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lunes, 29 de junio de 2009

Tiempo de definiciones: Agustín Basave

Tiempo de definiciones
Agustín Basave
29-Jun-2009
Por si alguna duda nos quedaba, hemos corroborado la precariedad de nuestro acuerdo en lo fundamental. Carecemos de un verdadero consenso para dirimir el disenso. Por eso, porque los nuevos actores del México plural no se han puesto de acuerdo en qué hacer cuando no están de acuerdo, padecemos tantas incertidumbres y turbulencias.


Este domingo vamos a elegir 500 diputados federales y, en algunas entidades federativas, gobernadores, presidentes municipales o jefes delegacionales y diputados locales. También vamos a determinar el tamaño de la inconformidad ciudadana con nuestro sistema de partidos. Antes, en los próximos seis días, sabremos además si el gobierno federal panista se decide a usar uno de los misiles mediáticos que tiene listos contra narcopriistas o si se lo guarda para lanzarlo de cara a la elección presidencial del 2012. Y poco después conoceremos la correlación de fuerzas políticas y las agendas que habrán de desbrozar —que no pavimentar— la salida de un sexenio que quizá termine tan accidentadamente como empezó.

Estas campañas nos están enseñando muchas cosas. No recuerdo un proceso electoral tan revelador de la transición inveterada en que los mexicanos estamos atrapados ni tan rico en reflexiones y debates sobre la democracia y sus instrumentos. Por si alguna duda nos quedaba, hemos corroborado la precariedad de nuestro acuerdo en lo fundamental. Carecemos de un verdadero consenso para dirimir el disenso. Por eso, porque los nuevos actores del México plural no se han puesto de acuerdo en qué hacer cuando no están de acuerdo, padecemos tantas incertidumbres y turbulencias. Las reglas no escritas de la era del partido hegemónico han cedido el paso a las reglas que fueron escritas para servir de referente límite y no para aplicarse sistemáticamente, y el rediseño institucional brilla por su ausencia. Se han reemplazado algunos engranajes pero la maquinaria sigue siendo la misma y es, en condiciones diametralmente opuestas a las que le dieron origen, disfuncional.

Pero la coyuntura da para rebasar el análisis del régimen mexicano. El debate sobre el voto nulo ha exhibido una de las limitaciones del sistema democrático: la personificación del menú y a la concomitante nebulosidad de la voluntad del electorado. Al votar por alguien más que por algo se fomenta el culto a la personalidad y se relegan las ideas, dificultando así la lectura de lo que la gente manda. Quienes queremos que la democracia siga siendo la fuente de legitimación de poder por antonomasia no podemos conformarnos con eso. La solución, a mi juicio, está en crear mecanismos de rendición de cuentas y consecución de promesas electorales. El célebre “mandato de las urnas” es la conclusión a la que políticos y académicos llegan tras de elucubrar y conectar miles de decisiones a menudo inconexas. ¿No sería mejor imprimir en la boleta, junto al nombre y en lugar de la fotografía del candidato, la descripción en un par de renglones de sus dos o tres propuestas principales? ¿No convendría supeditar la continuación del gobernante o del legislador en su cargo al cumplimiento de sus compromisos electorales?

Por otra parte, las secuelas de la polarización de 2006 piden a gritos mojoneras democráticas. Ninguna democracia funciona bien sin delimitar la cancha ideológica. Si los jugadores no saben dónde están las líneas de meta y de banda, ningún árbitro puede manejar el partido y los equipos acaban a golpes. En Europa, cuando llegan al gobierno, la izquierda respeta los intereses legítimos de los empresarios y la derecha no intenta desmantelar el Estado de bienestar. El ejemplo no es el más feliz porque a raíz del derrumbe del socialismo real el mundo se derechizó y el terreno de juego se ha ido estrechando del lado progresista, pero si retrocedemos a las contiendas europeas de los años 60 o 70 la metáfora es válida. En México, en cambio, persisten sectores derechistas e izquierdistas anacrónicos, alérgicos al pluralismo, proclives al veto de contrarios e incapaces de aceptar linderos y por ende entorpecedores de la transición. Y es que los extremismos son intrínsecamente antidemocráticos. Si las opciones de poder se radicalizan al grado de no tolerar que sus adversarias gobiernen, la democracia se pervierte. Un deplorable ejemplo de ello es lo que está ocurriendo en Honduras.

El 5 de julio será muy importante, pero más lo será la actitud de la ciudadanía a partir del 6 de julio. El fenómeno del anulismo enfrentará su prueba de fuego, y su éxito o fracaso dependerá de su organización poselectoral: si su desencanto se traduce en unidad y estrategia, la partidocracia mexicana tendrá que transformarse. Con una agenda común, sin sucumbir al canto de las sirenas fácticas, sus demandas pueden convertirse en realidad. Hay discrepancias en otros temas, pero es grande la coincidencia en tres puntos: reelección consecutiva de diputados y senadores, candidaturas independientes y plebiscito, referéndum e iniciativa popular. Algunos partidos ya dicen sí a esa agenda, pero eso habían dicho antes y ante la ausencia de una exigencia social se desdijeron. Si no hay presión, o si esa presión es difusa o desarticulada, van a postergar esas medidas una vez más. Es obvio: las tres cosas debilitan un poco a sus dirigencias. No tanto como ellas creen, por cierto, porque en Europa los legisladores se reeligen consecutivamente y pueden llegar al Parlamento sin postulación partidista, mientras que los ciudadanos cuentan con las herramientas de la democracia participativa, y sin embargo los partidos siguen siendo muy fuertes. Pero aquí sienten que legislar en ese sentido sería un suicidio. Y el suicidio es antinatural.

Estos son tiempos de definiciones. Pronto conoceremos los resultados electorales, con los ganadores y perdedores de la competencia que se libra en este país cada tres años. Pero ahora hay algo más en juego. Estamos ante la posibilidad de saber también si, la próxima vez, las reglas y los competidores seguirán siendo los mismos.

abasave@prodigy.net.mx
kikka-roja.blogspot.com/

lunes, 22 de junio de 2009

Agustín Basave Benítez: Dicho y hecho bajo el mismo techo

Dicho y hecho bajo el mismo techo
Agustín Basave
22-Jun-2009
Es muy difícil creer que no hay diálogo ni transacción alguna. ¿Puede un presidente municipal indefenso sobrevivir si se niega a pactar con un poderoso señor de las drogas? El famoso estudio de la ONU que reporta que el narcotráfico controla en mayor o menor medida 60% de los municipios mexicanos nos dice que no.

Ningún gobierno en el mundo transparenta todo lo que hace. Hay actividades, primordialmente las relacionadas con la seguridad nacional, que se mantienen en reserva como secretos de Estado. Y ninguna sociedad los cuestiona, porque se considera razonable que por su naturaleza cierta información se mantenga en secrecía. Pero en las democracias desarrolladas ni el gobierno abusa de la confidencialidad ni la sociedad vive en la simulación. Se revela más de lo que se oculta y la brecha —que no abismo— entre el discurso político y la realidad se colma con menos hipocresía.

En México es diferente. La lucha contra el narcotráfico está impregnada de una retórica, la que emana de los dirigentes de los distintos partidos políticos y de los representantes de los tres órdenes de gobierno, que se aleja cada vez más de los límites de la credibilidad. El mantra es “no nos intimidan ni nos corrompen / la ley se aplica, no se negocia ni se pacta”. Entiendo que no se nos den los detalles de las estrategias anticrimen, y nunca he esperado que se nos diga quiénes o cómo infiltran los cárteles. Pero me parece poco creíble el discurso oficial, que insiste en que no hay el menor acercamiento con las organizaciones criminales. Y es que yo, como muchos mexicanos, sospecho que paralelamente al combate frontal se dan negociaciones y pactos. Y no me refiero a los que hacen algunos funcionarios públicos para ponerse al servicio del narco, porque en ese sentido los escándalos de corrupción no dejan sospechas sino certezas, sino a probables encuentros clandestinos entre autoridades y criminales donde se sellarían acuerdos de tolerancia a cambio de paz, valores entendidos que ambas partes cumplirían al margen de la ley. Vamos, algo como un intento de regresar a lo que se rumora había antes: trafiquen, pero no dejen droga ni sangre de este lado de la frontera. O algo como lo que las malas lenguas dicen que sigue habiendo: además de la persecución y las capturas, arreglos para la entrega a las autoridades de lugartenientes de uno u otro bando como resultado de un quid pro quo o de ajustes de cuentas entre ellos.

El argumento gubernamental es que los miles de muertos son la prueba de que gobiernos y cárteles sólo se comunican a balazos. Nos lo dicen como si otro tipo de comunicación fuera inconcebible en una guerra, como si no fuera práctica común que tropas enemigas negocien corredores desmilitarizados o pacten treguas. Nunca nos han explicado por qué debemos descartar que la escalada de violencia de los últimos años sea producto de una transición, de la ruptura de viejos convenios de repartición de territorios y del establecimiento de nuevas reglas del juego entre gobiernos y delincuentes. Por eso es muy difícil creer que no hay diálogo ni transacción alguna. ¿Puede un presidente municipal indefenso sobrevivir si se niega a pactar con un poderoso señor de las drogas? El famoso estudio de la ONU que reporta que el narcotráfico controla en mayor o menor medida 60% de los municipios mexicanos nos dice que no. Si el gobierno federal, que cuenta con mucho más recursos, no ha podido derrotarlo, y muchos gobiernos estatales se saben impotentes y se hacen a un lado o de plano le entran al negocio, es impensable que los ayuntamientos lo enfrenten.

El tema está que arde en mi tierra. La difusión de una grabación en la que un aspirante panista a alcalde en Nuevo León, en una reunión de campaña, habla de negociaciones y pactos con los capos, está provocando reacciones muy significativas. Los candidatos del PRI y el PAN se acusan mutuamente de pactar con el narco con la misma vehemencia con la que declaran que no lo han hecho nunca y que jamás lo harán. Priistas y panistas se fingen sorprendidos ante el hecho de que los narcotraficantes tengan tratos con candidatos y con gobernadores y presidentes municipales del otro partido (porque con los del suyo ni hablar). Es curioso: reconocen lo peor y niegan lo “menos peor”. Cuando se les pregunta si puede haber gobernantes emanados de sus filas que reciban pagos del narcotráfico a cambio de protegerlo o dejarlo actuar, responden que desgraciadamente ese poder corruptor alcanza a todos los institutos políticos, pero cuando se les cuestiona si puede haber quienes no acepten dinero sino negocien códigos de reglas no escritas contestan que con el crimen organizado no se transige. Que alguien que lo haya hecho rehúse admitirlo es comprensible, porque le podría acarrear consecuencias penales; que los demás lo nieguen aun en situaciones hipotéticas, caray… Nadie espera una sinceridad que por desgracia nuestra misma opinión pública castigaría, pero algunos agradeceríamos un mayor respeto por las palabras. El dicho y el hecho deben convivir bajo el mismo techo.

