DANIEL LIZáRRAGA
En su libro La corrupción azul, editado por Random House Mondadori, Daniel Lizárraga, reportero de Proceso, cuenta cómo su investigación sobre el fideicomiso privado de Vicente Fox fue censurada por órdenes de la presidencia de la república y cómo, por la misma razón, el trabajo reporteril de dos de sus compañeras, que exhibía las corruptelas de Fox y Marta, no fue publicado. A continuación un extracto del capítulo Historias censuradas, tomado del libro de Lizárraga que ya se encuentra en circulación
Todo comenzó con una llamada, el teléfono sonó tres ocasiones sobre el escritorio hasta que tomé el auricular. Al otro lado de la línea estaba mi jefe.
—¿Puedes venir un momento? —preguntó.
Antes de que pudiera pensar en otra cosa o decir sí, ya había colgado. Cuando caminaba rumbo a su oficina pensando cómo poner el punto final a la investigación que veníamos desarrollando desde hacía ocho meses, lo encontré parado junto al elevador con las manos en los bolsillos, el cabello alborotado.
—Vamos a platicar afuera —dijo.
Usualmente nos apresuraba de otra manera, no en la calle. Algo no andaba bien.
A Ignacio Rodríguez Reyna lo había conocido en la redacción de Reforma. Él formaba parte del equipo de investigación que logró posicionar en poco tiempo a este diario, luego dirigió El Universal algunos meses y ahora era el director de La Revista, un semanario encartado en este último diario en el cual un grupo de reporteros trataba de contar historias, rompiendo con el acartonamiento del periodismo mexicano. El semanario había cumplido dos años y, aunque estaba en números rojos, el equipo seguía trabajando, entusiasmado también por las puertas que iban abriendo mediante la Ley Federal de Transparencia.
—Me hablaron de la dirección del periódico, no quieren que salga tu texto —me soltó como una ráfaga, tratando de sostenerme la mirada.
—¿Qué pasó? —le pregunté aún azorado.
—No se puede tocar a Fox ni a Marta, al menos por el momento, ésa fue la instrucción —reviró. Parecía como si la espalda se le hubiera estrechado y algo por dentro lo carcomiera.
—¿Quién te habló? —insistí aún sin poder creer lo que escuchaba.
—Nacho Ayala, el particular del director —respondió.
El proyecto hacía agua.
Hacía un par de horas, en esa tarde del 28 de julio de 2005, que el teléfono instalado sobre el escritorio de Nacho también repiqueteó al entrar una llamada de Ignacio Ayala, el secretario particular del dueño de El Universal, Juan Francisco Ealy Ortiz.
—Oye, te recuerdo que hay una instrucción de actuar con toda responsabilidad en lo que pretendes publicar esta semana —le advirtió.
—Sí, efectivamente, lo estamos haciendo con toda responsabilidad. Por eso estamos buscando una versión de la Presidencia. El director ya está enterado de esto —contestó Nacho.
—Pues yo no sé… pero ese trabajo no se publica…
—¿Es una instrucción tuya o de la dirección del periódico?
—Ya te dije… ese trabajo no se publica…
—Quiero hablar con el director…
—No está disponible.
Ayala colgó. Nacho se quedó pensando qué hacer, hundido en su silla tratando de digerir lo que estaba pasando por segunda ocasión consecutiva. Hacía menos de un mes que Ealy le solicitó no difundir otra investigación, ésta elaborada por Rodolfo Montes sobre la entrega de permisos para casinos y juegos de azar a nombre de Olegario Vázquez Raña, uno de los empresarios más cercanos a la pareja presidencial.
Esa vez, Ealy le pidió a Nacho un favor especial: Olegario era su amigo, no podía hacer la vileza de publicar algo así, sobre todo cuando hace unos días le había organizado una fiesta de cumpleaños con más de 70 invitados.
A Nacho le vino esta historia a la cabeza. Cuando lo de Olegario, junto con el subdirector de La Revista, Pascal Beltrán del Río, acordaron aguantar. Si se trataba de su amigo, quizás era comprensible. Ambos sabían cómo era el dueño de El Universal y el proyecto valía la pena.
Los reporteros también soportaron el peso de una decisión así. Y, aunque los datos fueron filtrados a La Jornada, no hubo represalias.
