Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Hace unos días esta misma columna señalaba la fragilidad del fervor patrio de quien la redacta cada semana. Pero eso no significa que no haga mella en el plexo del aporreateclas el ardoroso antimexicanismo que se profesa actualmente en buena parte de Estados Unidos, país e imperio al que tenemos la mala fortuna de avecindar en su sur y que da una acepción llenecita de incongruencias a la palabra “norte” cuando la pronuncia un mexicano.
Tenemos una peregrina relación los mexicanos con los estadunidenses. Muchos de nosotros sentimos como personal esa larga colección de agravios sufridos por México ante el apetito territorial y energético –y drogadicto– de los pobladores del país al norte nuestro (decirles “vecinos” es concederles una amabilidad que históricamente lejos han estado de mostrar hacia nuestro país, al que sin tapujos llaman y consideran su patio trasero, no sólo como el espacio menos interesante de una propiedad, sino con esa connotación claramente peyorativa del rincón a donde invariablemente van a parar refrigeradores descompuestos, llantas usadas, el esqueleto de los colchones, o donde languidece una chatarra que alguna vez fue automóvil: un peldaño apenas arriba del simple tiradero de basura). Los últimos años hemos sido víctimas y testigos de un creciente sentimiento antimexicano en varios de los ámbitos del ideario colectivo estadunidense, desde la creación desbocada y descarada de grupos paramilitares que incentivan el odio racial, como los Minutemen de Arizona y sus símiles de Texas y California, solapados hipócritamente por no pocos funcionarios públicos de ese país, ya locales o federales, hasta campañas de continuo desprecio por los pobladores de México –y de paso del resto de Latinoamérica– en los medios. Figuras de la radio y la televisión, e incluso figurines del mundo de plastilina y cosmético del cine metidos a funcionarios o representantes públicos, como el migrante austríaco Arnold Schwarzenegger, antes héroe de acción y ahora gobernador de California –léase de Hollywood– se encargan de denostar “lo mexicano”, ya con iniciativas públicas, ya con discursos expresamente racistas y de tintes neofascistas, allí los proferidos por comentaristas como Glenn Beck o Rush Limbaugh. Pero suelen callar, o justifican con los más tramposos argumentos, las continuas injusticias cometidas por estadunidenses contra mexicanos. Desde abusos contra migrantes hasta, posiblemente, muchas de las muertas de Juárez. Desde los abusos comerciales de un agro subsidiado contra los campesinos indefensos e inermes de acá, desamparados por un pinche gobierno corrupto, formado por peleles que viven encandilados con la asepsia de algunos barrios estadunidenses, porque allá también hay miseria pero prefieren no darse cuenta. El norte de nuestro país, y más en concreto por los rumbos de Monterrey, está plagado de atildados vendepatrias y sacadólares de ésos.
No hablan tampoco, los antimexicanos, de la ignominia que supone para los derechos humanos levantar unilateralmente un muro separatista para que los migrantes, que viajan hacia allá por hambre, con ganas de hacer algo más en la vida que medrar, no lleguen a la promised land. Da risa –amarga– ver a la secretaria de Estado, a cuya potestad obedecen precisamente las instancias gubernamentales y policíacas que criminalizan la migración en la frontera con nuestro país, ponderar la caída del Muro de Berlín. Muro en el que, por cierto, también trabajaron manos estadunidenses además de alemanas, soviéticas, británicas y francesas. Un gesto, el de la señora Clinton, que pasea incómodo tufo a hipocresía.