Cuando la retórica y la realidad no coinciden, hay que cambiar una de las dos. Pactar con el narco es algo tan explicable como injustificable, y para contrarrestarlo es necesario desmantelar las redes narcofinancieras y tomar otras medidas que permitan ganarle la partida. Pero antes que cualquier otra cosa es imprescindible reconocer que el problema de los pactos existe y discutirlo sin simulaciones. Yo quiero que se aplique cabalmente la ley, que no haya ningún tipo de complicidades, ni de quienes se venden ni de quienes se hacen de la vista gorda. Pero también quiero que los mexicanos superemos nuestra esquizofrenia y tengamos una más sana relación con la verdad. Divorciar lo declarativo de lo real, romper toda conexión entre el deber ser y el ser, vivir en la mentira, todo eso enferma a una sociedad tanto como las drogas.

abasave@prodigy.net.mx
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lunes, 15 de junio de 2009

Decálogo por el voto nudo: Agustín Basave

Decálogo por el voto nudo
Agustín Basave
15-Jun-2009
Un candidato a alcalde en Nuevo León admite pactos con los narcos y eso ha escandalizado a una opinión pública que ya sospechaba que esas negociaciones son práctica común. Si eso es lo que hacen todos, ¿no sería mejor exigirles que nos digan la verdad en vez de castigar electoralmente la estulticia e incentivar las mentiras políticamente correctas?

Enhorabuena por la UNAM y su Príncipe de Asturias

Los comentarios de los lectores en torno a mi artículo del lunes pasado me obligan a revisitar el tema de la anulación del voto. Lo haré sin escatimar obviedades, con la intención de precisar mi postura en un decálogo —cinco posturas generales sobre la democracia y cinco específicas sobre los partidos en México— que expresa mi credo democrático.

1) Creo en la democracia como el peor sistema que existe, con excepción de todos los demás que se han inventado (WCh). Las bondades teóricas de un régimen democrático son tan grandes como las dificultades prácticas para que funcione bien, pero la peor democracia es preferible a la mejor dictadura.

2) Creo en la división de poderes y creo en los partidos políticos como un mal necesario porque no existe ni ha existido nunca la democracia directa, ni siquiera en la Grecia clásica. Sin ellos se dificulta la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo y por ende la gobernabilidad democrática, y se facilita caer en el autoritarismo o en la oclocracia.

3) Creo en el parlamentarismo y creo en la democracia representativa y participativa. Para alcanzarlos es indispensable construir un régimen de una sola mayoría e instaurar el plebiscito, el referéndum y la iniciativa popular. No incluyo la revocación de mandato porque se vuelve redundante una vez superado el presidencialismo.

4) Creo en el equilibrio democrático entre partidarismo y ciudadanización, que se consolida con la reelección consecutiva de legisladores y las candidaturas independientes. La proporcionalidad tiene las ventajas de contrarrestar la sobre y la sub representación y de propiciar la calidad del proceso legislativo, por lo que no hay que descartar la mixtura ni la alternativa de una Cámara baja puramente plurinominal cuya correlación de fuerzas determine la jefatura de gobierno y una Cámara alta de mayoría relativa plena que elija al jefe de Estado y/o a los integrantes de los organismos autónomos.

5) Creo en un sistema electoral sencillo y eficiente y creo en el financiamiento público de campañas electorales breves y austeras cuyo acceso a los medios electrónicos se dé exclusivamente por la vía de tiempos oficiales. Quien calumnie tiene que pagar un costo. El modelo ideal, a mi juicio, es el que privilegia las propuestas y los debates entre candidatos por sobre la propaganda negativa y los spots.

6) Creo que las fronteras que separan a los partidos políticos mexicanos no coinciden con las líneas ideológicas de nuestra sociedad. Las identidades partidistas se traslapan y se diluyen cada vez más. Sería saludable para la política mexicana que el PRI, el PRD y el PAN decidieran refundarse y que surgieran otras opciones. La mayoría de los partidos pequeños o emergentes han sido franquicias o instrumentos de intereses personales, pero elevar demasiado el umbral del registro cerraría la puerta a la oxigenación de nuestro régimen.

7) Creo que los electores hemos permitido que los partidos se salgan con la suya en su renuencia a depurarse a sí mismos. El reciclaje de personajes impresentables es en todos ellos tan frecuente como impune, y eso sólo se solucionará cuando cobremos facturas en las elecciones.

8) Creo que la estrategia del voto nulo es una respuesta natural y legítima ante la crisis de la política y que la reacción de las dirigencias partidistas es lamentable. En lugar de satanizarla deberían reconocer que la ciudadanía tiene todo el derecho de recurrir a ella, tomar nota de su inconformidad y abanderar sus demandas.

9) Creo que sería más eficaz anudar que anular el voto. Atarlo al compromiso de algún partido viejo o nuevo con una agenda consensuada, previa organización de la presión social. Es cierto que el anulismo es un plausible llamado de atención a la partidocracia, y que ya logró arrebatar los espacios mediáticos a las campañas, pero no lo es menos que nuestra legislación electoral es relativista y por eso la anulación ayuda a que se imponga el voto duro, corporativo o clientelar de los gobernadores.

10) Creo que no debemos perder de vista lo que a mi juicio es el objetivo central de la protesta: renovar nuestro sistema de partidos. Es decir, favorecer la refundación de los que ya existen y replantear las reglas del juego de modo que la mayoría se sienta representada. Entre quienes no militamos hoy en ninguno de ellos hay dos tipos de ciudadanos: los que por principio no quieren tener filiación partidaria y los que no la tenemos porque no hay una opción que nos satisfaga. A ambos nos une una mayor o menor decepción con el statu quo político partidista. Yo respeto a quienes anularán su sufragio pero, como simpatizante de la socialdemocracia, he decidido votar por los candidatos cuyas plataformas se acerquen al centro izquierda.

Aclaro mi posición porque prefiero las críticas a las nebulosidades. Considero que una de las viejas prácticas que hay que desechar es la de hacer de la realidad una irrelevancia discursiva, y que las sociedades maduran en la medida en que se transparentan y ponen las cartas sobre la mesa. Y termino con un ejemplo y una pregunta que pueden explicar por qué hay tanta gente hastiada de los partidos. La divulgación en Reporte Índigo de una grabación en la que un candidato a alcalde en Nuevo León admite pactos con los narcos ha escandalizado a una opinión pública que ya sospechaba que esas negociaciones son práctica común. Si eso es lo que hacen todos los gobiernos, ¿no sería mejor exigirles que nos digan la verdad en vez de allanarnos a la simulación, castigar electoralmente la estulticia e incentivar las mentiras políticamente correctas?

abasave@prodigy.net.mx
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lunes, 8 de junio de 2009

Anudemos el voto: Agustín Basave

Anudemos el voto
Agustín Basave
08-Jun-2009
Los partidos de las democracias maduras afrontan consecuencias políticas, si no legales, cuando se destapa alguna cloaca y hay sospechas fundadas de la corrupción de alguno de sus militantes. En México no. Aquí hay muchos personajes impresentables que siguen siendo presentados.

No es cierto que los partidos estén desvinculados de la sociedad: son su producto. Algunos de los nuestros premian o solapan políticos corruptos porque el hacerlo no les acarrea un castigo en las urnas. En cambio, los de las democracias maduras afrontan consecuencias políticas, si no legales, cuando se destapa alguna cloaca y hay sospechas fundadas de la corrupción de alguno de sus militantes. Si no va a la cárcel, su carrera se trunca. Se le remueve de su puesto en el gobierno o en la dirigencia de su organización política y no se le vuelve a postular a un cargo de elección popular. La decisión no se toma necesariamente por un prurito ético sino por conveniencia: el votante pasa facturas. Claro, eso ocurre en el primer mundo, donde la excepción italiana confirma la regla europea, o gringa o canadiense o australiana o japonesa. En México no. Aquí hay muchos personajes impresentables que siguen siendo presentados. Pueden hacerlo porque el electorado lo tolera.

Una irritada opinión pública deturpa cotidianamente a los partidos. Existen dos tipos de irritaciones: la de quienes no se sienten representados por ninguno y los rechazan a todos por sus corruptelas y la de quienes quieren un nuevo sistema político o partidista. Los medios electrónicos difunden profusamente ambas en su afán de revertir la reciente reforma electoral, que con la prohibición de comprar tiempos para propaganda les hizo perder mucho dinero y un poco de poder. Los medios no crearon la indignación social, ciertamente, pero la alientan y la esparcen. Y magnifican los defectos de la reforma. Las voces que por convicción protestan contra lo que consideran una limitación a la libertad de expresión, o contra lo que juzgan censura, caen como lluvia de hastío en la tierra fértil de una ciudadanía predispuesta contra nuestra carísima partidocracia.

Esa combinación de búsqueda de representatividad y reformismo está resultando fecunda. El resultado es una serie de manifestaciones de inconformidad que coinciden, en su mayoría, en la idea de anular el voto. La lógica es correcta: hay que mostrar a los partidos que estamos decepcionados de ellos. Hay que ir a la casilla el 5 de julio y dejar en blanco o cruzar toda la boleta para que un alud de votos nulos mande el mensaje. El problema es que nuestro sistema electoral no es absoluto sino relativo —se basa en los porcentajes de votación y no en la cantidad de votos— y no penaliza el abstencionismo. Un ejemplo: si en un distrito hubiera 100 mil votantes registrados y 99 mil 994 anularan su sufragio pero tres votaran por el PRI, dos por el PAN y uno por el PRD, el candidato priista sería diputado con todas las de la ley y cada uno de los partidos abonaría a la misma cantidad de diputaciones plurinominales y acabaría recibiendo el mismo dinero en prerrogativas que si el resultado hubiera sido 50 mil votos para el PRI, 33 mil 333 para el PAN, 16 mil 666 para el PRD y una abstención. Aunque a mi juicio debería haberlo, nada hay en el Cofipe que supedite la validez de la elección a un nivel mínimo de participación o que les quite a los partidos representación o recursos por una baja afluencia de electores.

Se puede argumentar que si los líderes de los partidos son sensibles entenderán la señal. Pero yo tengo serias dudas sobre la eficacia de la estratagema, porque creo que les basta con conservar su voto duro y con él sus privilegios. Pero el debate de cómo cambiar ha soslayado el de qué hay que cambiar. Y hay que empezar por eso. Aunque pienso que la mediocracia y la partidofobia son más peligrosas que la partidocracia, considero que los partidos deben limpiarse y que el establishment partidario tiene que transformarse. Sin dar marcha atrás al modelo de acceso a radio y televisión y de financiamiento, en mi opinión la próxima reforma electoral debe incorporar varias cosas: desburocratización del IFE y del TFPJF y disminución de subsidios a los partidos, desespotización por la vía de debates televisados, precisión de las restricciones a las campañas negativas para que prevengan la calumnia más que la difamación, reelección consecutiva de senadores y diputados, candidaturas independientes, y referéndum, plebiscito e iniciativa popular.

