa no podría mantenerse más que unos cuantos días.
La brillante falacia expresada por Obama en Guadalajara hace pensar que su gobierno tomó ya la decisión de tolerar a los golpistas hondureños, aunque sin otorgarles reconocimiento, y permitirles que el poder fáctico se mantenga hasta una fecha electoral que, a estas alturas, ha perdido toda significación democrática. De esa manera, Washington se situaría en el mejor de los mundos posibles: eludiría el riesgo de ser acusado por hacer alianzas con gorilatos impresentables y obsoletos y, al mismo tiempo, dejaría fuera de lugar al movimiento popular que se ha ido organizando en Honduras en torno a la reivindicación del regreso del presidente constitucional, Manuel Zelaya, al cargo. De ser cierta tal hipótesis, habría que dar por infundadas las esperanzas de que la llegada de Obama a la presidencia estadunidense generaría un viraje en la política tradicional de la superpotencia hacia América Latina.
kikka-roja.blogspot.com/
En la agenda trilateral de seguridad no fue posible transitar de las lógicas de la era de Bush a lo que se supondría el espíritu de la administración Obama. En el ámbito económico no hubo planteamientos específicos para utilizar los mecanismos de la alianza de los tres países con el propósito de lograr una reactivación regional que permita superar o cuando menos paliar los efectos de la crisis global actual. En el terreno migratorio, el premier canadiense no movió un milímetro la draconiana decisión de su gobierno de imponer visas a los viajeros mexicanos, el presidente estadunidense ofreció lograr un acuerdo migratorio en los próximos meses, pero se trató de una promesa con la carga de ambigüedad característica de las que formularon sus antecesores en el cargo, y el titular del Ejecutivo federal mexicano, Felipe Calderón, mantuvo una actitud tibia y poco comprometida en la defensa de los trabajadores mexicanos, de sus derechos y de sus garantías individuales.
De la misma manera, la situación catastrófica de esos derechos y garantías en México –documentada en forma precisa y detallada por organismos humanitarios nacionales e internacionales– mereció de los jefes de Estado mexicano y estadunidense una simple negación de la realidad: las violaciones a los derechos humanos no existen, dijo en suma Calderón, y Obama manifestó una enorme confianza en el primero en esa materia.
Por lo que se refiere a los asuntos hemisféricos, se había generado cierta expectativa de que el gobernante mexicano conseguiría un mayor compromiso de su homólogo estadunidense para resolver la crisis política creada por el golpe de Estado en Honduras y por la consecuente interrupción de la normalidad democrática e institucional en ese país. La esperanza resultó también defraudada por el giro novedoso e inteligente con que Obama se desentendió de la responsabilidad que corresponde a su gobierno ante el cuartelazo y la instauración de un régimen espurio en ese país centroamericano: Quienes afirman que Estados Unidos no ha intervenido lo suficiente son los mismos que aseguran que siempre estamos interviniendo y que los yanquis deben salir de Latinoamérica, y no es posible tener las dos cosas, formuló Obama, y fue reforzado por Calderón, quien dijo que el ocupante de la Casa Blanca no tendría por qué convertirse en el gran solucionador de la situación hondureña.
Tales aseveraciones pasan por alto dos datos precisos: el respaldo que han venido recibiendo los gobiernos hondureños de estamentos del poder público y empresarial de Estados Unidos, por una parte, y, por la otra, la responsabilidad histórica de la superpotencia en la conformación de un poder oligárquico cívico-militar en la nación centroamericana. No es ningún secreto que sectores militares y diplomáticos de Washington han ejercido una influencia determinante para impedir un trato severo a los golpistas, cuyo aparato militar y represivo, por lo demás, no podría subsistir sin la ayuda estadunidense. Obama debe saber que la verdadera no intervención en esta circunstancia consistiría en suspender de tajo la asistencia militar y los contactos con quienes violentaron el orden democrático hondureño, y que si su gobierno procediera de esa forma, el régimen espurio de Tegucigalpa no podría mantenerse más que unos cuantos días.
La brillante falacia expresada por Obama en Guadalajara hace pensar que su gobierno tomó ya la decisión de tolerar a los golpistas hondureños, aunque sin otorgarles reconocimiento, y permitirles que el poder fáctico se mantenga hasta una fecha electoral que, a estas alturas, ha perdido toda significación democrática. De esa manera, Washington se situaría en el mejor de los mundos posibles: eludiría el riesgo de ser acusado por hacer alianzas con gorilatos impresentables y obsoletos y, al mismo tiempo, dejaría fuera de lugar al movimiento popular que se ha ido organizando en Honduras en torno a la reivindicación del regreso del presidente constitucional, Manuel Zelaya, al cargo. De ser cierta tal hipótesis, habría que dar por infundadas las esperanzas de que la llegada de Obama a la presidencia estadunidense generaría un viraje en la política tradicional de la superpotencia hacia América Latina.
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