Julio Scherer García, fundador de Proceso, maestro para generaciones de periodistas surgidos de las universidades, quien padeció la embestida del ex presidente Luis Echeverría en su contra cuando era director de Excélsior, piensa que la única autocensura posible es cuando está de por medio la familia.
Alguna vez, platicando con Gabriel García Márquez, me dijo: nada contra la sangre, Julio; si lo haces te pudres. Pero cuando se trata de amistades es otra cosa. Como el amor, la amistad es libre. Cuando condicionas, tu amistad se fractura. Si como Ealy antepones la amistad a un reportaje, vas a estropearlo todo; tu amistad y tu trabajo.
Una semana antes de que recibiera la punzante llamada para detener la portada de La Revista, Nacho había tenido una reunión con Ealy para explicarle que publicaríamos un reportaje sobre los gastos de Fox como presidente electo.
No se trataba de alguna filtración —le explicó entonces—, en la redacción se contaba con los documentos oficiales obtenidos de Hacienda mediante la Ley Federal de Transparencia. No había duda de su autenticidad. Ahí residía la solidez de la investigación.
Nacho le detalló que, por lo mismo, era un asunto delicado por la forma en que el gobierno de Zedillo le había, literalmente, regalado dinero a Fox. Por eso hablaría con el vocero de Los Pinos, Rubén Aguilar, para que explicaran lo que ellos creyeran conveniente.
El director no se opuso: "Hágalo usted con cuidado", le respondió. Nacho había sido director interino del diario durante ocho meses, antes de lanzar el proyecto de La Revista. Se conocían bien.
El Universal —el segundo diario más antiguo en la ciudad de México— fue uno de los impulsores de la Ley Federal de Transparencia. En su salón Palaviccini, el que reservan siempre para los actos importantes, se reunía frecuentemente un grupo de académicos, investigadores y periodistas conformado por Jorge Islas, ex abogado general de la unam; Juan Francisco Escobedo, otrora director de la maestría de comunicación en la Universidad Iberoamericana; Salvador Nava, profesor en la Universidad Anáhuac y ahora magistrado electoral; Ernesto Villanueva, especialista sobre transparencia con experiencia internacional; Genaro Villamil, periodista especializado en medios de comunicación enviado por La Jornada; Miguel Treviño, directivo del Grupo Reforma, y Luis Javier Solana, quien era el hombre designado por el anfitrión.
Ahí, en el segundo piso del edificio ubicado sobre avenida Bucareli número 8, discutieron la forma en que presentarían una propuesta de ley buscando que se aprobara, pronto, en la Cámara de Diputados. México, por vez primera en su historia, se perfilaba para contar con un sistema que obligaría a los funcionarios a rendir cuentas y, desde luego, El Universal podría reclamar la paternidad en cualquier foro, como siempre lo hizo.
Nacho creyó que Ealy había comprendido la importancia de que el periódico publicara este tipo de investigaciones de largo aliento como lo hacen otros diarios del mundo en cuyos países las leyes de acceso a la información datan de hace décadas. En Estados Unidos su Freedom Information Act —la foia, como se le conoce popularmente— se creó desde 1963.
El director de La Revista salió tranquilo de la oficina de Ealy, pensando que sólo faltaba buscar al vocero presidencial, Rubén Aguilar, aunque difícilmente podrían decir algo que derrumbara la investigación sin enredarse en sus propios hilos, como ya lo habían hecho al tratar de ocultar los gastos.
Como siempre lo hacía, Nacho caminó de Bucareli 8 hasta el vetusto edifico localizado en la esquina que forman la avenida Juárez y la misma Bucareli. En el tercer piso estaba la redacción de La Revista; el inmueble siempre estaba sitiado por un tráfico atroz, camiones hediondos cargados de cerdos que pasaban a cualquier hora del día atravesando el corazón del primer cuadro de la ciudad, una joven indigente permanentemente alcoholizada tumbada a la entrada y una amable señora vendedora de Lotería.
Con los zapatos cubiertos de una fina capa de polvo ya estábamos atrapados por obras de reconstrucción en el Centro Histórico; Nacho entró a su oficina y tomó el auricular para comunicarse con el vocero de Los Pinos, Rubén Aguilar. Le pidió una entrevista con alguien cercano al presidente o quizá una versión por escrito, como ellos lo prefirieran. Estaban en su derecho.