Ahora bien, ¿cómo podríamos inducir lo antinatural? ¿Cómo presionar a los partidócratas para que actúen contra sus propios intereses y legislen para debilitarse? Solamente con la movilización de la sociedad civil. No me refiero a meras marchas y protestas sino a la construcción de un gran movimiento ciudadano que unifique a las diversas expresiones de desencanto con los partidos existentes y que, en alianza con el que acepte las enmiendas o mediante la creación de uno nuevo y más allá de intereses mediáticos, impulse la reforma a cambios de votos. Quizá a los dirigentes partidistas no les asusten los sufragios nulos, pero sin duda tendrían miedo de que un partido emergente les gane las elecciones. Y sobre todo, le temen a una sociedad participativa y vigilante, a un electorado con buena memoria capaz de dejar de votar por cualquiera que defienda el statu quo o proteja a corruptos. Por eso no propongo que anulemos sino que anudemos el voto. Que lo amarremos a una agenda consensuada y se lo demos a quien la suscriba, atando en una sola a las corrientes que hoy convergen en el propósito de forjar un nuevo sistema de partidos. Y mientras tanto, que cada quien decida qué debe hacer el día de la elección pero que todos demos seguimiento a quienes ganen para que les quede claro que tendrán que rendir cuentas si quieren llegar más lejos.

abasave@prodigy.net.mxu
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lunes, 1 de junio de 2009

De una vez, ¿no?: Agustín Basave

De una vez, ¿no?
Agustín Basave
01-Jun-2009
Hay un estudio de la ONU que estima que 60% de nuestros municipios están penetrados o controlados por narcotraficantes, y supongo que el 40% restante están en zonas a donde los capos no han llegado. ¿Por qué no se ha dado entonces un michoacanazo en otras entidades federativas?

Una de dos: o el gobierno federal le tuvo miedo al PRI o está preparando el golpe en su contra. Lo digo porque era tan insistente el rumor de que se fraguaba una acción judicial para detener un conspicuo priista que me parece imposible considerarlo infundado. Desde las altas esferas del poder se filtró la especie de que había una lista de ocho narcogobernadores, y de que se aprehendería a uno de ellos de filiación priista antes de las elecciones. Y sin embargo, hasta ahora el principal blanco de las autoridades ha sido el PRD: los colaboradores del presidente municipal cancunense, el dirigente tamaulipeco, el hermano del senador zacatecano y, ahora, los funcionarios y los alcaldes michoacanos. Alguien podría decir que la mayoría de los ediles en este último caso son de extracción priista, pero el trancazo mediático es sin duda contra el gobierno de un estado emblemáticamente perredista.

Para mi sorpresa, algunos analistas descartan el móvil electoral en Michoacán. ¿De veras piensan que esta acción espectacular se hizo la semana pasada porque fue imposible hacerla un poco antes o un poco después? Por favor, no me digan que no hubo cálculo político. No digo que el operativo se haya diseñado políticamente sino que los lugares y los tiempos fueron electoralmente calculados. ¿O acaso piensan que el gobierno no sopesó la oportunidad del operativo en términos de las preferencias de los votantes, que no escogió deliberadamente la tierra del presidente en vez de un estado panista para dar un golpe de esa magnitud y que no optó por realizarlo la semana pasada por los votos que les daría a su partido de cara al 5 de julio? Pero permítaseme trascender las preguntas retóricas: ¿por qué contra el PRD? Si para el PAN el enemigo a vencer en los próximos comicios es el PRI, ¿por qué no se ha cumplido la amenaza de pegarle a uno de los muchos narcopriistas? Las únicas explicaciones posibles son o que se va a cumplir en un personaje menor para no romper la alianza legislativa entre panistas y priistas, o que se está preparando el terreno de la opinión pública para ir contra un personaje mayor. Ya se le pegó varias veces al PRD —quizá por ser el receptor de buena parte de los puntos que el PRI ha perdido en las encuestas— e incluso se tocó al PAN en Morelos, y si bien queda claro que los perredistas tienen razón en protestar de que al gobernador michoacano se le trató con rudeza innecesaria mientras que al morelense se le tuvieron todas las consideraciones, la opinión pública no dará mucho crédito a los priistas cuando les toque el turno y se quejen de que la persecución tiene motivación electoral. Obvio.

Muchos aplaudimos la determinación del gobierno federal de luchar contra el crimen organizado. Pero ya nos dimos cuenta del tamaño del animal, y por eso sabemos que falta mucho por hacer. Hay un estudio de la ONU que estima que 60% de nuestros municipios están penetrados o controlados por narcotraficantes, y supongo que el 40% restante están en zonas a donde los capos no han llegado o donde los ayuntamientos pueden hacerse de la vista gorda, porque no habría manera en que un funcionario municipal pudiera seguir vivo si los enfrentara. ¿Por qué no se ha dado entonces un michoacanazo en otras entidades federativas? Si los jefes del aparato de seguridad confiesan a los columnistas que ya conocen con bastante precisión quiénes son los implicados, y si no se trata de lanzar una peligrosa ofensiva simultánea contra el narcotráfico en muchos frentes sino de mermar su base política, ¿cuál es la preocupación?

He aquí el equívoco: se preocupan por lo menos y no por lo más. Dicen que no pueden actuar contra todos los políticos coludidos con los cárteles de la droga porque el país se convulsionaría y aprovechan el pretexto para actuar con criterio selectivo y electorero, pero no parecen mortificarse por la ingobernabilidad que la crisis económica está gestando. Por eso yo propongo una estrategia de impunidad cero: que hagan el trabajo de inteligencia que haga falta para lanzar antes de que termine este año o a principios del próximo, al margen de campañas electorales, un megaoperativo contra todos los narcopolíticos que han detectado. Que mientras los ponen a disposición de los jueces, se presente en un mensaje a la nación la evidencia de las complicidades de chile rojo, de dulce azul y de manteca amarilla. Con una limpia pareja, averiguaciones bien hechas y juicios apegados estrictamente a la ley, el narco se debilitaría, la sociedad se fortalecería y el presidente, sin la cachucha del PAN y con la de estadista, recibiría el apoyo popular necesario para librar 2010 y terminar bien su sexenio. La participación social impediría que los intereses políticos afectados pusieran en jaque al Estado y al mismo tiempo contrarrestaría las tentaciones autoritarias de excepcionalidad o militarización, de modo que las instituciones democráticas seguirían operando. Y por si fuera poco, la zarandeada a los partidos los forzaría a refundarse y a entender que aquel que se atreviera a deshacerse de su escoria tendría ventaja de cara a 2012. Saldríamos así del falso dilema en que nos pone la decepción que nos provocan y la conciencia de que sin ellos la democracia degenera en autocracia o en oclocracia: tendríamos partidos, pero no estos partidos. Tendríamos representantes, pero no estos representantes. La condición es que cambiemos nosotros y los cambiemos a ellos, obligándolos a pagar su corrupción con la cárcel o al menos con el fin de su carrera. De una vez, ¿no?

abasave@prodigy.net.mx

Propongo una estrategia de impunidad cero: que hagan el trabajo de inteligencia necesario para lanzar antes de que termine 2009 o a principios del próximo, al margen de campañas electorales, un megaoperativo contra todos los narcopolíticos.

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lunes, 25 de mayo de 2009

Los grandes problemas nacionales: Agustín Basave

Los grandes problemas nacionales
Agustín Basave
25-May-2009
Es un texto imprescindible para entender a México. Hoy, que acatamos la desigualdad y que consideramos políticamente incorrecto hablar de la ostensible correlación entre raza y clase, la lectura de LGPN debería ser obligatoria en nuestras universidades. La única forma de cambiar la realidad es asumirla, y la única forma de asumirla es encararla.

Acaba de cumplirse un siglo de la publicación de una obra señera en la historia de las ideas de México. Me refiero a Los grandes problemas nacionales (LGPN), de Andrés Molina Enríquez, precursora de la Revolución o, mejor dicho, de la posrevolución y quizá de lo que está por venir. Su primera edición (Imprenta de A. Carranza e Hijos, 1909) no fue un éxito editorial. Y como suele suceder con los clásicos, tampoco fue aclamada por la crítica. Pasó tiempo, mucho tiempo, para que semejante opus magnum fuera cabalmente apreciada. Primero recibió el elogio de los mexicanólogos extranjeros y después de los nuestros. Ahora todos reconocen su importancia, aunque pocos le dan el lugar que a mi juicio merece. Para muestra basta un botón: no ha habido ninguna conmemoración en este su centésimo aniversario (y ya terminó abril, el mes en que fue fechado el prólogo original).

LGPN es el compendio del pensamiento de Molina Enríquez. Ahí quedan plasmadas sus ideas centrales, si bien las anticipa en La Reforma y Juárez (1905) y las corrige en La reforma agraria (1932-36). Con un instrumental multidisciplinario que combina historia, antropología, sociología, derecho y política, don Andrés diagnostica y prescribe en LGPN pasado, presente y futuro. Su preocupación fundamental es la consolidación de la nación mexicana. Explica el devenir de México mediante la lucha entre criollos, indios y mestizos, parte de la premisa de que el mestizaje es la quintaesencia de la mexicanidad y llega a la conclusión de que la síntesis racial y cultural es condición sine qua non para resolver cinco grandes problemas nacionales: la propiedad, el crédito territorial, la irrigación, la población y la política.

El libro convierte a su autor en padre del agrarismo revolucionario, ideólogo del presidencialismo posrevolucionario y teórico del nacionalismo mestizo. Ni más ni menos. Aunque en cada una de esas contribuciones tiene predecesores y sucesores, es él quien llega más lejos. En el caso del latifundio, Wistano Luis Orozco señala su improductividad económica y Luis Cabrera su peligro político, pero es Molina quien, concordando con esas dos críticas, añade la justicia social como imperativo para repartir la tierra. Ante las fuerzas centrífugas que amenazan con desmembrar al país, los evolucionistas spencerianos del Porfiriato claman por la centralización del poder y los cardenistas por la preeminencia del presidente, pero Molina agrega a ese producto propiedades y fecha de caducidad. Y en la búsqueda de identidad nacional, cada uno de los mestizófilos esgrime una parte —Francisco Pimentel pide la homogeneidad mediante una suerte de etnocidio humanitario, Vicente Riva Palacio reclama un contrato racial entre criollos e indios, Justo Sierra sugiere la centralidad del mestizaje como procreador de la clase media, Manuel Gamio propone la reencarnación del indio en mestizo y José Vasconcelos exige la elevación del crisol al plano cósmico— pero es Molina quien articula el todo forjando una auténtica teoría de la mestizofilia.

No es fácil leer a Andrés Molina Enríquez. Su estilo es farragoso y su eclecticismo doctrinario, que empieza en el positivismo y termina en el relativismo cultural, está permeado de tesis anacrónicas y contradictorias. Pero vale la pena repensar sus ideas, porque trascienden a sus adalides intelectuales. LGPN es un texto imprescindible para entender a México. Destila creatividad analítica y visión profética, producto de una mirada inteligente y desinhibida de la realidad nacional. Hoy, que acatamos la desigualdad y que consideramos políticamente incorrecto hablar de la ostensible correlación entre raza y clase, la lectura de LGPN debería ser obligatoria en nuestras universidades. La única forma de cambiar la realidad es asumirla, y la única forma de asumirla es encararla.

