lajornada
La cantidad, la frecuencia y la diversidad de homicidios violentos que tienen lugar en el país alcanzan ya el ritmo de bajas de una guerra. A las tradicionales ejecuciones y a los levantones entre sicarios de cárteles rivales se han ido sumando los enfrentamientos en escala cada vez mayor, y con armas cada vez más pesadas, entre grupos de la delincuencia organizada y efectivos policiales y militares. Los ajustes de cuentas dejan, con frecuencia, decenas de cadáveres; por si no bastara, en semanas recientes se han cometido atentados criminales contra políticos en activo: el presidente del Congreso de Guerrero, Armando Chavarría Barrera, fue asesinado en Chilpancingo el pasado 20 de agosto; una semana después, el dirigente barzonista Maximiano Barbosa y su hijo resultaron gravemente heridos en un ataque a balazos ocurrido en Jalisco. Este sábado, en un hecho particularmente atroz, fueron asesinados en Tabasco el candidato priísta a diputado José Francisco Fuentes Esperón; su esposa, Lilián Argüelles Beltrán y los hijos de ambos, José Francisco y Fernando, de 10 y ocho años, respectivamente, en una jornada en la que ocurrieron en el país otros 31 homicidios violentos atribuidos al crimen organizado.
No son ésas las únicas vertientes de la extrema inseguridad que se ha abatido sobre la población. Las organizaciones defensoras de derechos humanos han señalado la persistencia, e incluso la intensificación, de la violencia que se aplica desde instancias del poder público –federal y estatales– contra luchadores sociales y activistas políticos, violencia que en no pocas ocasiones desemboca en nuevas desapariciones forzadas y en asesinatos; que pasa por la fabricación de delitos contra inocentes, que implica la persistencia de la tortura y de toda suerte de atropellos.
A lo anterior ha de sumarse el impacto acumulado de los secuestros, práctica delictiva que no ceja a pesar del notorio incremento de anuncios oficiales sobre detenciones de plagiarios y desmantelamientos de bandas de secuestradores, y de una delincuencia común cuyos ataques más frecuentes –asaltos a mano armada, robos de vehículos, incursiones en casas habitación– sólo adquieren cierta relevancia noticiosa cuando la o las víctimas resultan muertas en la agresión, o cuando se trata de personajes prominentes de la vida pública.
Ante esta realidad, poco consuelo aportan los cotejos autocomplacientes frente a los índices delictivos de otros países, los anuncios de que las autoridades están ganando la guerra o, peor, las fantasías de que la generalización y la profundización de la violencia son consecuencia de la desesperación de los criminales ante el accionar, pretendidamente eficaz, de las fuerzas públicas. Las cifras de muertes en México equivalen a las de un país en guerra. La diferencia es que aquí casi nadie parece tener claro de qué guerra se trata, cuáles son los bandos reales en pugna y qué pretenden. Para colmo, el jugueteo del discurso oficial con la fraseología militar lleva implícita la apreciación de que la delincuencia organizada no es un complejo –y sin duda indeseable– fenómeno social, sino un enemigo a exterminar, lo que contradice principios básicos del sistema jurídico mexicano, según los cuales los delincuentes no son carne de exterminio,, sino individuos que deben ser capturados, imputados y puestos a disposición de tribunales regulares.
Sea como fuere, la población empieza a habituarse a las expresiones más salvajes de la violencia –o, mejor dicho, de las diferentes violencias–, lo cual no puede considerarse precisamente como un logro de las autoridades. Por el contrario, una de las responsabilidades básicas de cualquier gobierno es garantizar el derecho de todos sus ciudadanos a la vida y a la integridad física, y en este sentido, resulta inevitable constatar que las autoridades mexicanas de todos los niveles han experimentado un catastrófico fallo en cadena. La moraleja, igualmente inevitable, es que la clase política en su conjunto, y en particular el grupo gobernante, tienen ante sí la obligación de concebir y aplicar nuevas estrategias de seguridad pública, de aplicación de las leyes y de erradicación de la impunidad, porque las que han venido ensayándose resultan llanamente insostenibles.
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No son ésas las únicas vertientes de la extrema inseguridad que se ha abatido sobre la población. Las organizaciones defensoras de derechos humanos han señalado la persistencia, e incluso la intensificación, de la violencia que se aplica desde instancias del poder público –federal y estatales– contra luchadores sociales y activistas políticos, violencia que en no pocas ocasiones desemboca en nuevas desapariciones forzadas y en asesinatos; que pasa por la fabricación de delitos contra inocentes, que implica la persistencia de la tortura y de toda suerte de atropellos.
A lo anterior ha de sumarse el impacto acumulado de los secuestros, práctica delictiva que no ceja a pesar del notorio incremento de anuncios oficiales sobre detenciones de plagiarios y desmantelamientos de bandas de secuestradores, y de una delincuencia común cuyos ataques más frecuentes –asaltos a mano armada, robos de vehículos, incursiones en casas habitación– sólo adquieren cierta relevancia noticiosa cuando la o las víctimas resultan muertas en la agresión, o cuando se trata de personajes prominentes de la vida pública.
Ante esta realidad, poco consuelo aportan los cotejos autocomplacientes frente a los índices delictivos de otros países, los anuncios de que las autoridades están ganando la guerra o, peor, las fantasías de que la generalización y la profundización de la violencia son consecuencia de la desesperación de los criminales ante el accionar, pretendidamente eficaz, de las fuerzas públicas. Las cifras de muertes en México equivalen a las de un país en guerra. La diferencia es que aquí casi nadie parece tener claro de qué guerra se trata, cuáles son los bandos reales en pugna y qué pretenden. Para colmo, el jugueteo del discurso oficial con la fraseología militar lleva implícita la apreciación de que la delincuencia organizada no es un complejo –y sin duda indeseable– fenómeno social, sino un enemigo a exterminar, lo que contradice principios básicos del sistema jurídico mexicano, según los cuales los delincuentes no son carne de exterminio,, sino individuos que deben ser capturados, imputados y puestos a disposición de tribunales regulares.
Sea como fuere, la población empieza a habituarse a las expresiones más salvajes de la violencia –o, mejor dicho, de las diferentes violencias–, lo cual no puede considerarse precisamente como un logro de las autoridades. Por el contrario, una de las responsabilidades básicas de cualquier gobierno es garantizar el derecho de todos sus ciudadanos a la vida y a la integridad física, y en este sentido, resulta inevitable constatar que las autoridades mexicanas de todos los niveles han experimentado un catastrófico fallo en cadena. La moraleja, igualmente inevitable, es que la clase política en su conjunto, y en particular el grupo gobernante, tienen ante sí la obligación de concebir y aplicar nuevas estrategias de seguridad pública, de aplicación de las leyes y de erradicación de la impunidad, porque las que han venido ensayándose resultan llanamente insostenibles.
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