Rubén Aguilar escuchó decir al director de La Revista que teníamos copias de los depósitos hechos a una cuenta privada del presidente y un archivo amplio sobre quiénes y cómo habrían cobrado un sueldo ante Hacienda violando reglamentos internos del gobierno.
El encargado de manejar la comunicación en Los Pinos, un ex militante de la izquierda en la década de los setenta que se había convertido en personaje público a fuerza de conferencias de prensa diarias y parodiado en televisión por traducir "lo que el presidente había querido decir", respondió que, sobre el tema de la transición, no tenía información, así que platicaría del asunto con Ramón Muñoz, jefe de la Oficina de Innovación Gubernamental.
Por ese entonces, en junio de 2005, Manuel Bribiesca Sahagún, el hijo mayor de Marta Sahagún, ya había demandado a la periodista Olga Wornat y a la editorial Random House Mondadori por daño moral. En el libro Crónicas malditas se describió su presunta riqueza inexplicable amasada mediante un abierto tráfico de influencias. Según esta investigación, los muchachos se habrían hecho millonarios en dos años mediante jugosos contratos para obras públicas. La primera dama también había demandado a Proceso.
Pasó una semana y Rubén Aguilar no respondió. Nacho dio instrucciones: se prepararía un párrafo especificando que en la Presidencia no se aceptó una entrevista y que habíamos esperado una versión oficial hasta el momento de cerrar la edición. Mientras tanto, el subdirector Pascal Beltrán haría contacto de nuevo con Rubén Aguilar para saber qué estaba pasando.
Marcela Rivas, directora de diseño, mostraba a Nacho tres proyectos de portada, como siempre lo hacía. Entre ella, Pascal, Óscar Camacho —jefe de información— y Hugo Martínez —coordinador de edición— seleccionaron una en la cual el rostro de Vicente Fox estaba dentro de un billete. Uno de los bocetos tenía los mismos colores que un billete de 100 pesos —una mezcla de colores ladrillo y blanco—. Nacho dijo que no, que eso podría traer problemas legales. No quería dar un solo motivo de queja dentro del periódico. La frase: "El fideicomiso privado de Vicente Fox". Dejó el encabezado y pidió que se pusiera de fondo un color verde, similar al de los dólares.
Junto con éste, en esta investigación se publicaría un resumen de uno de los capítulos del libro La familia presidencial bajo sospecha de corrupción. Las autoras, Anabel Hernández —reportera de La Revista— y Arelí Quintero —quien entonces trabajaba para Diario Monitor—, expusieron ahí el resultado de una investigación sobre la repentina forma en que Fox y Marta habían transformado el rancho La Estancia, en San Francisco del Rincón, Guanajuato, en un paradisiaco sitio para su retiro. Todo estaba casi listo.
En la primera investigación se dejaba abierta la pregunta: "¿Qué le hicieron al dinero depositado en el fideicomiso privado de Vicente Fox?", ya que Hacienda se había negado rotundamente a entregar esos archivos. En el capítulo del libro se dejó al aire la incógnita sobre cómo los Fox habrían financiado la remodelación de un rancho que medía la mitad de las hectáreas con las que cuenta el Bosque de Chapultepec.
Cuando Pascal Beltrán hizo contacto con el vocero de Los Pinos, la caravana presidencial se hallaba de gira por Tlaxcala. Por teléfono, el subdirector preguntó si habría versión oficial. Rubén Aguilar dijo que aún no sabía y que, en cuanto hubiera algo, se comunicaría a La Revista.
Nunca llamó.
Faltaba un año para la elección presidencial. Vicente Fox y Marta Sahagún tenían como prioridad en ese momento sacar avante la precampaña del secretario de Gobernación, Santiago Creel, y detener al perredista Andrés Manuel López Obrador. "¡Nunca más gobiernos deshonestos, nunca más gobiernos corruptos!", arengó él desde una templete. "No van a llegar, no van a llegar", respondió Marta ante la súplica de una mujer que le solicitaba impedir que llegaran al poder los mismos de siempre.
La división del trabajo se cumplía una vez más en esa gira. Mientras ella se comprometía a enviar computadoras la semana próxima o a tramitar una ambulancia para Apizaco, Fox utilizaba una grabadora de bolsillo para no olvidar al proyecto carretero Tlaxcala-Calpulalpan-Apizaco, y hacerlo de cuatro carriles, con un costo de 790 millones de pesos.
