Agustín Basave
27-Jul-2009
México es un país habitado por una mayoría mestiza. En el mestizaje cultural reside el germen de nuestra identidad y nuestra grandeza, aunque les pese a algunos multiculturalistas. Es autodenigrante que nuestra televisión y nuestros referentes sociales privilegien, a veces más que los europeos o los estadunidenses, arquetipos de minorías.
En México el criollo es rico y el indomestizo es pobre. Si observamos nuestra pirámide social podemos apreciar la correlación: el vértice lo monopolizan los mexicanos de raza blanca, cuyo número disminuye conforme baja el ingreso en la misma proporción en que aumenta, hasta colmar la base, el de los mexicanos morenos. Quien niega esta realidad aduciendo la dificultad de distinguir unos de otros se engaña a sí mismo. Es evidente que en las élites partidistas, empresariales y hasta sindicales predomina el criollaje. El fenómeno es un poco menos obvio en la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, en la cúpula militar, porque afortunadamente nuestras Fuerzas Armadas no tienen la raigambre aristocrática de otros ejércitos latinoamericanos. Pero aun en esas dos instituciones las excepciones confirman la regla. Aunque nos moleste aceptarlo, aunque consideremos políticamente incorrecto decirlo, en México hay racismo.
Ahora bien, denunciarlo presupone demostrar que aquí la pigmentación cutánea y la fisonomía inciden en el ascenso social. Y es que habrá quien argumente que las causas de la segregación mexicana son meramente históricas, que desde 1521 los españoles acapararon la riqueza y marginaron a los indios y que la dinámica de dominación y explotación arrojó a los mestizos del lado de los perdedores y perpetuó la división étnico económica. El argumento es endeble, sin embargo, porque lo que distingue a una sociedad de clases de una estructura de castas es precisamente la capilaridad. En cualquier país capitalista es difícil que una persona nazca pobre y muera rica, pero la dificultad es menor si no hay barreras de discriminación racial que desnivelen más la cancha de las oportunidades. Y yo creo que es evidente que en México los indomestizos, por el solo hecho de serlo, tienen una desventaja que los criollos sólo experimentamos las pocas veces que nos toca padecer la otra cara de la moneda racista.
Podría decirse que algo similar ocurre en Estados Unidos y en Europa, y es verdad. La diferencia es que allá, además de pobres negros, asiáticos o latinos, hay muchos pobres blancos; de hecho hay ocasiones en que la única forma de distinguir en un restaurante caro a un mesero de un comensal es la ropa que uno y otro traen puesta. Aquí no. Cuéntense en los comederos elegantes de México los clientes mestizos y los empleados criollos, o cuéntense en los barrios proletarios a los vecinos criollos y en las colonias de lujo a los residentes mestizos. Sobran dedos de la mano. Y el ejercicio puede realizarse en cualquier ciudad del país, porque la migración ha borrado la supuesta diferencia entre el México conquistado del sur y el México colonizado de norte.
Entre muchos mexicanos la palabra “indio” sigue siendo un insulto, sinónimo de hombre incivilizado o tonto. Las etimologías del vocablo “naco” están asociadas al mundo prehispánico. Y en la sexualidad, nuestros paradigmas estéticos son mediterráneos o nórdicos, no mestizoamericanos. Cuando la soberbia ignara lleva a decir que una mujer “tiene tipo corriente” o “parece sirvienta” quiere decirse que posee facciones indígenas, y si se califica a un hombre como “distinguido” es porque tiene rasgos norteamericanos o europeos. Peor aún, en la advertencia a quienes buscan ciertos empleos —“se requiere buena presentación”— el mensaje implícito es que a mayor aspecto caucásico mayores probabilidades de obtener el trabajo. Y qué decir de aquellos letreros de “nos reservamos el derecho de admisión” que se despliegan en centros nocturnos; pregúntese en corto a quienes aplican el filtro si el color de tez de los candidatos a entrar influye o no en su criterio.
Conste que hablo de un mal de muchos. He aquí lo más grave de nuestro racismo: ya no sólo se incuba sólo en la minoría criolla sino incluso dentro de la mismísima mayoría mestiza, lo cual explica nuestro complejo de inferioridad. Que un criollo celebre a un inmigrante por su blancura y no por sus cualidades aduciendo que “hay que mejorar la raza” es una señal de imbecilidad, pero que lo haga un mestizo es un síntoma de degradación social. Y eso sucede con mayor o menor disimulo. Se trata de una interpretación de la realidad que se ha popularizado: aunque la historia oficial exalta al indio muerto por el esplendor de sus civilizaciones, las reglas del social-climbing vilipendian al indio vivo por su miseria. Se ha inculcado así en algunos mestizos una pulsión aspiracional que los hace soñar no sólo con ganar más dinero sino también con blanquear su descendencia, como algunos orientales anhelan operarse sus ojos rasgados para parecer occidentales. Si eso no es un instinto autodestructivo, no sé qué sea.
México es un país habitado por una mayoría mestiza. En el mestizaje cultural reside el germen de nuestra identidad y de nuestra grandeza, aunque les pese a algunos multiculturalistas. Es autodenigrante que nuestra televisión y nuestros referentes sociales privilegien, a veces más que los europeos o los norteamericanos, arquetipos de minorías, y es absurdo que haya quien piense que la población criolla es más bella o inteligente que la indomestiza. Hace más de medio siglo se superaron las falacias de que la raza es la variable que determina el progreso humano y de que hay grupos raciales superiores e inferiores. Mientras persistan entre nosotros esos prejuicios y nos empeñemos en mantenerlos como el secreto mejor guardado vamos a alentar el suicidio nacional. La solución es resolver nuestra crisis identitaria y cimentar la autoestima de nuestro pueblo mediante la educación, la formal y la informal. Sólo así podremos acabar de una vez por todas con el racismo mexicano.
