la jornada
De acuerdo con información proporcionada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y por fuentes médicas, cerca de 400 civiles –entre ellos unos 100 niños– murieron tras una serie de bombardeos realizados el pasado fin de semana por el Ejército de Sri Lanka en contra de posiciones de la organización separatista Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE, por sus siglas en inglés) en el norte de ese país, en una operación que ha sido descrita por el organismo internacional como una masacre de civiles en gran escala y como un baño de sangre.
Entre enero y abril pasados, en el marco del añejo conflicto que se vive en el país asiático entre la mayoría cingalesa y el pueblo tamil, el régimen de Colombo tomó el control de Kilinochchi, capital de facto de los Tigres de la Liberación, y posteriormente de Mullaitivu, último bastión de los rebeldes, lo que obligó a estos últimos a replegarse a una estrecha franja en el noreste de Sri Lanka, de unos 3 kilómetros cuadrados, donde también se refugian unos 200 mil civiles y donde han tenido lugar los ataques mencionados. Según estimaciones de la propia ONU, en los últimos cuatro meses han muerto cerca de 6 mil 500 tamiles no combatientes y 14 mil más han resultado heridos durante la ofensiva final del ejército cingalés contra la insurrección separatista.
Como se ha vuelto habitual en este tipo de conflictos, la falta de información precisa sobre las pérdidas humanas y materiales ocurridas durante los enfrentamientos se debe principalmente al hermetismo impuesto por las autoridades, que han limitado al máximo el acceso de la prensa internacional a la zona de los enfrentamientos y apenas han permitido la entrada a los empleados de la Cruz Roja, al tiempo que han afirmado que los civiles que permanecen ahí son utilizados como escudos humanos por la guerrilla y que las acusaciones de ataques a la población indefensa obedecen a una campaña orquestada por los Tigres de la Liberación para manchar la imagen de las fuerzas de seguridad ante la opinión pública e internacional.
Sin embargo, a la luz de los elementos de juicio disponibles –los testimonios sobre persecuciones, secuestros y asesinatos extrajudiciales cometidos por las autoridades cingalesas; la segregación de la población tamil en campos de refugiados (eufemismo de campos de concentración), y la aplicación de castigos colectivos en esos lugares, como la privación de alimentos y medicinas, entre otras atrocidades–, resulta claro que el gobierno de Colombo pretende justificar con la bandera de la guerra contra el terrorismo la aplicación de una política genocida, ante el pasmo de una comunidad de naciones que se había prometido hace poco más de seis décadas, tras la caída del Tercer Reich, no volver a permitir el exterminio de un pueblo.
Por desgracia, la reiteración de estos escenarios en Palestina, Kampuchea, Darfur, Somalia, Ruanda, Bosnia y ahora Sri Lanka ha puesto en evidencia un lamentable retroceso en la civilización de la comunidad internacional en su conjunto y, por añadidura, su doble moral, pues mientras algunos regímenes (como el de Slobodan Milosevic en la ex Yugoslavia, y el de Omar al Bashir en Sudán) han sido objeto de condena y hasta de persecución de la justicia supranacional a consecuencia de sus crímenes, otros, como el de Tel Aviv –el cual, también con el pretexto del combate al terrorismo, lleva a cabo acciones de aniquilación en Gaza, Cisjordania y la Jerusalén oriental–, han sido tolerados e incluso apoyados por los gobiernos supuestamente civilizados y democráticos de Estados Unidos y la Unión Europea, ante la manifiesta incapacidad de organismos como la propia ONU.
En suma, el drama que hoy por hoy enfrentan los tamiles en Sri Lanka daña severamente la vigencia de la legalidad internacional, desvirtúa a las instituciones encargadas de vigilarla y conlleva la degradación moral de la humanidad, la cual asiste, por enésima vez, a lo que no habría debido repetirse nunca.
kikka-roja.blogspot.com/
Entre enero y abril pasados, en el marco del añejo conflicto que se vive en el país asiático entre la mayoría cingalesa y el pueblo tamil, el régimen de Colombo tomó el control de Kilinochchi, capital de facto de los Tigres de la Liberación, y posteriormente de Mullaitivu, último bastión de los rebeldes, lo que obligó a estos últimos a replegarse a una estrecha franja en el noreste de Sri Lanka, de unos 3 kilómetros cuadrados, donde también se refugian unos 200 mil civiles y donde han tenido lugar los ataques mencionados. Según estimaciones de la propia ONU, en los últimos cuatro meses han muerto cerca de 6 mil 500 tamiles no combatientes y 14 mil más han resultado heridos durante la ofensiva final del ejército cingalés contra la insurrección separatista.
Como se ha vuelto habitual en este tipo de conflictos, la falta de información precisa sobre las pérdidas humanas y materiales ocurridas durante los enfrentamientos se debe principalmente al hermetismo impuesto por las autoridades, que han limitado al máximo el acceso de la prensa internacional a la zona de los enfrentamientos y apenas han permitido la entrada a los empleados de la Cruz Roja, al tiempo que han afirmado que los civiles que permanecen ahí son utilizados como escudos humanos por la guerrilla y que las acusaciones de ataques a la población indefensa obedecen a una campaña orquestada por los Tigres de la Liberación para manchar la imagen de las fuerzas de seguridad ante la opinión pública e internacional.
Sin embargo, a la luz de los elementos de juicio disponibles –los testimonios sobre persecuciones, secuestros y asesinatos extrajudiciales cometidos por las autoridades cingalesas; la segregación de la población tamil en campos de refugiados (eufemismo de campos de concentración), y la aplicación de castigos colectivos en esos lugares, como la privación de alimentos y medicinas, entre otras atrocidades–, resulta claro que el gobierno de Colombo pretende justificar con la bandera de la guerra contra el terrorismo la aplicación de una política genocida, ante el pasmo de una comunidad de naciones que se había prometido hace poco más de seis décadas, tras la caída del Tercer Reich, no volver a permitir el exterminio de un pueblo.
Por desgracia, la reiteración de estos escenarios en Palestina, Kampuchea, Darfur, Somalia, Ruanda, Bosnia y ahora Sri Lanka ha puesto en evidencia un lamentable retroceso en la civilización de la comunidad internacional en su conjunto y, por añadidura, su doble moral, pues mientras algunos regímenes (como el de Slobodan Milosevic en la ex Yugoslavia, y el de Omar al Bashir en Sudán) han sido objeto de condena y hasta de persecución de la justicia supranacional a consecuencia de sus crímenes, otros, como el de Tel Aviv –el cual, también con el pretexto del combate al terrorismo, lleva a cabo acciones de aniquilación en Gaza, Cisjordania y la Jerusalén oriental–, han sido tolerados e incluso apoyados por los gobiernos supuestamente civilizados y democráticos de Estados Unidos y la Unión Europea, ante la manifiesta incapacidad de organismos como la propia ONU.
En suma, el drama que hoy por hoy enfrentan los tamiles en Sri Lanka daña severamente la vigencia de la legalidad internacional, desvirtúa a las instituciones encargadas de vigilarla y conlleva la degradación moral de la humanidad, la cual asiste, por enésima vez, a lo que no habría debido repetirse nunca.
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