Nacho Rodríguez Reyna cree que Rubén Aguilar pudo comunicarse con el director de El Universal, Roberto Rock, o directamente con Ealy Ortiz, para impedir que la investigación se publicara. "Por supuesto que Nacho Ayala no habló a nombre propio, ni pudo ser una ocurrencia", concluye desde su nuevo trabajo como director de la revista Emeequis.
Pero el ex vocero de Los Pinos, quien ahora forma parte de un despacho privado de asesoría en materia de comunicación, asegura que no hizo semejante cosa. El jefe del staff, Ramón Muñoz, nunca consideró dar una respuesta a La Revista.
—Y entonces, ¿cómo atendías las peticiones de entrevistas? —le pregunté en una charla dentro de su despacho, en el decimoprimer piso de la Torre Diamante, al sur de la ciudad de México.
—Pues dependía de cada caso, del tema.
—¿Y por qué no hablarlo directo con Fox? —insistí.
—Creí que en el tema de la transición gubernamental debía canalizar la petición de ustedes por medio de Ramón Muñoz. Eso no lo hablé directamente con Fox —atajó.
La llamada de Ignacio Ayala fue como un hachazo invisible.
"Qué se podría decir luego del golpe, cómo resumir el dolor y la rabia. Cómo levantar la voz, cómo decir que nada había pasado cuando en los rostros, salvo excepciones, no había más que silencio. El golpe había sido de muerte", escribió en una libreta de apuntes Jacinto R. Munguía, uno de los reporteros en México más adentrados en la documentación del pasado y un especialista en escudriñar los secretos enterrados en el Archivo General de la Nación (agn).
Nacho seguía desconcertado. No sabía en ese momento qué hacer: dejar la portada como estaba, con el rostro de Fox, y permitir que la dirección del periódico hiciera los cambios, o tomar la iniciativa y desde la redacción ejecutar los movimientos. Llamó a una junta urgente a Pascal Beltrán y al asesor Luis Javier Solana, el mismo que había sido artífice de la Ley de Transparencia y hombre cercano a Ealy.
En esa junta decidieron que los cambios se hicieran desde la redacción. Un reportaje de cultura que originalmente iba en páginas interiores saltó a la portada. El texto del fideicomiso privado de Fox, junto con el resumen del libro, desaparecieron.
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Todo comenzó con una llamada, el teléfono sonó tres ocasiones sobre el escritorio hasta que tomé el auricular. Al otro lado de la línea estaba mi jefe.
—¿Puedes venir un momento? —preguntó.
Antes de que pudiera pensar en otra cosa o decir sí, ya había colgado. Cuando caminaba rumbo a su oficina pensando cómo poner el punto final a la investigación que veníamos desarrollando desde hacía ocho meses, lo encontré parado junto al elevador con las manos en los bolsillos, el cabello alborotado.
—Vamos a platicar afuera —dijo.
Usualmente nos apresuraba de otra manera, no en la calle. Algo no andaba bien.
A Ignacio Rodríguez Reyna lo había conocido en la redacción de Reforma. Él formaba parte del equipo de investigación que logró posicionar en poco tiempo a este diario, luego dirigió El Universal algunos meses y ahora era el director de La Revista, un semanario encartado en este último diario en el cual un grupo de reporteros trataba de contar historias, rompiendo con el acartonamiento del periodismo mexicano. El semanario había cumplido dos años y, aunque estaba en números rojos, el equipo seguía trabajando, entusiasmado también por las puertas que iban abriendo mediante la Ley Federal de Transparencia.
—Me hablaron de la dirección del periódico, no quieren que salga tu texto —me soltó como una ráfaga, tratando de sostenerme la mirada.
—¿Qué pasó? —le pregunté aún azorado.
—No se puede tocar a Fox ni a Marta, al menos por el momento, ésa fue la instrucción —reviró. Parecía como si la espalda se le hubiera estrechado y algo por dentro lo carcomiera.
—¿Quién te habló? —insistí aún sin poder creer lo que escuchaba.
—Nacho Ayala, el particular del director —respondió.
El proyecto hacía agua.