En México el criollo es rico y el indomestizo es pobre. Si observamos nuestra pirámide social podemos apreciar la correlación: el vértice lo monopolizan los mexicanos de raza blanca, cuyo número disminuye conforme baja el ingreso en la misma proporción en que aumenta, hasta colmar la base, el de los mexicanos morenos. Quien niega esta realidad aduciendo la dificultad de distinguir unos de otros se engaña a sí mismo. Es evidente que en las élites partidistas, empresariales y hasta sindicales predomina el criollaje. El fenómeno es un poco menos obvio en la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, en la cúpula militar, porque afortunadamente nuestras Fuerzas Armadas no tienen la raigambre aristocrática de otros ejércitos latinoamericanos. Pero aun en esas dos instituciones las excepciones confirman la regla. Aunque nos moleste aceptarlo, aunque consideremos políticamente incorrecto decirlo, en México hay racismo.
Ahora bien, denunciarlo presupone demostrar que aquí la pigmentación cutánea y la fisonomía inciden en el ascenso social. Y es que habrá quien argumente que las causas de la segregación mexicana son meramente históricas, que desde 1521 los españoles acapararon la riqueza y marginaron a los indios y que la dinámica de dominación y explotación arrojó a los mestizos del lado de los perdedores y perpetuó la división étnico económica. El argumento es endeble, sin embargo, porque lo que distingue a una sociedad de clases de una estructura de castas es precisamente la capilaridad. En cualquier país capitalista es difícil que una persona nazca pobre y muera rica, pero la dificultad es menor si no hay barreras de discriminación racial que desnivelen más la cancha de las oportunidades. Y yo creo que es evidente que en México los indomestizos, por el solo hecho de serlo, tienen una desventaja que los criollos sólo experimentamos las pocas veces que nos toca padecer la otra cara de la moneda racista.
Podría decirse que algo similar ocurre en Estados Unidos y en Europa, y es verdad. La diferencia es que allá, además de pobres negros, asiáticos o latinos, hay muchos pobres blancos; de hecho hay ocasiones en que la única forma de distinguir en un restaurante caro a un mesero de un comensal es la ropa que uno y otro traen puesta. Aquí no. Cuéntense en los comederos elegantes de México los clientes mestizos y los empleados criollos, o cuéntense en los barrios proletarios a los vecinos criollos y en las colonias de lujo a los residentes mestizos. Sobran dedos de la mano. Y el ejercicio puede realizarse en cualquier ciudad del país, porque la migración ha borrado la supuesta diferencia entre el México conquistado del sur y el México colonizado de norte.
Entre muchos mexicanos la palabra “indio” sigue siendo un insulto, sinónimo de hombre incivilizado o tonto. Las etimologías del vocablo “naco” están asociadas al mundo prehispánico. Y en la sexualidad, nuestros paradigmas estéticos son mediterráneos o nórdicos, no mestizoamericanos. Cuando la soberbia ignara lleva a decir que una mujer “tiene tipo corriente” o “parece sirvienta” quiere decirse que posee facciones indígenas, y si se califica a un hombre como “distinguido” es porque tiene rasgos norteamericanos o europeos. Peor aún, en la advertencia a quienes buscan ciertos empleos —“se requiere buena presentación”— el mensaje implícito es que a mayor aspecto caucásico mayores probabilidades de obtener el trabajo. Y qué decir de aquellos letreros de “nos reservamos el derecho de admisión” que se despliegan en centros nocturnos; pregúntese en corto a quienes aplican el filtro si el color de tez de los candidatos a entrar influye o no en su criterio.
Conste que hablo de un mal de muchos. He aquí lo más grave de nuestro racismo: ya no sólo se incuba sólo en la minoría criolla sino incluso dentro de la mismísima mayoría mestiza, lo cual explica nuestro complejo de inferioridad. Que un criollo celebre a un inmigrante por su blancura y no por sus cualidades aduciendo que “hay que mejorar la raza” es una señal de imbecilidad, pero que lo haga un mestizo es un síntoma de degradación social. Y eso sucede con mayor o menor disimulo. Se trata de una interpretación de la realidad que se ha popularizado: aunque la historia oficial exalta al indio muerto por el esplendor de sus civilizaciones, las reglas del social-climbing vilipendian al indio vivo por su miseria. Se ha inculcado así en algunos mestizos una pulsión aspiracional que los hace soñar no sólo con ganar más dinero sino también con blanquear su descendencia, como algunos orientales anhelan operarse sus ojos rasgados para parecer occidentales. Si eso no es un instinto autodestructivo, no sé qué sea.
México es un país habitado por una mayoría mestiza. En el mestizaje cultural reside el germen de nuestra identidad y de nuestra grandeza, aunque les pese a algunos multiculturalistas. Es autodenigrante que nuestra televisión y nuestros referentes sociales privilegien, a veces más que los europeos o los norteamericanos, arquetipos de minorías, y es absurdo que haya quien piense que la población criolla es más bella o inteligente que la indomestiza. Hace más de medio siglo se superaron las falacias de que la raza es la variable que determina el progreso humano y de que hay grupos raciales superiores e inferiores. Mientras persistan entre nosotros esos prejuicios y nos empeñemos en mantenerlos como el secreto mejor guardado vamos a alentar el suicidio nacional. La solución es resolver nuestra crisis identitaria y cimentar la autoestima de nuestro pueblo mediante la educación, la formal y la informal. Sólo así podremos acabar de una vez por todas con el racismo mexicano.
abasave@prodigy.net.mx
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