Permítaseme citar dos fragmentos de LGPN que expresan llanamente su complejidad. Primero, su definición de patriotismo: “Todos como los hermanos de una familia, libres para el ejercicio de sus facultades de acción; pero unidos por la fraternidad común, y obligados a virtud de esa misma fraternidad, por una parte, a distribuirse equitativamente el goce de la común heredad que los alimenta, y por otra, a tolerarse mutuamente las diferencias a que ese goce dé lugar”. Y finalmente, las últimas y elocuentes palabras: “Tiempo es ya de que salgamos de las oscilaciones de la vacilación, y de que busquemos nuestro camino de Damasco, procurando multiplicar nuestro número, acrecer nuestro bienestar, adquirir la conciencia de nuestro ser colectivo, definir nuestro espíritu social, y formular nuestros propósitos de conducta con precisión, formulando la noción de patria que nos sirva en el interior para lograr la coordinación integral de todos nuestros esfuerzos, y en lo exterior para mantener la seguridad plena de la existencia común. Tiempo es ya de que formemos una nación propiamente dicha, la nación mexicana, y de que hagamos a esa nación, soberana absoluta de sus destinos, y dueña y señora de su porvenir”. Quítele usted la multiplicación del número y cualquier otra cosa que tenga que ver con las circunstancias de su tiempo y dígame si hay algo en sus tesis que no esté vigente en el México actual. ¿No nos laceran las vacilaciones y la cortedad de miras? ¿No necesitamos extender nuestra conciencia colectiva y el bienestar del que sólo gozamos unos cuantos? Y más allá de buenos propósitos, ¿no nos hace falta un proyecto de nación?

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¿No nos laceran las vacilaciones y la cortedad de miras? ¿No necesitamos extender nuestra conciencia colectiva y el bienestar del que sólo gozamos unos cuantos? Y más allá de buenos propósitos, ¿no nos hace falta un proyecto de nación?

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lunes, 18 de mayo de 2009

Vuelta a la anormalidad: Agustín Basave

Vuelta a la anormalidad
Agustín Basave
18-May-2009
Aquí estamos, asqueados y entretenidos. Y lo que falta. En víspera de las elecciones intermedias, de cara al banderazo formal de la carrera presidencial, otros esqueletos pueden salir del clóset. Bailaremos al son de notas escandalosas, nos meteremos al carnaval de la mierda. Porque el morbo nos hace disfrutar el desfile de cinismos, el espectáculo de perversiones, el concurso grotesco de miserias desnudas.

Retornamos a nuestra tercera realidad. La que relegamos durante dos o tres semanas, mientras sentimos que la epidemia era más amenazante. Durante ese paréntesis nos ganó la angustia. Lo que antes nos atemorizaba era grave pero familiar: el crimen organizado y la crisis económica se estaban convirtiendo en parte de nuestro paisaje existencial. El nuevo peligro, en cambio, nos era desconocido. Por eso nos hizo olvidarnos de lo demás. Vimos el horizonte oscurecerse e imaginamos que detrás de esas sombras avanzaba algo ignoto, impredecible, que podía echársenos encima. Pero súbitamente se disiparon las tinieblas y nos dimos cuenta de que todo seguía igual.

Las notas de la prensa y de los noticieros volvieron a teñirse de rojo. Regresamos de un día para otro a la rutina informativa de ejecuciones, secuestros, aprehensiones y fugas. Violentamente volvimos los ojos a la violencia. Y al mismo tiempo pasamos de una noche a la otra: nos reencontramos con los vaticinios sombríos sobre cierre de empresas y desempleo. Peor aún, el panorama desalentador que por unos momentos dejamos de ver se tornó desolador. La economía, de por sí golpeada, recibió el impacto adicional del frenazo que le impuso la influenza. El turismo sufrió un golpe devastador y mucha gente quedó al borde del abismo.

Pero hay una segunda realidad a la que también estamos regresando. Una que habíamos soslayado hace mucho tiempo, que existe desde antes de la emergencia sanitaria y que precede también a la criminalidad desbocada y a la recesión. Me refiero a la corrupción que revelan los flamantes escándalos políticos, gotas de un miasma que escurren bajo las bambalinas de la disputa por el poder. Y es que por cada cloaca que se destapa hay muchas que quedan tapadas. Lo mismo en los partidos que en el mundo sindical o en el empresarial o en el del periodismo, que asume una suerte de omertá. De las que nos enteramos son fechorías que se ponen al descubierto por algún error de cálculo, por voracidades o traiciones que propician venganzas o ajustes de cuentas, por pasiones desbordadas o remordimientos.

Los libros y las entrevistas que se han difundido recientemente hicieron las veces de despertador. Nos sacaron del sonambulismo de la angustia para regresarnos, de golpe, a la inveterada anterioridad. De lo imprevisto pasamos a lo previsible. Y aquí estamos, asqueados y entretenidos entre ríos de inmundicias que amenazan con anegarnos. Y lo que falta. En víspera de las elecciones intermedias, de cara al banderazo formal de la carrera presidencial, otros esqueletos pueden salir del clóset. Bailaremos al son de notas escandalosas, nos meteremos al carnaval de la mierda. Porque el morbo nos hace disfrutar el desfile de cinismos, el espectáculo de perversiones, el concurso grotesco de miserias desnudas. Lo observamos con una ceja levantada, dos ojos desorbitados y tres dedos apretando la nariz, pero no podemos disimular el placer. Nos hace vernos mejores: justifica tácitamente nuestros pecados, relaja nuestra conciencia. Total, es la naturaleza humana.

Con todo, nos hace falta un retorno más. Nos urge volver a la primera realidad, la más difícil de todas. Hasta ahora nos hemos conformado con argumentar que los corruptos están en las élites y que los demás somos inocentes. Y sí, prevalece una enorme inmoralidad arriba, pero ya es tiempo de preguntarnos qué la hace posible abajo. Unos más, otros menos, pero todos somos parte de este problema que tiene raíces históricas y culturales. Tenemos que dejar de vernos la cara con la idea de que nuestra sociedad es limpia y que sólo los dirigentes son sucios. ¿De dónde salen, dónde se forman esos dirigentes? ¿No permea al ámbito público y al sector privado o social que dirigen un código de deshonestidades? ¿No abundan las mordidas, los establecimientos que venden kilos de 900 gramos y los litros de 900 mililitros, la piratería que se vende y se compra, las corruptelas de grupos informales, las mafias o las sectas facciosas en los sindicatos, en la burocracia, en el deporte, en la academia? ¿No es aquello de que el que no transa no avanza el lema que suscriben muchos mexicanos, los mismos que toleran al que roba siempre y cuando salpique? Me santiguo al decir algo tan políticamente incorrecto: si bien hay en este país ciudadanos admirablemente íntegros, la mayoría acepta de buena gana y participa en mayor o menor medida en el juego de reglas no escritas e ilegalidades dentro del cual se mueve gran parte de nuestra vida política, económica y social. Su comportamiento es racional: el sistema está diseñado para que sea más conveniente violar la ley que cumplirla. Por eso la corrupción se ha convertido en el aceite sin el cual no puede funcionar el engranaje de México. Es un mecanismo que hace que las cosas se muevan, una urdimbre de complicidades sin la cual se dificulta la convivencia armónica.

La responsabilidad primordial de cambiar el sistema es de los representantes. Pero nada cambiará sin la depuración y la presión de los representados, sin una cruzada por la autocrítica social y por el renacimiento ético de nuestra sociedad políticamente organizada. Seguiremos en esta cotidianeidad de fullerías, permitiendo que quede impune el chapoteo de los grandes corruptos en el estercolero. Continuaremos en un baile de máscaras en el que nadie engaña a nadie y todos nos engañamos a nosotros mismos. Y así, cuando la cuarta realidad sea un recuerdo remoto, habremos completado nuestra vuelta a la anormalidad.

Nos hace falta un retorno más. Nos urge volver a la primera realidad, la más difícil de todas. Hasta ahora nos hemos conformado con argumentar que los corruptos están en las élites y que los demás somos inocentes.

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lunes, 11 de mayo de 2009

Metecos favoritos: Agustín Basave

Metecos favoritos
Agustín Basave
11-May-2009
Reynoso vengó agravios soplando y gesticulando en el rostro del agresor el lanzamiento de su fluido nasal. Que la prensa de Chile haya estado cerca de equipararlo a la niña de El Exorcista no me sorprendió. Lo que me molestó fue que la mayoría de los comentaristas de nuestro país ayudaron a convertir a nuestro discriminado en malhechor.


La discriminación es hija de la ignorancia y el prejuicio. Cuando se carece de información sobre la otredad, a la que por temor se le distingue y separa, se le suele endilgar el baldón excluyente. No es fortuito: se le excluye porque se le considera contaminante. Pueden ser creencias que se asumen incompatibles con las propias, modos de vida que se juzgan moralmente reprobables o, llanamente, enfermedades. Y cuando los discriminadores pueden identificar a los discriminados por su pasaporte, la xenofobia entra en escena.

La epidemia de influenza que golpea a México gesta ejemplos típicos de discriminación xenófoba. No es otra cosa la sobrerreacción de varios países —gobiernos y sociedades— ante la presencia de mexicanos. China prácticamente encarceló a docenas de paisanos, aunque lo hizo en aras de usos y costumbres que también aplica a sus connacionales. Singapur impuso visa y cuarentena a los nuestros. Argentina y Cuba cancelaron los vuelos con origen o destino en nuestro país, pese a que la Organización Mundial de la Salud no lo pedía ni lo recomendaba. Francia presionó a la Unión Europea para que hiciera lo mismo. Perú y Ecuador tuvieron que cantar mal las rancheras, porque no dejaron aterrizar al avión de Vicente Fernández para reabastecerse de combustible. Haití de plano rechazó una donación de comida de nuestra parte. El gobierno de Estados Unidos se portó bien, pero un funcionario maltrató a Carlos Cuarón, Gael García y Diego Luna en el aeropuerto de Los Ángeles. Y hay más.

La vejación que sufrió en Chile el equipo de futbol Guadalajara me parece la más significativa. La semana pasada, las Chivas fueron a jugar contra el Everton, buscando su pase a los octavos de final de la Copa Libertadores. Durante un paseo de los jugadores en un centro comercial, algunos chilenos les gritaron “leprosos”, entre otras lindezas que aludían a su supuesta condición de infectados. Otorguémosles el beneficio de la duda y supongamos que se trató de una simple cuchufleta, una de esas burlas que brotan de la creatividad humorística de las barras. El problema es que el escarnio subió de tono en el estadio y de ahí pasó a la cancha. Casi al final del segundo tiempo el mapochino Sebastián Penco embistió al portero del chiverío, y en su defensa su compañero Héctor Reynoso vengó todos los agravios soplando y gesticulando en el rostro del agresor el lanzamiento de su fluido nasal.