Hacía un par de horas, en esa tarde del 28 de julio de 2005, que el teléfono instalado sobre el escritorio de Nacho también repiqueteó al entrar una llamada de Ignacio Ayala, el secretario particular del dueño de El Universal, Juan Francisco Ealy Ortiz.
—Oye, te recuerdo que hay una instrucción de actuar con toda responsabilidad en lo que pretendes publicar esta semana —le advirtió.
—Sí, efectivamente, lo estamos haciendo con toda responsabilidad. Por eso estamos buscando una versión de la Presidencia. El director ya está enterado de esto —contestó Nacho.
—Pues yo no sé… pero ese trabajo no se publica…
—¿Es una instrucción tuya o de la dirección del periódico?
—Ya te dije… ese trabajo no se publica…
—Quiero hablar con el director…
—No está disponible.
Ayala colgó. Nacho se quedó pensando qué hacer, hundido en su silla tratando de digerir lo que estaba pasando por segunda ocasión consecutiva. Hacía menos de un mes que Ealy le solicitó no difundir otra investigación, ésta elaborada por Rodolfo Montes sobre la entrega de permisos para casinos y juegos de azar a nombre de Olegario Vázquez Raña, uno de los empresarios más cercanos a la pareja presidencial.
Esa vez, Ealy le pidió a Nacho un favor especial: Olegario era su amigo, no podía hacer la vileza de publicar algo así, sobre todo cuando hace unos días le había organizado una fiesta de cumpleaños con más de 70 invitados.
A Nacho le vino esta historia a la cabeza. Cuando lo de Olegario, junto con el subdirector de La Revista, Pascal Beltrán del Río, acordaron aguantar. Si se trataba de su amigo, quizás era comprensible. Ambos sabían cómo era el dueño de El Universal y el proyecto valía la pena.
Los reporteros también soportaron el peso de una decisión así. Y, aunque los datos fueron filtrados a La Jornada, no hubo represalias.
Julio Scherer García, fundador de Proceso, maestro para generaciones de periodistas surgidos de las universidades, quien padeció la embestida del ex presidente Luis Echeverría en su contra cuando era director de Excélsior, piensa que la única autocensura posible es cuando está de por medio la familia.
Alguna vez, platicando con Gabriel García Márquez, me dijo: nada contra la sangre, Julio; si lo haces te pudres. Pero cuando se trata de amistades es otra cosa. Como el amor, la amistad es libre. Cuando condicionas, tu amistad se fractura. Si como Ealy antepones la amistad a un reportaje, vas a estropearlo todo; tu amistad y tu trabajo.
Una semana antes de que recibiera la punzante llamada para detener la portada de La Revista, Nacho había tenido una reunión con Ealy para explicarle que publicaríamos un reportaje sobre los gastos de Fox como presidente electo.
No se trataba de alguna filtración —le explicó entonces—, en la redacción se contaba con los documentos oficiales obtenidos de Hacienda mediante la Ley Federal de Transparencia. No había duda de su autenticidad. Ahí residía la solidez de la investigación.
Nacho le detalló que, por lo mismo, era un asunto delicado por la forma en que el gobierno de Zedillo le había, literalmente, regalado dinero a Fox. Por eso hablaría con el vocero de Los Pinos, Rubén Aguilar, para que explicaran lo que ellos creyeran conveniente.
El director no se opuso: "Hágalo usted con cuidado", le respondió. Nacho había sido director interino del diario durante ocho meses, antes de lanzar el proyecto de La Revista. Se conocían bien.
El Universal —el segundo diario más antiguo en la ciudad de México— fue uno de los impulsores de la Ley Federal de Transparencia. En su salón Palaviccini, el que reservan siempre para los actos importantes, se reunía frecuentemente un grupo de académicos, investigadores y periodistas conformado por Jorge Islas, ex abogado general de la unam; Juan Francisco Escobedo, otrora director de la maestría de comunicación en la Universidad Iberoamericana; Salvador Nava, profesor en la Universidad Anáhuac y ahora magistrado electoral; Ernesto Villanueva, especialista sobre transparencia con experiencia internacional; Genaro Villamil, periodista especializado en medios de comunicación enviado por La Jornada; Miguel Treviño, directivo del Grupo Reforma, y Luis Javier Solana, quien era el hombre designado por el anfitrión.