Es cierto que hay gente que defiende la causa migratoria en Estados Unidos, pero sería de ciegos no reconocer que el denominador común, sobre todo al sur de su territorio (pero también al norte, o véase cómo se trata a migrantes latinoamericanos en Chicago, Nueva York o Seattle) son claras, contundentes y redivivas muestras de antipatía y clamor de odio racial a nuestros connacionales y hermanos latinoamericanos, particularmente aquellos que son de piel morena, esa hermosa piel morena a la que los gringos racistas desprecian y llaman brown. Y los políticos mexicanos siguen encarnando un disimulo vergonzante. Porque muchos, muchísimos de ellos, sobre todo ahora, con estos malos gobiernos de derechas, son de ésos que siguen encandilados con la gente del norte. Y mejor nos ahorramos esta vez los epítetos lastimosos que los definen y pintan de cuerpo entero y genuflexión rastrera…
kikka-roja.blogspot.com/
Tenemos una peregrina relación los mexicanos con los estadunidenses. Muchos de nosotros sentimos como personal esa larga colección de agravios sufridos por México ante el apetito territorial y energético –y drogadicto– de los pobladores del país al norte nuestro (decirles “vecinos” es concederles una amabilidad que históricamente lejos han estado de mostrar hacia nuestro país, al que sin tapujos llaman y consideran su patio trasero, no sólo como el espacio menos interesante de una propiedad, sino con esa connotación claramente peyorativa del rincón a donde invariablemente van a parar refrigeradores descompuestos, llantas usadas, el esqueleto de los colchones, o donde languidece una chatarra que alguna vez fue automóvil: un peldaño apenas arriba del simple tiradero de basura). Los últimos años hemos sido víctimas y testigos de un creciente sentimiento antimexicano en varios de los ámbitos del ideario colectivo estadunidense, desde la creación desbocada y descarada de grupos paramilitares que incentivan el odio racial, como los Minutemen de Arizona y sus símiles de Texas y California, solapados hipócritamente por no pocos funcionarios públicos de ese país, ya locales o federales, hasta campañas de continuo desprecio por los pobladores de México –y de paso del resto de Latinoamérica– en los medios. Figuras de la radio y la televisión, e incluso figurines del mundo de plastilina y cosmético del cine metidos a funcionarios o representantes públicos, como el migrante austríaco Arnold Schwarzenegger, antes héroe de acción y ahora gobernador de California –léase de Hollywood– se encargan de denostar “lo mexicano”, ya con iniciativas públicas, ya con discursos expresamente racistas y de tintes neofascistas, allí los proferidos por comentaristas como Glenn Beck o Rush Limbaugh. Pero suelen callar, o justifican con los más tramposos argumentos, las continuas injusticias cometidas por estadunidenses contra mexicanos. Desde abusos contra migrantes hasta, posiblemente, muchas de las muertas de Juárez. Desde los abusos comerciales de un agro subsidiado contra los campesinos indefensos e inermes de acá, desamparados por un pinche gobierno corrupto, formado por peleles que viven encandilados con la asepsia de algunos barrios estadunidenses, porque allá también hay miseria pero prefieren no darse cuenta. El norte de nuestro país, y más en concreto por los rumbos de Monterrey, está plagado de atildados vendepatrias y sacadólares de ésos.
No hablan tampoco, los antimexicanos, de la ignominia que supone para los derechos humanos levantar unilateralmente un muro separatista para que los migrantes, que viajan hacia allá por hambre, con ganas de hacer algo más en la vida que medrar, no lleguen a la promised land. Da risa –amarga– ver a la secretaria de Estado, a cuya potestad obedecen precisamente las instancias gubernamentales y policíacas que criminalizan la migración en la frontera con nuestro país, ponderar la caída del Muro de Berlín. Muro en el que, por cierto, también trabajaron manos estadunidenses además de alemanas, soviéticas, británicas y francesas. Un gesto, el de la señora Clinton, que pasea incómodo tufo a hipocresía.
Es cierto que hay gente que defiende la causa migratoria en Estados Unidos, pero sería de ciegos no reconocer que el denominador común, sobre todo al sur de su territorio (pero también al norte, o véase cómo se trata a migrantes latinoamericanos en Chicago, Nueva York o Seattle) son claras, contundentes y redivivas muestras de antipatía y clamor de odio racial a nuestros connacionales y hermanos latinoamericanos, particularmente aquellos que son de piel morena, esa hermosa piel morena a la que los gringos racistas desprecian y llaman brown. Y los políticos mexicanos siguen encarnando un disimulo vergonzante. Porque muchos, muchísimos de ellos, sobre todo ahora, con estos malos gobiernos de derechas, son de ésos que siguen encandilados con la gente del norte. Y mejor nos ahorramos esta vez los epítetos lastimosos que los definen y pintan de cuerpo entero y genuflexión rastrera…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Comentarios. HOLA! deja tu mensaje ...