Si Reynoso hubiera recibido una tarjeta amarilla el asunto hubiera quedado saldado. Pero no fue el árbitro sino las cámaras de televisión quienes vieron el incidente, y al día siguiente el presunto escupidor recibió escupitajos mediáticos mucho más salivosos que sus soplidos. Que la prensa de Chile haya estado cerca de equipararlo a la niña de El Exorcista y la Conmebol lo haya expulsado por el resto del torneo no me sorprendió: el ardor de una es natural porque el Guadalajara eliminó al Everton, y la inquina de la otra contra los equipos mexicanos ha sido tan injusta como marrullera. Lo que me molestó fue que la mayoría de los comentaristas de nuestro país hayan hablado de este magnífico futbolista como si fuera un truhán y como si las dos veces que fue vilipendiado por los chilenos no fueran suficiente denigración, y que el nuevo presidente deportivo de su propio club, un tal Pedro Sáez, haya dicho que merecía una sanción (a ver ahora con qué cara firma la carta de apelación contra el castigo donde debe defender su inocencia). Fantástico: ayudaron a convertir a nuestro discriminado en malhechor. Se les olvidó que hay una cosa que se llama proporcionalidad, y que el “delito” fue una burla a los burlones, lo cual en todo caso amerita un castigo mucho menor al que recibió. Como dice mi hijo Alejandro, es como si hubieran penalizado a Eto’o, el delantero africano del Barcelona, porque tras de anotar en un partido en que unos aficionados racistas lo habían ofendido con los gemidos de un simio, se mofó de ellos haciendo movimientos simiescos.

En fin. Son ya varios los países que han adoptado medidas o actitudes discriminatorias contra nosotros. Huelga decir que no cuestiono las revisiones médicas a quienes llegan de México a otro país; lo justifica una epidemia que aquí se ha manifestado con mayor intensidad que en el resto del mundo. Lo que condeno es que se insulte a deportistas o se incomunique a otros viajeros por el solo hecho de tener nacionalidad mexicana, aun cuando ninguno muestre síntomas y algunos de ellos ni siquiera hayan estado recientemente en México. Y repruebo que se llame a esta afección influenza mexicana, con el consecuente efecto devastador en nuestro turismo. Ya sé que no es nada personal: si hubiera sido otro el grupo de extranjeros, de preferencia tercermundista, que en esta coyuntura ayudara a concentrar frustraciones y temores, a ése se dirigiría la discriminación. En 1918 le tocó a España, ahora nos toca a nosotros y después le tocará a otro país, aunque ni los españoles ni los mexicanos ni los que sigan seamos los únicos responsables porque los virus nunca han tenido pasaportes, y menos en esta era de globalización. Es vil xenofobia, pues, que sirve para culpar a los otros de cualquier problema. El hecho es que hoy los mexicanos somos los metecos favoritos. Y sólo tenemos dos opciones: conservar prejuicios y acumular resentimiento o racionalizar la sinrazón y denunciarla con el ánimo de conjurarla para bien de todos. ¿Qué es mejor, el Talión o Gandhi, dejar a la humanidad ciega o abrirle los ojos?

En 1918 le tocó a España, ahora nos toca a nosotros y después le tocará a otro país. Es vil xenofobia, pues, que sirve para culpar a los otros de cualquier problema. El hecho es que hoy los mexicanos somos los metecos favoritos.

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lunes, 4 de mayo de 2009

Angustia: Agustín Basave

Angustia
Agustín Basave
04-May-2009
Etimológicamente, angustia viene de angosto; el vocablo se inspiró en una aprehensión que comprime el pecho e impide respirar. A mi juicio, esa afección respiratoria es hoy en México más preocupante que la otra. Confío en que superaremos pronto la emergencia sanitaria porque, si bien somos lentos e ineficientes en circunstancias normales, los mexicanos nos sublimamos en momentos críticos.

Para Francisco Salomón, con mis felicitaciones anticipadas por sus 11 años. Que nunca te gane la angustia, hijo.

Según la Real Academia, el miedo es una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”. Esto quiere decir que cuando nos amedrentamos nuestro ánimo se perturba angustiosamente y, en ese sentido, podría pensarse que miedo y angustia son sinónimos. Sin embargo, el mismo diccionario define la angustia como “aflicción, congoja, ansiedad” y “temor opresivo sin causa precisa”. O sea que las sensaciones pueden parecerse pero hay una diferencia fundamental entre ellas: podemos explicar qué nos amedrenta pero no acertamos a identificar qué es lo que nos angustia. La semántica de la Academia es en este caso imprecisa pero distingue correctamente las dos palabras. Por su parte, la biología considera al miedo como algo útil —un mecanismo de defensa vinculado al instinto de supervivencia que hace que el ser humano reaccione más rápida y agudamente ante un peligro— y el sicoanálisis le otorga a lo que Freud llamó “angustia neurótica” una connotación patológica —una carga de energía síquica asociada a la represión—. Y si esas ciencias dicen que al individuo el miedo le hace bien y la angustia le hace mal, la sicología social advierte que las sociedades modernas angustiadas pueden entrar en una espiral de descomposición.

Tengo la impresión de que México sufre una epidemia de angustia. Los mexicanos acumulamos tantos miedos en los últimos tres años —a ser víctimas de la violencia del crimen organizado, a perder nuestro patrimonio por la crisis económica, a morir a causa de un extraño virus de influenza— que ahora ya no sabemos bien a bien qué tememos. Reina el aturdimiento y la confusión. Nos han caído encima las diez plagas y no entendemos qué pasa y, sobre todo, qué nos puede pasar. Nos asedia una incertidumbre mucho mayor a la que somos capaces de digerir. No discernimos qué puede sucedernos, pero inconscientemente esperamos algo muy malo, algo peor que el secuestro, el desempleo o la muerte misma. Estamos afligidos, acongojados y ansiosos. El miedo se ha convertido en angustia.

Los rumores son la sustancia con la que se llenan los vacíos de información. Cuando no conocemos toda la verdad de lo que está ocurriendo tratamos de adivinarla, y cuando se nos dan demasiados datos, particularmente si son inconsistentes, inventamos conclusiones. Y si se combinan ausencia y exceso de mensajes, nos entregamos de lleno al sospechosismo. Eso es lo que está pasando en México. Hay cosas que no se nos explican: se nos dice que el virus es nuevo y por eso no hay vacuna, pero resulta que sí hay laboratorios que pueden detectarlo y antivirales que lo curan porque ya habían surgido casos en Estados Unidos desde diciembre de 2005; se nos dan cifras de hospitalizaciones y fallecimientos que no cuadran, se nos bombardea con estadísticas contradictorias. ¡Y luego se sorprenden de que circulen versiones descabelladas de lo que está aconteciendo! Son formas de desahogar la angustia.

Yo sé que la epidemia es grave. No es producto de la imaginación de nadie ni un plan malévolo de gobiernos o de empresas extranjeras (y vaya que, si encontrara el móvil, creería cualquier cosa de las transnacionales farmacéuticas, que se han ganado a pulso su mala fama). Pero también sé por qué mucha gente sospecha que se oculta o que se exagera la gravedad de la situación. Los gobiernos tienen los pueblos que se merecen: el expediente de este país en términos de transparencia deja mucho que desear, y si sumamos las mentiras oficiales que se nos han dicho antes y después de la alternancia, nuestra proclividad al conspiracionismo resulta tan lamentable como comprensible. Es natural que haya ciudadanos que lean de más entre líneas, como lo es que la Secretaría de Salud cometa errores en el manejo de los números. Ahora bien, me queda claro que habrá quienes pretendan medrar electoralmente con la angustia. Es un comportamiento deleznable que se repite porque los votantes no solemos castigarlo. No es un complot porque cada dirigente político, sin ponerse de acuerdo, siente la tentación y discurre por su propio cauce. La democracia y el capitalismo están diseñados para llevar la ganancia de votos y de dinero hasta el límite de lo contraproducente; sus mecanismos son automáticos y no requieren conspiraciones.

Nada de eso, sin embargo, es lo más grave que nos sucede. Vivir angustiados es peor que ver realizadas cualquiera de las cosas que nos amedrentan. Etimológicamente, angustia viene de angosto; el vocablo se inspiró en una aprehensión que comprime el pecho e impide respirar. A mi juicio, esa afección respiratoria es hoy en México más preocupante que la otra. Confío en que superaremos pronto la emergencia sanitaria porque, si bien somos lentos e ineficientes en circunstancias normales, los mexicanos nos sublimamos en momentos críticos y somos tan rápidos y eficaces para resolverlos como el que más. Pero no soy tan optimista respecto de la emergencia angustiosa. Mucha gente está tan aterrada, tan agobiada, tan desconcertada, que puede paralizarse o desbocarse en pos de falsas certezas. La angustia es la peor consejera. Racionalicemos las cosas, serenémonos un poco y regresemos al miedo focalizado. Aunque ya no sentimos lo duro sino lo tupido, pueden venir tiempos mejores. De nosotros, de nuestra capacidad de conservar la templanza y recobrar la sensatez, depende que lleguen.

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lunes, 27 de abril de 2009

¿Qué hacemos con los gobernadores?: Agustín Basave

¿Qué hacemos con los gobernadores?
Agustín Basave
27-Abr-2009
La realidad es que las gubernaturas están reproduciendo, a escala, el antiguo presidencialismo discrecional. El fin del partido hegemónico contrarrestó los poderes metaconstitucionales del presidente porque independizó sus contrapesos: los otros dos Poderes de la Unión, los otros dos órdenes de gobierno, los medios. Pero a nivel estatal no se ha consolidado la autonomía de los Congresos, los Tribunales o la prensa.

Soy un federalista. Nací y viví muchos años en Monterrey y sé lo que es padecer el centralismo que por décadas agobió a “la provincia”, como colectiva y sintomáticamente llaman en la capital al resto del país. Pero además de los modelos descentralizadores europeos —los de Alemania o España, por ejemplo— existen variantes del federalismo que importamos de Estados Unidos. Yo concuerdo con mi ilustre paisano Fray Servando Teresa de Mier en que cada país debe forjar su propio molde de acuerdo a sus circunstancias. El Padre Mier, por cierto, no era un centralista ni se oponía a que México se federara gradualmente, sino a que realizara una imitación extralógica del sistema norteamericano. Argumentaba que allá se habían sumado las partes para crear el todo, y que aquí se pretendía fragmentar el todo para privilegiar a las partes. Si la unión de las trece colonias suscitó una fuerza centrípeta, lo que se produciría en nuestro país sería la fuerza centrífuga de estados “libres y soberanos” que, ante la falta de cohesión e identidad nacional, provocarían la división. Pero el debate lo ganó Miguel Ramos Arizpe y nos convertimos en los Estados Unidos Mexicanos.

Salvo por los dos efímeros Imperios y el breve paréntesis de las Siete Leyes, México siempre ha sido una República Federal. Lo que ha variado no es tanto la norma cuanto la realidad: si bien en la primera mitad del siglo XIX la Constitución se aplicó y el federalismo de jure operó a plenitud, Benito Juárez y Porfirio Díaz lograron un creciente sometimiento de facto de los gobernadores al poder presidencial. La Revolución mantuvo el rumbo: el Ejecutivo federal consolidó su control sobre los Ejecutivos estatales. Pero la transición democrática, todavía aliada del federalismo, combatió las reglas no escritas y logró dar a las entidades federativas el margen de maniobra que legalmente les correspondía. Se vino entonces una resaca legislativa que arrastró a todos los partidos, otorgó al centro la última instancia en la justicia electoral y pretende centralizar también la organización de las elecciones estatales.

