La guerra sucia desatada por los regímenes de Luis Echeverría y José López Portillo contra movimientos de oposición, tanto armados como pacíficos, tuvo un ejecutor principalísimo en Miguel Nazar Haro, ex jefe de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y fundador de la tristemente célebre Brigada Blanca, el ex policía fallecido la noche del jueves en su domicilio a consecuencia de un coma depresivo.
Nazar Haro fue señalado como torturador, ligado a asesinatos políticos y vinculado a episodios de desapariciones forzadas, como la de Jesús Piedra Ibarra –ocurrida en Monterrey en la década de los 70–. Representó una de las caras más visibles y emblemáticas de la bárbara e ilegal estrategia represiva que se cebó, en aquellos años, en contra de integrantes de grupos armados, pero también de opositores pacíficos, sindicalistas, estudiantes, activistas sociales, intelectuales y académicos, e incluso de ciudadanos que no tenían filiación ni militancia política.
Por todo lo anterior, si bien es cierto que la responsabilidad principal por la guerra sucia atañe a los dos gobiernos federales entre 1970 y 1982 y a los individuos que los presidieron, el sometimiento en vida de Nazar Haro a la acción de la justicia por sus múltiples delitos habría sido un elemento deseable no sólo por consideraciones jurídicas y éticas, sino también para probar el pretendido avance democrático del país.
Como en muchos otros ámbitos de su quehacer político, la pasada administración federal tuvo la oportunidad de marcar un punto de inflexión respecto de sus antecesoras mediante la investigación y sanción de los crímenes cometidos por el ex director de la DFS, y tal perspectiva pareció cobrar forma con la creación, en 2001, de la desaparecida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. Sin embargo, más allá de una incriminación en la desaparición de seis miembros de la Brigada Campesina de Los Lacandones –cargo del que fue absuelto en septiembre de 2006–, y de un fugaz paso en 2004 por el penal de Topo Chico, en Monterrey –que se saldó con el beneficio de la prisión domiciliaria para el inculpado–, Nazar logró evadir sistemáticamente la acción de la justicia y permaneció impune hasta el día de su muerte, al igual que ha ocurrido con otros protagonistas de la guerra sucia, como el policía Luis de la Barreda Moreno, el general Francisco Quiroz Hermosillo y el ex presidente José López Portillo.
Tal ineficacia en la procuración e impartición de justicia ha sellado uno de los hilos de continuidad más evidentes a lo largo de las pasadas administraciones presidenciales, tanto del PRI como del PAN: la voluntad de encubrir atropellos a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad perpetrados por el antecesor en el cargo y sus subordinados. Ese designio de encubrimiento, negado en el discurso oficial, resulta inocultable si se revisa la falta de consecuencias penales con que se han saldado averiguaciones y procesos relacionados con la barbarie represiva en la que incurrieron los gobernantes de las décadas de los 60, 70 y 80 o, para referirse a tiempos más recientes, con la ausencia de investigaciones en torno a los asesinatos de cientos de militantes perredistas durante el salinato, las masacres rurales –en Guerrero y Chiapas, principalmente– durante el gobierno de Ernesto Zedillo y los graves atropellos policiales en tiempos de Vicente Fox contra los obreros de Sicartsa, los ejidatarios de San Salvador Atenco y los activistas de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca.
La muerte de Nazar Haro, lejos de traer alivio a los deudos de las víctimas de la guerra sucia y a la sociedad en su conjunto, constituye un factor de agravio adicional y una instancia de la impunidad proverbial que ha caracterizado a la mayoría de los responsables por atropellos contra los derechos humanos, por las desapariciones, los asesinatos y las torturas cometidos en una de las etapas más oscuras y bárbaras de la historia nacional.
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Nazar Haro fue señalado como torturador, ligado a asesinatos políticos y vinculado a episodios de desapariciones forzadas, como la de Jesús Piedra Ibarra –ocurrida en Monterrey en la década de los 70–. Representó una de las caras más visibles y emblemáticas de la bárbara e ilegal estrategia represiva que se cebó, en aquellos años, en contra de integrantes de grupos armados, pero también de opositores pacíficos, sindicalistas, estudiantes, activistas sociales, intelectuales y académicos, e incluso de ciudadanos que no tenían filiación ni militancia política.
Por todo lo anterior, si bien es cierto que la responsabilidad principal por la guerra sucia atañe a los dos gobiernos federales entre 1970 y 1982 y a los individuos que los presidieron, el sometimiento en vida de Nazar Haro a la acción de la justicia por sus múltiples delitos habría sido un elemento deseable no sólo por consideraciones jurídicas y éticas, sino también para probar el pretendido avance democrático del país.
Como en muchos otros ámbitos de su quehacer político, la pasada administración federal tuvo la oportunidad de marcar un punto de inflexión respecto de sus antecesoras mediante la investigación y sanción de los crímenes cometidos por el ex director de la DFS, y tal perspectiva pareció cobrar forma con la creación, en 2001, de la desaparecida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. Sin embargo, más allá de una incriminación en la desaparición de seis miembros de la Brigada Campesina de Los Lacandones –cargo del que fue absuelto en septiembre de 2006–, y de un fugaz paso en 2004 por el penal de Topo Chico, en Monterrey –que se saldó con el beneficio de la prisión domiciliaria para el inculpado–, Nazar logró evadir sistemáticamente la acción de la justicia y permaneció impune hasta el día de su muerte, al igual que ha ocurrido con otros protagonistas de la guerra sucia, como el policía Luis de la Barreda Moreno, el general Francisco Quiroz Hermosillo y el ex presidente José López Portillo.
Tal ineficacia en la procuración e impartición de justicia ha sellado uno de los hilos de continuidad más evidentes a lo largo de las pasadas administraciones presidenciales, tanto del PRI como del PAN: la voluntad de encubrir atropellos a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad perpetrados por el antecesor en el cargo y sus subordinados. Ese designio de encubrimiento, negado en el discurso oficial, resulta inocultable si se revisa la falta de consecuencias penales con que se han saldado averiguaciones y procesos relacionados con la barbarie represiva en la que incurrieron los gobernantes de las décadas de los 60, 70 y 80 o, para referirse a tiempos más recientes, con la ausencia de investigaciones en torno a los asesinatos de cientos de militantes perredistas durante el salinato, las masacres rurales –en Guerrero y Chiapas, principalmente– durante el gobierno de Ernesto Zedillo y los graves atropellos policiales en tiempos de Vicente Fox contra los obreros de Sicartsa, los ejidatarios de San Salvador Atenco y los activistas de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca.
La muerte de Nazar Haro, lejos de traer alivio a los deudos de las víctimas de la guerra sucia y a la sociedad en su conjunto, constituye un factor de agravio adicional y una instancia de la impunidad proverbial que ha caracterizado a la mayoría de los responsables por atropellos contra los derechos humanos, por las desapariciones, los asesinatos y las torturas cometidos en una de las etapas más oscuras y bárbaras de la historia nacional.
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