EDITORIAL
Sería improcedente, pues, atribuir toda la responsabilidad del desaseo administrativo imperante al gobierno calderonista; es preciso señalar, sin embargo, que este desaseo se ha venido incrementando sexenio tras sexenio, independientemente del relevo de siglas y colores que tuvo lugar en el Ejecutivo federal en 2000, y que al fin de cada administración la sociedad ha podido descubrir, exasperada e impotente, indicios de una corrupción monumental e inocultable; por norma, tales hallazgos van seguidos de la ubicación, por parte del gobierno siguiente, de algunos chivos expiatorios que son procesados penalmente en el contexto de una política de control de daños y por la exoneración de la mayor parte de las corruptelas e irregularidades.
La actual administración federal es ejemplo claro de este comportamiento: desde mediados del sexenio foxista surgieron pistas que hacían presumir una vasta suciedad administrativa en el entorno presidencial, que hacía imperativa una investigación a fondo; sin embargo, el calderonismo optó por hacerse de la vista gorda ante las masivas sospechas y por abstenerse de cumplir con su obligación de emprender una pesquisa de oficio; con ello, quedó inexorablemente vinculado a su antecesor y amplios sectores de la opinión pública piensan que entre el guanajuatense y el michoacano se estableció un intercambio ilegítimo de favores: la indebida injerencia presidencial en el proceso electoral para favorecer al candidato oficial y perjudicar a su competidor principal, a cambio de que el sucesor se abstuviera, una vez asumido el cargo, de hurgar en las irregularidades del foxismo.
Los señalamientos expresados ayer por González de Aragón indican claramente que nada ha cambiado en materia de corrupción oficial en lo que va del presente régimen. El auditor dispone de la información requerida para fundamentar una apreciación compartida por muchos, dentro y fuera del país, y coincide con lo asentado en el reciente informe sobre derechos humanos del gobierno estadunidense, en el sentido de que existe una corrupción generalizada en todos los niveles de la administración pública de nuestro país.
El desaseo administrativo, expresado en la privatización ilegal de bienes públicos, es una de las principales rémoras nacionales, una inaceptable manifestación de atraso cívico y político, una carga exasperante para la economía y un motivo justificadísimo de descontento social y de ingobernabilidad potencial. Combatir este flagelo tendría que ser, por ello, una de las prioridades centrales de cualquier gobernante dispuesto a ejercer el poder en beneficio de la nación y no de su grupo faccioso.
Pero, en las circunstancias actuales, la persistencia de la corrupción en las oficinas públicas es un problema particularmente grave por dos razones: la primera es que el país enfrenta una gravísima crisis económica en la que los recursos escasean y su desvío, dilapidación o robo, resulta particularmente lacerante para una población a la que los gobiernos neoliberales han sumido, por décadas, en una aguda estrechez material, si no es que en franca miseria; la otra, igualmente grave, es que cualquier propósito oficial de combatir a la delincuencia y restablecer el estado de derecho se vuelve insostenible e inverosímil en la medida en que son los mismos equipos de gobierno los que dan ejemplo de conductas ilícitas o simplemente inmorales. Por lo demás, es claro que la criminalidad organizada que degrada la seguridad pública y la confianza de los ciudadanos en las instituciones, no puede subsistir y desenvolverse sin un entorno gubernamental descompuesto y minado por la corrupción.
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