Esa tendencia no es producto de una predisposición cromosómica al centralismo. La realidad es que las gubernaturas están reproduciendo, a escala, el antiguo presidencialismo discrecional. El fin del partido hegemónico contrarrestó los poderes metaconstitucionales del presidente porque independizó sus contrapesos: los otros dos Poderes de la Unión, los otros dos órdenes de gobierno, los medios. Pero a nivel estatal no se ha consolidado la autonomía de los Congresos, los Tribunales o la prensa, la radio y la televisión, que en las condiciones actuales no pueden acotar eficazmente la fuerza de los gobernadores. Éstos, en cambio, se han librado del único límite real que tenían, que eran las órdenes que podían recibir de Los Pinos. Por supuesto que hay honrosas excepciones: no faltan diputados y jueces honestos y pioneros del periodismo independiente que en diversos estados resisten las tentaciones y las presiones que suelen emanar de las oficinas gubernamentales y se constituyen así en frenos a la manipulación electoral o al abuso de poder. Y del otro lado del mostrador tampoco se puede generalizar porque, en términos de caciquismo y corrupción, hay de gobernadores a gobernadores. Pero cuando algunos de ellos quieren cooptar a quienes los deberían contrapesar, la mayoría de las veces lo logran. Los comités estatales de los partidos de oposición son más vulnerables que los nacionales, y algo similar ocurre con los juzgados y los medios locales. Así como antes el destino de los actores de la vida pública en el país dependía en gran medida del presidente, ahora las carreras de los actores de cada estado dependen del gobernador, quien por lo demás ejerce el presupuesto con una alta dosis de discrecionalidad.

La verdad es que la democratización mexicana ha corrido en dos carriles y a dos velocidades. A nivel nacional nos quejamos de las asignaturas pendientes, empezando por la transición interrumpida, pero en los estados el rezago es mucho mayor. En los hechos, la rendición de cuentas y los contrapesos de los gobernadores son muy limitados, y en algunos casos inexistentes. Si las luchas de los democratizadores estatales siguen topándose con pared, habrá que seguir por el camino que no agrada a los puristas del federalismo y crear a nivel nacional más instancias que pongan límites a los poderes ejecutivos estatales. Y no solamente en la legislación electoral sino también en las de seguridad pública y procuración de justicia. Nadie propone el absurdo de que un país tan grande y diverso como el nuestro se acerque a un régimen centralista, desde luego. Pero en el México de hoy ha surgido una verdad que nos parecía inconcebible: hay una agenda frente a la cual o se es demócrata o se es federalista, al menos en la versión de federalismo que asumió el Constituyente de 1824 y refrendaron los de 1857 y 1917. Y esa agenda se abre con una pregunta que no hemos respondido: ¿qué hacemos con los gobernadores?

La rendición de cuentas y los contrapesos de los gobernadores son muy limitados, y en algunos casos inexistentes. Si las luchas de los democratizadores estatales siguen topándose con pared, habrá que seguir por el camino que no agrada a los puristas del federalismo.

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lunes, 20 de abril de 2009

Elecciones, lecciones y lesiones: Agustín Basave

Elecciones, lecciones y lesiones
Agustín Basave
20-Abr-2009
Además de lesiones que no sabemos cuándo sanarán, las próximas elecciones y sus secuelas dejarán lecciones. Una de ellas será que el IFE no debe ser elefante pero sí debe ser blanco (y no tricolor, blanquiazul y amarillo). Y habrá otra, más importante, que será el imperativo de inyectar una dosis de parlamentarismo a nuestro régimen.

La rispidez del pleito entre el PAN y el PRI es del tamaño del poder que está en juego. La Cámara de Diputados, en efecto, se ha convertido en una institución clave para gobernar el país y para apuntalar las contiendas por la Presidencia, y ninguno de los dos va a perder curules por un escrúpulo de urbanidad política o un prurito de armonía. Panistas y priistas se darán con todo en los dos meses y medio que restan de una contienda que las encuestas vaticinan cerrada. Hay y habrá rudeza necesaria e innecesaria, golpes altos y bajos, patadas voladoras y zancadillas. La decisión de cuidar los puentes entre esos dos partidos y con ellos la viabilidad de su alianza legislativa estará supeditada a los respectivos análisis costo-beneficio.

Cada quien hace ya el suyo. El PAN pone en un lado de la balanza la necesidad del apoyo del PRI para desahogar su agenda y garantizar la gobernabilidad en la segunda mitad del sexenio, y en el otro la determinación de conservar la primacía de su fracción parlamentaria o al menos impedir que su adversario obtenga la mayoría absoluta. Yo creo que pesará más el segundo plato. Hace tiempo pronostiqué en este espacio que los priistas perderán ganando: subirán en número de diputados pero bajarán en influencia porque la fracción mayoritaria de la próxima bancada perredista no vacilará en negociar con los panistas. Además, es evidente que la actual estrategia del PAN es tan criticable como útil: no sólo le ha permitido remontar en los sondeos sino que ha puesto al PRI contra la pared. La decisión sobre escalar o no esos ataques se tomará con base en las encuestas; si se vuelve a abrir la brecha se hará uso de la PGR para golpear mediáticamente a algún conspicuo priista en el contexto de la lucha contra el crimen organizado.

El PRI, por su parte, empieza a contraatacar. Lo sorprendieron con los dedos detrás de la puerta y tiene la mano hinchada, pero no está manco. Usará la táctica del judo para tratar de derribar a su contrincante: dirá que el narcotráfico se desbordó a partir de la alternancia y reforzará en su propaganda la hasta ahora débil presencia de su mejor carta, que es la eficacia. Aprovechará el escándalo de la Lotería, las cuentas públicas de Vicente Fox más lo que se acumule cada semana. Subliminalmente enviará el mensaje de que no hay mayor diferencia en términos de corrupción entre los gobiernos priistas y panistas pero que los priistas sí saben dar resultados y mantener el país en orden. Blofeará sobre una ruptura de relaciones con el presidente y con el PAN y amenazará con aliarse al PRD, pero lo pensará dos veces antes de hacerlo. El PRI no se mantuvo en el poder siete décadas por tomar decisiones viscerales, y ha quedado claro que su planteamiento estratégico original —una suerte de oposición colaboradora— le ha rendido dividendos. Quizás en la recta final deba colaborar menos y oponerse más, pero sólo en un escenario de hecatombe económica le convendría vincularse a su rival de clientela electoral.

Por otra parte, los comicios del 5 de julio serán la prueba de fuego para la reforma electoral. Sus detractores se están frotando las manos porque anticipan que el mandato de evitar las guerras sucias fracasará y lo que se habrá conseguido es un alambicamiento que convierte al IFE en un organismo casi inmanejable. Me parece que la necesidad de hacer nuestro sistema electoral más simple, barato y eficiente es el siguiente e insoslayable paso; de 1996 a 2003 se erogó mucho dinero y se ganó mucha credibilidad, pero de entonces a la fecha el presupuesto ha seguido al alza mientras la confiabilidad ha ido a la baja, al grado que hoy dos terceras partes de la gente dudan de la limpieza de las elecciones. Pero no hay que claudicar en la lucha contra las campañas negativas. El Cofipe debe encarecer no tanto la injuria, ni siquiera la difamación, sino la calumnia, y tratarla con un criterio similar al de los códigos penales que tipifican las lesiones que tardan en sanar un determinado tiempo. Para que me entiendan los críticos neoliberales de la reforma: la mentira es una externality del mercado electoral y se requiere la intervención del Estado para que sus emisores asuman el costo. El electorado no suele detectar ni castigar a los mentirosos, que casi siempre se salen con la suya. Es difícil desenredar las mezclas de falacias y verdades pero no faltan datos duros a guisa de parámetros. Ahora bien, si se tienen pruebas de actos ilícitos en contra de un candidato, que se le denuncie públicamente y se le enjuicie, dentro o fuera de coyunturas electorales. Tan inmoral es calumniar a un inocente como dejar de actuar contra un culpable por cálculo político. Y cuando haya sospechas fundadas, que se difundan como lo que son.

Además de lesiones que no sabemos cuándo sanarán, las próximas elecciones y sus secuelas dejarán lecciones. Una de ellas será que el IFE no debe ser elefante pero sí debe ser blanco (y no tricolor, blanquiazul y amarillo). Y habrá otra, más importante, que será el imperativo de inyectar una dosis de parlamentarismo a nuestro régimen. Aunque algunos lo nieguen, nuestro presidencialismo ya es disfuncional. Sobran incentivos para que las mayorías parlamentarias sean casuísticas, efímeras e incoherentes. Su fragilidad, así como el parto de sus montes, empiezan a verse con claridad. Pronto lo corroboraremos.

A los blogueros: Aunque prefiero no interferir, leo y agradezco todos sus comentarios.

El Cofipe debe encarecer la calumnia. Para que me entiendan los críticos neoliberales de la reforma: la mentira es una externality del mercado electoral y se requiere la intervención del Estado para que sus emisores asuman el costo.

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lunes, 23 de marzo de 2009

Colosio para principiantes: Agustín Basave Benitez

Colosio para principiantes
Agustín Basave
23-Mar-2009

Hay ya en México una generación a la que esa tragedia le pasó de noche. Mis alumnos, quienes nacieron a mediados de los ochenta y eran niños en el annus horribilis de 1994, algo han escuchado o leído sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio pero poco saben sobre lo que representó su candidatura presidencial. Y ellos estudian Ciencia Política. Qué decir de los demás jóvenes, o de los adolescentes que ni siquiera habían nacido cuando el magnicidio de Lomas Taurinas cimbró al país. A todos ellos les dedico este artículo. Quiero relatarles algunas cosas para que sepan quién fue esa rara avis de la política mexicana que apuntó al vértice del poder cargado de bonhomía y no marrullería, y para que estén conscientes de que el camino que tenemos por delante no es menos largo y sinuoso que el que dejamos atrás.

Colosio fue un norteño sencillo y franco. Varias veces se describió a sí mismo como un producto de la cultura del esfuerzo y no del privilegio, en una frase que trascendió la retórica. Nacido en 1950 en Magdalena de Kino, Sonora, en una familia sin recursos para pagarle una educación privada, obtuvo becas que le permitieron estudiar economía en el Tecnológico de Monterrey y desarrollo regional en la Universidad de Pennsylvania. Perseverante y disciplinado, presto a trabajar más de 15 horas diarias, ingresó por vocación de servicio público a la hoy extinta Secretaría de Programación y Presupuesto. A contrapelo de la tendencia imperante y a diferencia de la mayoría de sus colegas, sin embargo, no sucumbió al canto de las sirenas tecnocráticas y optó por el trabajo político. Fue sucesivamente diputado federal y senador, oficial mayor y presidente del PRI, en el cual encabezó un movimiento renovador que llegó hasta donde las condiciones lo permitían y acaso un poco más lejos. Pese a que el régimen la combatía, tendió puentes con la izquierda. Pasó al gabinete como secretario de Desarrollo Social para luego convertirse en candidato a la Presidencia de la República. Hoy hace exactamente 15 años, en un acto de campaña en Tijuana, recibió un tiro en la cabeza de un hombre que se le acercó en medio de la multitud. La verdad oficial es que el autor del crimen fue “un loco solitario”.

