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lunes, 24 de agosto de 2009

Que México se llame México: Agustín Basave

Que México se llame México
Agustín Basave
24-Ago-2009
El nombre no escrito de esta patria o filia nuestra debe ser su nombre escrito. Los mexicanos no la identificamos como Estados Unidos Mexicanos, sino como México. Si hemos elevado tantas cosas irreales a rango constitucional, ¿por qué no habríamos de constitucionalizar esta realidad?

Para Omar, para Pablo y para los doctores Echevarría, Madrazo y Serrano, junto con el muchas veces heroico personal del Hospital de Especialidades del Centro Médico Nacional Siglo XXI del IMSS.

¿Usted le pondría a su hijo el nombre de un vecino? Yo no. Y no es que no haya tenido buenos compañeros de condominio, sino que no he desarrollado a ese grado la amistad con ninguno de ellos. Me parece improbable, de hecho, que se geste un compadrazgo entre dos personas que comparten las mismas áreas comunes y se disputan los mismos espacios de estacionamiento o distintos tiempos de fiesta y silencio. Ese tipo de convivencia no es fácil. Y no se diga cuando el vecino es más rico y poderoso y le arrebató a la mala la mitad de su terreno y varias veces se ha inmiscuido en sus asuntos familiares. Permítame preguntarle: si usted estuviera en esa situación y antes de que el ricachón de la colonia se volviera agresivo hubiera bautizado al primogénito en su honor, ¿desearía cambiarle el nombre después de padecer sus abusos?

Recurro a este símil a falta de uno mejor. Y es que nuestro país se llama oficialmente Estados Unidos Mexicanos porque cuando se elaboró la Constitución de 1824 era incontrastable la admiración por nuestro vecino del norte: los Estados Unidos de América era el país más pujante, más progresista, más próspero del continente, el primero que había obtenido su independencia y el que deslumbraba con su ejemplo republicano, liberal y federalista. Y justamente por esto último, por ese federalismo que como bien dijo fray Servando Teresa de Mier imitamos extralógicamente, la mayoría de los constituyentes eligieron el nombre de pila de “Estados Unidos” seguido del apellido “Mexicanos”. Después de todo, Miguel Ramos Arizpe y sus correligionarios eran mayoría y aseguraban que la naciente república era producto de un pacto federal como el de los gringos, aunque fray Servando gritara a los cuatro vientos que las circunstancias eran opuestas: allá trece colonias habían acordado unirse en un todo, y acá un todo se partía en muchos estados por la voluntad del centro.

El hecho es que así le pusieron a la criatura y así se sigue llamando. Y dicho sea de paso, si bien tengo algunas dudas sobre la pertinencia de la analogía del vecino, la del hijo me parece incuestionable. Porque siempre he sostenido que los mexicanos debemos ver a nuestro país más como nuestra filia que como nuestra patria, y que en consecuencia el sentimiento que debe movernos es el filiotismo más que el patriotismo; nuestro amor por México tiene que parecerse más al que un padre siente por su hijo, lo que quiere decir dar más que recibir, cuidar más que ser cuidados, educar más que ser educados, que es como los ciudadanos de una nación adolescente hemos de tratarla. Pues bien, resulta que a nuestra filia le hemos llamado siempre por una suerte de sobrenombre que deriva de su apellido constitucional. No le decimos Estados Unidos Mexicanos, sino México. Así la conocemos todos, dentro y fuera del país, y así nos referimos siempre a ella. El apelativo oficial solamente se usa en la papelería del gobierno. Y sin embargo, cuando un grupo de diputados de varios partidos sugirió en 1993 que se oficializara lo extraoficial, se suscitó un inmediato rechazo en el Congreso. Poco faltó para que se calificara de sacrilegio semejante pretensión. ¡Era inadmisible que alguien se atreviera a insinuar siquiera el cambio de nombre del país! ¿Quién rayos quería que México se llamara México?

Yo no soy antiyanqui. Es más, el hecho de que nuestro gentilicio pudiera ser estadunidenses-mexicanos por habernos copiado del vecino me molesta por la copia más que por el copiado. Lo que me mueve a pedir la modificación legal del nombre de nuestro país es el rechazo a la imitación, provenga de donde provenga. Pienso que las grandes civilizaciones nacen de la originalidad, que como diría Dostoievski una nación no puede existir sin una idea sublime y que ninguna sociedad puede engrandecerse sin una nueva cosmovisión y un proyecto civilizatorio propio. A esta idea la denominé filoneísmo hace muchos años en estas mismas páginas de Excélsior. Acuñé este neologismo la palabra que existe en el Diccionario de la Real Academia es el antónimo: misoneísmo en referencia a la búsqueda de lo nuevo, de la invención, de la creatividad. Estoy convencido de que sólo quienes conciben su propia cima de grandeza pueden aspirar a escalarla. Quienes se dedican a imitar, a seguir la estela de los poderosos, no trascienden el subdesarrollo y la mediocridad. Por eso aspiro a que mi país sea almácigo de innovación. Y por eso propongo que empecemos por el principio.

México debe llamarse México. El nombre no escrito de esta patria o filia nuestra debe ser su nombre escrito. Los mexicanos no la identificamos como Estados Unidos Mexicanos, sino como México. Así conocemos a la raíz nominal de nuestra identidad nacional. Si hemos elevado tantas cosas irreales a rango constitucional, ¿por qué no habríamos de constitucionalizar esta realidad? Alguien me dirá que hay varios cambios más trascendentales y urgentes que ése, y yo contestaré que estoy de acuerdo: lo son una reforma del Estado, una reforma fiscal, una reforma para crear un seguro de desempleo y un sistema de salud universal, una reforma educativa y varias reformas más. Pero si desgraciadamente se cumple mi vaticinio de que la Legislatura entrante no va a tener incentivos para acordar ninguna reforma de gran calado, si no vamos a ver transformaciones profundas y significativas, ¿por qué no poner este punto en la agenda? Con suerte en los próximos tres años al menos eso podría legislarse, ¿no cree usted?

abasave@prodigy.net.mx

kikka-roja.blogspot.com/

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