Ahí, en el segundo piso del edificio ubicado sobre avenida Bucareli número 8, discutieron la forma en que presentarían una propuesta de ley buscando que se aprobara, pronto, en la Cámara de Diputados. México, por vez primera en su historia, se perfilaba para contar con un sistema que obligaría a los funcionarios a rendir cuentas y, desde luego, El Universal podría reclamar la paternidad en cualquier foro, como siempre lo hizo.
Nacho creyó que Ealy había comprendido la importancia de que el periódico publicara este tipo de investigaciones de largo aliento como lo hacen otros diarios del mundo en cuyos países las leyes de acceso a la información datan de hace décadas. En Estados Unidos su Freedom Information Act —la foia, como se le conoce popularmente— se creó desde 1963.
El director de La Revista salió tranquilo de la oficina de Ealy, pensando que sólo faltaba buscar al vocero presidencial, Rubén Aguilar, aunque difícilmente podrían decir algo que derrumbara la investigación sin enredarse en sus propios hilos, como ya lo habían hecho al tratar de ocultar los gastos.
Como siempre lo hacía, Nacho caminó de Bucareli 8 hasta el vetusto edifico localizado en la esquina que forman la avenida Juárez y la misma Bucareli. En el tercer piso estaba la redacción de La Revista; el inmueble siempre estaba sitiado por un tráfico atroz, camiones hediondos cargados de cerdos que pasaban a cualquier hora del día atravesando el corazón del primer cuadro de la ciudad, una joven indigente permanentemente alcoholizada tumbada a la entrada y una amable señora vendedora de Lotería.
Con los zapatos cubiertos de una fina capa de polvo ya estábamos atrapados por obras de reconstrucción en el Centro Histórico; Nacho entró a su oficina y tomó el auricular para comunicarse con el vocero de Los Pinos, Rubén Aguilar. Le pidió una entrevista con alguien cercano al presidente o quizá una versión por escrito, como ellos lo prefirieran. Estaban en su derecho.
Rubén Aguilar escuchó decir al director de La Revista que teníamos copias de los depósitos hechos a una cuenta privada del presidente y un archivo amplio sobre quiénes y cómo habrían cobrado un sueldo ante Hacienda violando reglamentos internos del gobierno.
El encargado de manejar la comunicación en Los Pinos, un ex militante de la izquierda en la década de los setenta que se había convertido en personaje público a fuerza de conferencias de prensa diarias y parodiado en televisión por traducir "lo que el presidente había querido decir", respondió que, sobre el tema de la transición, no tenía información, así que platicaría del asunto con Ramón Muñoz, jefe de la Oficina de Innovación Gubernamental.
Por ese entonces, en junio de 2005, Manuel Bribiesca Sahagún, el hijo mayor de Marta Sahagún, ya había demandado a la periodista Olga Wornat y a la editorial Random House Mondadori por daño moral. En el libro Crónicas malditas se describió su presunta riqueza inexplicable amasada mediante un abierto tráfico de influencias. Según esta investigación, los muchachos se habrían hecho millonarios en dos años mediante jugosos contratos para obras públicas. La primera dama también había demandado a Proceso.
Pasó una semana y Rubén Aguilar no respondió. Nacho dio instrucciones: se prepararía un párrafo especificando que en la Presidencia no se aceptó una entrevista y que habíamos esperado una versión oficial hasta el momento de cerrar la edición. Mientras tanto, el subdirector Pascal Beltrán haría contacto de nuevo con Rubén Aguilar para saber qué estaba pasando.
Marcela Rivas, directora de diseño, mostraba a Nacho tres proyectos de portada, como siempre lo hacía. Entre ella, Pascal, Óscar Camacho —jefe de información— y Hugo Martínez —coordinador de edición— seleccionaron una en la cual el rostro de Vicente Fox estaba dentro de un billete. Uno de los bocetos tenía los mismos colores que un billete de 100 pesos —una mezcla de colores ladrillo y blanco—. Nacho dijo que no, que eso podría traer problemas legales. No quería dar un solo motivo de queja dentro del periódico. La frase: "El fideicomiso privado de Vicente Fox". Dejó el encabezado y pidió que se pusiera de fondo un color verde, similar al de los dólares.