Donaldo conocía México, desde abajo hasta arriba. Por eso le dolía. Su inconformidad con la situación política y social del país no era una pose políticamente correcta —la hipocresía y la demagogia se le atragantaban— porque estaba auténticamente persuadido de que nuestra transición democrática era un imperativo impostergable y porque era suficientemente sensible para indignarse ante la injusticia social. Van dos anécdotas ilustrativas: tras de asumir el liderazgo priista me dijo que su posición era muy difícil, porque sus derrotas serían avances para México; poco después lo vi enfurecerse, lejos de los reflectores, ante las condiciones de vida en una comunidad marginada. Y es que buscaba un cambio real y urgente, como su propio sino. Su carrera fue meteórica, en ascenso al principio y en caída al final, pero siguiendo el consejo de su padre no perdió piso cuando tuvo el mundo a sus pies ni cuando se le vino encima. Fue amigo de sus amigos, cercano a la lealtad y lejano de la soberbia. Y nunca se quebró, ni siquiera en los últimos tres meses de su vida cuando, a raíz del alzamiento del EZLN y en medio de una terrible presión política y mediática, era cotidianamente asediado por los rumores de que se preparaba una candidatura alterna. Lo quebraron, que es distinto.

Admito que no puedo hablar con plena objetividad de alguien de quien tuve el privilegio de ser colaborador y amigo. No obstante, creo que el mejor homenaje que se puede hacer a un gran hombre es demostrar que fue grande sin dejar de ser hombre. Colosio no fue un santo ni un funcionario perfecto pero sí un político de buenas entrañas, honesto, que jugaba limpio porque no concebía el servicio público como un botín ni el ejercicio del poder como perfidia. Y quienes nos hemos asomado al estercolero de la politiquería nacional sabemos del enorme valor que eso entraña. A su calidad humana aunaba sagacidad política, siempre en ese orden. Porque, contra lo que algunos creen, fue un idealista disfrazado de pragmático que soñaba a golpes de realismo.

Evocar olvidos es redimir. Una generación avanza cuando la que le precede le entrega, junto con su libertad, la estafeta de la memoria. Por eso dirijo estas líneas a quienes desconocen nuestro pasado mediato. Alguien dijo, con razón, que Luis Donaldo Colosio fue víctima de las perversidades del sistema. Tomen nota, muchachos: ese sistema y esas perversidades siguen ahí. El poder sin contrapesos que la pluralidad le tumbó al presidente fue cachado por los gobernadores, y la corrupción prevalece enquistada en todas partes. No es sólo un problema de élites: nada va a cambiar si no cambia la sociedad, que participa en corruptelas y juzga ingenuos a los políticos ajenos a la perversión. Si algo hubo de ingenuidad en la desventura de Colosio, él la pagó con su sangre y México con el envilecimiento de la continuidad. Con su muerte, los mexicanos perdimos una gran oportunidad de sentar las bases de una transición incluyente e irreversible, una que nos hiciera incapaces de engañarnos a nosotros mismos y capaces de construir un país para todos. Con su muerte renegamos del derecho a forjar nuestras propias utopías y de la obligación de hacerlas realidad. Con su muerte, en fin, todos morimos un poco.

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lunes, 16 de marzo de 2009

Malinchismo y laurencezismo: Agustín Basave Benítez

Malinchismo y laurencezismo
Agustín Basave
16-Mar-2009

Según la Academia, malinchismo es la “actitud de quien muestra apego a lo extranjero con desprecio de lo propio”. Se trata de un vocablo mexicano acuñado para denotar lo antimexicano. En México lo arrastramos como una maldición: la sombra de la Malinche nos persiguió a lo largo de nuestra azarosa búsqueda de identidad nacional y se convirtió en el símbolo de nuestro tristemente célebre complejo de inferioridad, ése que naufragó en un mar de tinta al que desembocaron los ríos de Ezequiel Chávez, Samuel Ramos, Santiago Ramírez, los hiperiones y otros muchas y muy conspicuas plumas de la mexicanidad. Creímos que nuestro origen era destino. Mientras no acertamos a reinventarnos en el mestizaje, en efecto, nos imaginamos condenados a escoger entre la estirpe de los violadores, la de los violados y la de los bastardos. Y no es que hayamos superado por completo ese desgarrador y falso dilema, sino que ya empezamos a entender que el sincretismo sublima cuando se proyecta al futuro.

Son pocas las autodenigraciones que no son precedidas de denigración, y la nuestra no es una de ellas. Desde los peninsulares novohispanos que marginaron a los criollos hasta los primermundistas contemporáneos que siguen viendo para abajo a México, pasando por Buffon, De Paw, Robertson y demás científicos del eurocentrismo que lanzaron sus diatribas antiamericanas en el siglo XVIII, han sobrado quienes primero en Europa y luego en Estados Unidos nos han castigado con el látigo de su desprecio. Sólo los indios y los mestizos padecen hoy la discriminación interna, pero nadie se ha salvado del desdén externo. Todos los que hemos nacido en este país hemos cargado el baldón.

Por supuesto que generalizo. Entre europeos y estadunidenses hay quienes no comparten ese menosprecio, y entre nosotros no faltan quienes se empeñan en fundamentarlo. Porque nos hemos ganado a pulso, con nuestras desigualdades y corruptelas y con nuestra obsesión por copiar en vez de crear, buena parte del estereotipo de país tercermundista. Y porque evidentemente hay elementos objetivos para demostrar nuestros atrasos y carencias en nivel de vida, en desarrollo científico y tecnológico, en institucionalidad. Pero el problema son otras generalizaciones, aquellas que caen en la subjetividad de los prejuicios. Van dos ejemplos: es muy difícil que la crítica hollywoodense aclame las películas cuyo tema es un país como el nuestro y no tratan de miseria o corrupción, y es muy fácil hacerle creer a la opinión pública francesa que no hay proceso judicial mexicano que castigue a un culpable. Crea fama y échate a dormir.

La visita de Nicolas Sarkozy a México me recordó el asunto de las nacionalidades y las autoestimas. El presidente de Francia se ofendió porque se le pidió por canales diplomáticos evitar en su discurso ante el Senado la mención del affaire Cassez, y lo hizo en un mal disimulado alarde de arrogancia. Dos preguntas: 1) si a un presidente mexicano se le pidiera que no hablara de un asunto delicado frente al Parlamento francés, ¿reaccionaría igual o accedería en aras de la prudencia?; 2) si algo similar le solicitara a Sarkozy el Congreso de Estados Unidos, ¿se atrevería a contrariar a sus anfitriones u optaría por considerarlo una petición respetuosa y atendible? Para cerrar con broche de oro, el esposo de Carla Bruni dijo que confía en la justicia mexicana, pero se acogió a la reserva de que sería Francia la que determinaría la sentencia, con lo cual se pasaría por su arco de triunfo la decisión de nuestros jueces. Menos mal que confía en nosotros; ¡imagínese que exigiría si no nos tuviera confianza!

En marzo de 1862, Charles Ferdinand de Laurencez llegó a nuestro país como punta de lanza de la intervención francesa. No tardó mucho en escribir a su ministro de Guerra, según cita José Antonio Crespo en su libro Contra la historia oficial: “Somos tan superiores a los mexicanos por la raza, la organización, la disciplina, la moral y la elevación de los sentimientos, que ruego a su excelencia tenga la bondad de informar al emperador que, a la cabeza de seis mil soldados, ya soy el amo de México”. Como a menudo ocurre en esos casos, muy poco tiempo pasó entre los siguientes y pendulares acontecimientos: “el amo de México” fue humillado por Ignacio Zaragoza en la batalla de Puebla, Francia impuso su férula para sostener el Imperio de Maximiliano y, finalmente, Juárez restauró la República. Sé que hay muchos personajes europeos y estadunidenses de mayor estatura y con los mismos méritos que el primer jefe de la expedición francesa para dar origen a una nueva palabra que remita a ese complejo de superioridad, pero creo que para efectos de este artículo el laurencecismo cumple con los requisitos. Después de todo, quien inspiró el término chovinismo como antónimo de malinchismo fue un tocayo del actual presidente francés, el comediante Nicolas Chauvin, en su representación de un veterano de las tropas napoleónicas de mucho menor rango militar que Laurencez.

Ningún complejo se supera fácilmente. Pero son más las cosas que debemos hacer aquí para adquirir mayor seguridad en nosotros mismos, empezando por el mejoramiento objetivo de la realidad de nuestro país, que las que tienen que hacer allá para dejar de sobrevalorarse y subestimarnos. A ver, adalides del primermundismo, les propongo un quid pro quo. Si nosotros nos comprometemos a hacer mejor las cosas, ¿prometen ustedes atemperar su soberbia? Dígannos la verdad.

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Si a un presidente mexicano se le pidiera que no hablara de un asunto delicado frente al Parlamento francés, ¿reaccionaría igual? Si algo similar le solicitara a Sarkozy el Congreso de Estados Unidos, ¿se atrevería a contrariar a sus anfitriones u optaría por considerarlo una petición respetuosa y atendible?

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lunes, 9 de marzo de 2009

Miscelánea inquisitiva: Agustín Basave

Miscelánea inquisitiva
Agustín Basave
09-Mar-2009

Menos lavado y más inteligencia. La violencia en México ha llegado a extremos inadmisibles para un Estado que no quiere fallar. Nadie duda de la pertinencia de incrementar el número de militares y de policías, pero el sentido común aconseja priorizar tres medidas en el combate al crimen organizado: 1) legislar y actuar contra el lavado de dinero y obstruir los ductos financieros de los cárteles; 2) revertir su penetración en las corporaciones policiacas y mejorar los servicios de inteligencia; y 3) implantar programas de desarrollo social que contrarresten la cooptación del populismo criminal en zonas marginadas. Mientras las organizaciones delictivas sigan manejando presupuestos inconmensurables, sigan infiltrando los aparatos de seguridad y obteniendo más y mejor información y sigan construyendo bases de apoyo en la sociedad, no habrá tropas que alcancen para contenerlas. Por eso, porque incluye esas tres medidas, llama positivamente la atención la estrategia integral contra el narcomenudeo anunciada en la Conferencia Nacional de Procuración de Justicia. ¿Se aplicará de veras? ¿Se extenderá al resto de las actividades del narco? Ojalá.

Salarios máximos y ajustes mínimos. Hace unos 25 años, los sueldos de los políticos en México eran muy bajos. En similitud de circunstancias la iniciativa privada pagaba más del triple, por lo que quienes tenían alternativa sólo elegían el gobierno por vocación o, probablemente en la mayoría de los casos, por corrupción. Al llegar al poder, los tecnócratas parecieron empezar a corregir el problema elevando esas remuneraciones. Pero cometieron el error de subirlas excesivamente y, como suele suceder en este país, el péndulo se fue de un extremo al otro. Salvo excepciones, la asimetría salarial entre la empresa y el sector público se invirtió y se entronizó una desigualdad más. Mientras tanto, los objetivos declarados —atraer a los mejores y disminuir corruptelas— no se cumplieron. Por ello y por elemental sensibilidad es imperativo poner un tope referencial y disminuir aquellos sueldos que son insultantes en un país con tanta pobreza. Ya está en la Cámara de Diputados la minuta de la ley de salarios máximos; ¿por qué no se ajusta lo que se tenga que ajustar y se aprueba de una vez? Urge.

