Proceso de Olga Pellicer
La pregunta está en el aire desde hace varios años: ¿Tendrá Irán una bomba nuclear? Cualquiera que sea la respuesta traerá enormes consecuencias para la frágil estructura que sostiene la no proliferación de armas nucleares y para la profundización de movimientos caóticos en el orden internacional. Una respuesta afirmativa animaría de inmediato a otros países de la zona, como Egipto o Arabia Saudita, a tener su propia bomba. Confirmaría, asimismo, que los países de la Unión Europea y Estados Unidos perdieron la batalla en su intento de frenar a Irán a través de sanciones económicas.
El programa nuclear de Irán ha puesto en duda la credibilidad del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), considerado la piedra angular para detener la multiplicación de Estados armados con bombas nucleares. Además, cuestiona el papel del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), encargado de verificar, a través de las actividades de sus inspectores, el cumplimiento de los compromisos relativos a la no desviación de materiales nucleares para usos pacíficos hacia la fabricación de artefactos de tipo militar. La tercera institución cuya eficiencia se encuentra en duda es el Consejo de Seguridad de la ONU. Hasta ahora, se han adoptado allí diversas resoluciones que, entre otras cosas, aplican sanciones económicas a Irán por su negativa a suspender actividades como el enriquecimiento de uranio. Tal enriquecimiento, más allá de ciertos niveles, es considerado el camino más evidente para avanzar hacia la posesión de armas nucleares. Sin embargo, ni los compromisos adquiridos a través del TNP ni las inspecciones ni las sanciones del Consejo de Seguridad han sido suficientes para convencer al régimen de Ahmadinejad de suspender su programa nuclear que, oficialmente, es sólo para usos pacíficos. La desconfianza respecto a tales aseveraciones es generalizada, y en la mayoría de los países occidentales priva la creencia de que Irán busca la fabricación de bombas nucleares.
Otros caminos menos transparentes también se han intentado. Una apuesta ha sido favorecer el derrocamiento del régimen por fuerzas opositoras que están presentes en la vida política de Irán. No obstante, tales fuerzas no han sido lo suficientemente fuertes para desencadenar ese derrocamiento ni es seguro que, en caso de ganar, estarían dispuestas a abandonar el programa nuclear. Éste goza, al parecer, de enorme apoyo por parte de la población iraní en su conjunto.
La situación se encuentra, así, en una encrucijada. Para algunos –sobre todo Israel, pero también algunos círculos republicanos de Estados Unidos–, el uso de la fuerza es inevitable para detener a tiempo un programa que pronto presentará riesgos mayores si se desea intervenir. Atacar ahora lograría, al menos, detener por varios años el objetivo final de fabricar las bombas nucleares. Por múltiples motivos, un ataque aéreo sobre Irán no favorece a la actual política exterior de Obama. Va en contra de sus propósitos de limitar la participación de Estados Unidos en aventuras militares que, como queda claro en el caso de Irak y Afganistán, pueden resultar muy costosas y muy difíciles de terminar. Cierto que no se prevé ningún tipo de desembarco en Irán; se habla de bombardeos rápidos. Sin embargo, una vez iniciada la agresión, ésta puede obligar a acciones imprevistas de costos muy altos.
En las últimas semanas, Estados Unidos y los países europeos han optado por las sanciones económicas, evitando pasar por el Consejo de Seguridad, en donde corren el peligro de enfrentar la oposición de China y Rusia. La Unión Europea ha decidido la suspensión de compras de petróleo a Irán, y Obama ha determinado intervenir más enérgicamente las cuentas de bancos iraníes en Estados Unidos.
Las medidas anteriores afectan seriamente el comportamiento de la economía de Irán. Pero no disminuyen la agresividad de Ahmadinejad, quien amenaza con cerrar el estrecho de Ormuz y no detiene sus programas nucleares; por el contrario, son, cada vez más, una carta para darle popularidad interna a su régimen.
En ese contexto, cobran dimensiones más graves las afirmaciones de Israel en el sentido de que está decidido a actuar sobre Irán. El asunto llega en momentos de lucha electoral en Estados Unidos y, a pesar de las resistencias de Obama, es claro que éste no podrá distanciarse de su mejor aliado en el Medio Oriente y de los grupos judíos con gran influencia sobre el electorado estadunidense. Las consecuencias de un bombardeo de Israel sobre Irán son inciertas. Lo primero es el grado de eficiencia que pueda tener, ya que la mayoría de las instalaciones iraníes se encuentran bajo tierra, están diseminadas a lo largo de su territorio y podrían recomponerse rápidamente. Lo segundo es la fuerte reacción nacionalista interna que podría producir, la cual favorecería a Ahmadinejad y haría más difícil cualquier intento posterior de negociación.
Desde otra perspectiva, la acción unilateral de Israel, sin la aprobación explícita de Estados Unidos y la Unión Europea, aislaría aún más a ese país internacionalmente y acentuaría el sentimiento de que no existe actualmente quien tenga la última palabra para decidir sobre cuestiones que afectan seriamente la paz y la seguridad internacionales. Se trata de una batalla en territorio incierto donde los actores no se definen con claridad y no se sabe con certitud quién gana o quién pierde.
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