Junto con éste, en esta investigación se publicaría un resumen de uno de los capítulos del libro La familia presidencial bajo sospecha de corrupción. Las autoras, Anabel Hernández —reportera de La Revista— y Arelí Quintero —quien entonces trabajaba para Diario Monitor—, expusieron ahí el resultado de una investigación sobre la repentina forma en que Fox y Marta habían transformado el rancho La Estancia, en San Francisco del Rincón, Guanajuato, en un paradisiaco sitio para su retiro. Todo estaba casi listo.
En la primera investigación se dejaba abierta la pregunta: "¿Qué le hicieron al dinero depositado en el fideicomiso privado de Vicente Fox?", ya que Hacienda se había negado rotundamente a entregar esos archivos. En el capítulo del libro se dejó al aire la incógnita sobre cómo los Fox habrían financiado la remodelación de un rancho que medía la mitad de las hectáreas con las que cuenta el Bosque de Chapultepec.
Cuando Pascal Beltrán hizo contacto con el vocero de Los Pinos, la caravana presidencial se hallaba de gira por Tlaxcala. Por teléfono, el subdirector preguntó si habría versión oficial. Rubén Aguilar dijo que aún no sabía y que, en cuanto hubiera algo, se comunicaría a La Revista.
Nunca llamó.
Faltaba un año para la elección presidencial. Vicente Fox y Marta Sahagún tenían como prioridad en ese momento sacar avante la precampaña del secretario de Gobernación, Santiago Creel, y detener al perredista Andrés Manuel López Obrador. "¡Nunca más gobiernos deshonestos, nunca más gobiernos corruptos!", arengó él desde una templete. "No van a llegar, no van a llegar", respondió Marta ante la súplica de una mujer que le solicitaba impedir que llegaran al poder los mismos de siempre.
La división del trabajo se cumplía una vez más en esa gira. Mientras ella se comprometía a enviar computadoras la semana próxima o a tramitar una ambulancia para Apizaco, Fox utilizaba una grabadora de bolsillo para no olvidar al proyecto carretero Tlaxcala-Calpulalpan-Apizaco, y hacerlo de cuatro carriles, con un costo de 790 millones de pesos.
Nacho Rodríguez Reyna cree que Rubén Aguilar pudo comunicarse con el director de El Universal, Roberto Rock, o directamente con Ealy Ortiz, para impedir que la investigación se publicara. "Por supuesto que Nacho Ayala no habló a nombre propio, ni pudo ser una ocurrencia", concluye desde su nuevo trabajo como director de la revista Emeequis.
Pero el ex vocero de Los Pinos, quien ahora forma parte de un despacho privado de asesoría en materia de comunicación, asegura que no hizo semejante cosa. El jefe del staff, Ramón Muñoz, nunca consideró dar una respuesta a La Revista.
—Y entonces, ¿cómo atendías las peticiones de entrevistas? —le pregunté en una charla dentro de su despacho, en el decimoprimer piso de la Torre Diamante, al sur de la ciudad de México.
—Pues dependía de cada caso, del tema.
—¿Y por qué no hablarlo directo con Fox? —insistí.
—Creí que en el tema de la transición gubernamental debía canalizar la petición de ustedes por medio de Ramón Muñoz. Eso no lo hablé directamente con Fox —atajó.
La llamada de Ignacio Ayala fue como un hachazo invisible.
"Qué se podría decir luego del golpe, cómo resumir el dolor y la rabia. Cómo levantar la voz, cómo decir que nada había pasado cuando en los rostros, salvo excepciones, no había más que silencio. El golpe había sido de muerte", escribió en una libreta de apuntes Jacinto R. Munguía, uno de los reporteros en México más adentrados en la documentación del pasado y un especialista en escudriñar los secretos enterrados en el Archivo General de la Nación (agn).
Nacho seguía desconcertado. No sabía en ese momento qué hacer: dejar la portada como estaba, con el rostro de Fox, y permitir que la dirección del periódico hiciera los cambios, o tomar la iniciativa y desde la redacción ejecutar los movimientos. Llamó a una junta urgente a Pascal Beltrán y al asesor Luis Javier Solana, el mismo que había sido artífice de la Ley de Transparencia y hombre cercano a Ealy.
En esa junta decidieron que los cambios se hicieran desde la redacción. Un reportaje de cultura que originalmente iba en páginas interiores saltó a la portada. El texto del fideicomiso privado de Fox, junto con el resumen del libro, desaparecieron.
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