Agustin Basave
Los mexicanos hemos avanzado en el camino de la transición democrática. Una comparación objetiva del México actual con el de hace 20 o 30 años no deja lugar a dudas: entonces había aún un presidente omnímodo que regía las elecciones por conducto de la Secretaría de Gobernación, controlaba a la mayoría de los legisladores y de los jueces y de los gobernadores y de los medios; ahora los poderes Legislativo y Judicial federales e incluso los Ejecutivos estatales se han convertido en verdaderos contrapesos al poder presidencial, existen órganos electorales autónomos y hay una prensa, una radio y una televisión más libres. Y sin embargo, si nos comparamos con las democracias primermundistas, es igualmente evidente que seguimos rezagados.
Evitemos equívocos: no veo al primer mundo como ejemplo de perfección democrática. En 2011, el año de las rebeliones sociales, hubo abundantes muestras de la atrofia de sus mecanismos de representación. Los “indignados” españoles y el movimiento estadounidense Ocuppy reflejan la desvirtuación de sus élites políticas, que privilegian los grandes intereses económicos sobre los de la sociedad. Se trata de democracias que a menudo actúan como aristocracias en proceso de degeneración a oligarquías y que corren el riesgo de caer en la oclocracia (y que tendrán que reformarse si no quieren hacer realidad el ciclo de Polibio). Lo que ocurre es que, pese a su ostensible sesgo, en esos países los representantes están más cerca de los representados que en el nuestro.
¿Qué nos falta para alcanzarlos? Tres asignaturas, a mi juicio: la democratización regional, la incorporación de la izquierda como opción real de poder y la introducción de instrumentos de democracia participativa. Vamos por partes. Primero: puesto que en el antiguo sistema político mexicano la Presidencia de la República era con mucho la institución más poderosa, nuestra transición se abocó a acotarla y se olvidó de las gubernaturas, que no sólo no se debilitaron sino que acabaron amasando aún más poder al liberarse del único contrapeso que tenían. El resultado es que en los estados se ha reproducido a escala el viejo presidencialismo nacional, y en lugar del presidente-rey hay 31 señores de arca (a veces también horca) y cuchillo capaces de manipular a todos y de no rendirle cuentas a nadie. Por eso suelo decirles a mis alumnos de Ciencia Política que la mejor manera de estudiar nuestro Jurásico Tardío es asomarse al museo que cobra vida en muchos comicios estatales.
Segundo: si democratizar es transitar de la exclusión a la inclusión, tampoco ese paso lo hemos dado cabalmente. Sustituimos un régimen que excluía a todos los partidos menos al PRI con otro que incluye o parece incluir a todos menos al PRD. Y en política lo que parece es: un tercio de los mexicanos sigue creyendo que hubo fraudes en 1988 y 2006, y en ambos la víctima fue el candidato perredista. Cierto, la culpa es de las dos partes, tanto de un establisment miope (que no entiende que al vetar a quien no comulgue con su proyecto neoliberal socava la estabilidad política y la paz social) como de nuestra izquierda democrática (que se rehúsa a tener su Bad Godesberg). Pero más allá de culpabilidades, lo cierto es que hubo sendas campañas para detener a la mala las candidaturas izquierdistas más competitivas que ha habido en el país, y que su electorado lo percibe como prueba de que a la izquierda se le permite llegar a alcaldías y gubernaturas mas no la Presidencia.
Tercero: no hemos contrarrestado la partidocracia. Esto se manifiesta en muchas aberraciones —por ejemplo, la selección de los consejeros del IFE por cuotas partidistas— y se traduce en el reciclaje de políticos corruptos y, a fin de cuentas, en el alejamiento de la gente. Y nuestra sociedad civil no puede jalarle las orejas a los partidos. Porque a diferencia de las potencias democráticas, que padecen la misma enfermedad, nosotros todavía no contamos con el bypass de las candidaturas independientes, la iniciativa ciudadana, el plebiscito y el referéndum. Y sobre todo, porque no tenemos una norma que disminuya los subsidios a las burocracias partidarias en la medida que aumente el voto nulo o la abstención.
Tenemos otros pendientes —en financiamiento, equidad, acceso a medios, transparencia— pero estos tres me parecen los más apremiantes. Es más, me conformaría con empezar con los dos primeros. México es una democracia emergente que ha cruzado el umbral de la libertad, los equilibrios y la alternancia. Pero si la madurez democrática se alcanza cuando esas condiciones se dan en todo el país y cuando nadie gana ni pierde para siempre, nuestra transición está inconclusa. Nos falta impulsar 31 “transicioncitas” estatales (o implantar el centralismo electoral) y elegir a un presidente emanado de la izquierda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Comentarios. HOLA! deja tu mensaje ...