Es la extranjerización, estúpidos. Nuestros dos anteriores gobiernos sostuvieron que era mejor extranjerizar la banca que permitir su monopolización. Argumentaron que lo importante era el beneficio del consumidor, y que la competencia entre corporaciones financieras transnacionales abarataría el crédito y los servicios. Por eso vetaron la fusión de los dos bancos mexicanos más grandes y catalizaron su venta, así como la de casi todos los demás, a capital extranjero. Pues bien, recibimos todos los perjuicios y ninguno de los beneficios de esa política extranjerizante. Las instituciones bancarias que tenemos son mucho más caras en México que en otras partes del mundo y, para colmo, al menos una de ellas ha caído en la ilegalidad: la crisis financiera llevó al gobierno norteamericano a nacionalizar virtualmente a Citigroup y a convertirse así en propietario de Banamex. Por si eso fuera poco, en caso de que los otros bancos extranjeros que operan aquí no llegaran a desfondarse al grado de requerir el rescate de sus respectivos estados, seguramente saquearían sus boyantes arcas mexicanas para salvar a sus matrices. Si Citi puede beneficiarse de la venta de Banamex y si México tiene la carta impecable de corregir una violación a la ley, ¿qué estamos esperando para lanzar, hasta donde se pueda, una política de remexicanización de la banca? Es ahora o nunca.

pájaros en el alambre. Celebro que algunos de los escándalos mediáticos en torno a conversaciones telefónicas hayan servido para destapar cloacas, porque en ese sentido le han hecho un servicio a nuestro país. Pero no puedo solapar la ilegalidad de ése y otros espionajes. ¿Cuántos “Cisencitos” hay en México? ¿Cuántas instituciones y personas intervienen teléfonos y usan sus grabaciones, en la más absoluta impunidad, como arma política? Demasiadas.

80 años no es nada. El Partido Revolucionario Institucional cumplió ocho décadas de vida y otras tantas amenazas de sobrevivir a esquelas anticipadas. Compensa la pérdida de su presidencialismo con la acumulación de 18 gubernaturismos, más lo que se acumule en las próximas jornadas electorales. Se recupera de su segunda gran derrota mediante un manejo sagaz de su condición de fiel de la balanza legislativa y el tejido fino de una imagen de oposición colaboradora o colaboración opositora. De cara a 2012, sin embargo, no ha esgrimido un proyecto de nación diferente al que dejó en manos del Partido Acción Nacional. ¿El pro es eficacia y el contra corrupción? Pensémoslo bien.

El estado y el perro ranchero. La derecha convirtió al Estado en perro de rancho: lo amarraba cuando había fiesta y lo soltaba cuando había peligro. Ahora asusta a la gente en Estados Unidos con el petate del socialismo muerto. Pero Barack Obama entiende que crisis es oportunidad y la está aprovechando valientemente para cambiar el rol estatal, pese a las pedradas que le arroja Wall Street desde los escombros de su fracaso. Mientras embrida el anarcocapitalismo, por ejemplo, intenta crear un sistema de salud universal. ¿Por qué no hacemos lo mismo? La construcción a corto plazo de infraestructura y a largo plazo de un piso de bienestar es el parteaguas que México necesita.

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¿Se aplicará una estrategia integral contra el narco? ¿Por qué no se aprueba la ley de salarios máximos? ¿Qué esperamos para re mexicanizar la banca? ¿Cuántos “Cisencitos” hay en México? ¿El pro del PRI es eficacia, y su contra es corrupción? ¿Dejará el Estado de ser perro de rancho?


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lunes, 2 de marzo de 2009

La ética como conveniencia: Agustín Basave

La ética como conveniencia
Agustín Basave
02-Mar-2009

Imaginemos una sociedad primigenia. La escena es la siguiente: la comunidad se reúne por primera vez para establecer un reglamento de convivencia, convencida de que la anarquía que prevalece hasta entonces perjudica a la gran mayoría de sus integrantes. Hay robos, asaltos, asesinatos por doquier. Los pleitos se multiplican y cada quien ataca o se defiende como puede. Algunos de ellos han convencido a los demás de que lo mejor para todos es respetar la vida y la propiedad ajena y acordar qué debe permitirse y qué debe prohibirse, quiénes van a vigilar la aplicación del acuerdo y cómo se va a castigar a los infractores, para lo cual han elaborado un código de comportamiento. Entre todos lo avalan, escogen a quienes han de hacerlo cumplir y se comprometen a acatar sus decisiones cuando haya acusaciones o disputas entre ellos.

Aunque rudimentarios, esa comunidad tiene ya gobierno y ley. No robar, no agredir y no matar son mandamientos civiles. Con el tiempo, otras conductas empiezan a ser valoradas positivamente: actuar de frente y de buena fe, decir la verdad, ayudar a los demás, corresponder a la confianza recibida. Queda claro que quienes se comportan de esa manera no crean problemas y, en cambio, contribuyen a la armonía comunitaria. Así, la rectitud, la sinceridad, la solidaridad, la reciprocidad o la lealtad se convierten en valores y se enseña a los niños a practicarlos como fines en sí mismos. Se generaliza la convicción de que los defectos correspondientes —el engaño, la mentira, el egoísmo, la traición o la deslealtad— son intrínsecamente malos y de que conviene evitarlos más allá de cualquier penalización legal.

Jusnaturalismos aparte, con Hobbes pero sin soslayar a Rousseau, sostengo que así surgen las escalas axiológicas. Existe una vinculación originaria entre el apego de una sociedad a la ética y la funcionalidad de esa ética en aras del bien común. No obstante, con el tiempo ese nexo se desdibuja o se olvida: la gente termina viendo como un axioma la integridad y deja de relacionarla con la conservación del orden y la maximización del bienestar colectivo. Así, si conductas contrarias a las éticamente deseables empezaran a satisfacer en mayor medida las necesidades individuales sin provocar caos en la comunidad, la misma gente podría modificar su criterio valorativo. Entonces habría un proceso de descomposición o degradación social.

Por eso es tan importante la existencia de condiciones que hagan conveniente un determinado comportamiento. Y por eso, porque la mayoría de los seres humanos actuamos racionalmente, es imperativo establecer las condiciones que hagan mayor el costo que el beneficio de las acciones que queremos contrarrestar. Si la ley se escribe y se aplica de manera que su violación permita obtener más ventajas y padecer menos perjuicios, se crean reglas no escritas y son ellas las que determinan cómo se comporta la sociedad. Es el caso de México. Gran parte de nuestra coexistencia social está regida por una normatividad tácita porque gran parte de nuestras normas formales están muy lejos de la realidad y el margen de impunidad para quienes las violan es enorme. Durante mucho tiempo ha sido más rentable vivir en algún tipo de ilegalidad que en la legalidad, y en consecuencia se ha incubado un cambio subrepticio de nuestra escala de valores. Ése y no otro es el cáncer de este país.

Hoy, sin embargo, los mexicanos enfrentamos un peligro mayor. Ya no se trata solamente de que los policías honestos o los ciudadanos que no dan mordidas sean la excepción; se trata de la creciente probabilidad de que trabajar para las organizaciones del crimen organizado se convierta en un modus vivendi socialmente aceptable para comunidades enteras. Si el gobierno no da seguridad y las empresas no dan empleo, y en la medida en que los cárteles proporcionen ambas cosas, ese escenario será realidad. De hecho, ya empieza a serlo en las zonas rurales donde el cultivo de la droga es la alternativa a la miseria o en los barrios marginados donde viven los “tapados”. Y ya hay pueblos cuyos habitantes subsisten gracias a la derrama económica que generan los estupefacientes y ciudades en las que familias completas laboran en el narcomenudeo. Pregúntese a esos hombres y mujeres, ancianos y niños, si les parece poco ético lo que hacen. Encuéstese a las poblaciones para las que los capos han construido un parque o una iglesia qué opinan de ellos y de su negocio.

Algunos perciben al narcotráfico como un fenómeno extraordinario. Mal harían en confiar en que la degeneración que produce se irá con la legalización de las drogas, y bien harían en observar la forma en que operan los emporios piratas o las grandes bandas de secuestradores. Ellos también tienen base social. Le dan de comer y protegen a mucha gente, y han dejado de ser las minorías de delincuentes que existen en cualquier país. Si permitimos que esa tendencia se mantenga y que la criminalidad deje de ser disruptiva en términos del mainstream de la cultura cívica, y si la ética convencional en México sigue siendo disfuncional para procurar el bienestar popular, nuestra axiología formal acabará de trastocarse. Será legítimo robar, agredir y matar, como se cobran impuestos, se reprime o se impone la pena de muerte a quien desafía a la autoridad. Y es que si no logramos implantar las condiciones para que sea más conveniente cumplir la ley que violarla, nuestro viejo refrán saldrá de la clandestinidad para encapsular el nuevo deber ser mexicano: el que no transa no avanza.

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Si la ley se escribe de manera que su violación permita obtener más ventajas, se crean reglas no escritas. Es el caso de México. Durante mucho tiempo ha sido más rentable vivir en algún tipo de ilegalidad y se ha incubado un cambio subrepticio de nuestra escala de valores. Ése es el cáncer de este país.

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lunes, 23 de febrero de 2009

Irlanda: Agustín Basave

Irlanda
Agustín Basave
23-Feb-2009

Para Orla, que siente a México como yo siento a Irlanda

La semana pasada estuvo en nuestro país el canciller de Irlanda, Michéail Martin. Lo conocí hace siete años, cuando él era ministro de Salud y yo tenía el privilegio de ser embajador de México en esa maravillosa isla extraviada, que según yo debería estar en el Mediterráneo. Su visita pasó casi desapercibida en los medios, a excepción de las imágenes donde aparece junto a la secretaria de Relaciones Exteriores en la nota que dio sobre la violencia. Es una lástima, porque tenemos varias cosas que aprenderle a los irlandeses. Mucho se habla aquí del “Tigre Celta”, por ejemplo, pero muy poco se sabe sobre su concepción, su parto y su crecimiento, que fue el de un milagro económico sustentado primordialmente en la educación. En fin. El hecho es que, a invitación de Dermot Brangan, embajador de Irlanda en nuestro país, asistí a una recepción que me llenó de evocaciones.

Se ha vuelto un lugar común decir que hay una afinidad intuitiva entre irlandeses y mexicanos. Se cita la gesta del Batallón de San Patricio, se hace el recuento de nuestras similitudes históricas, religiosas, culturales. Es cierto. A pesar de que no nos conocemos bien, subyace entre ellos y nosotros una ignota predisposición a la amistad. Llegar a Irlanda procedente de México es, como rezaba la tesis de su exitosa campaña turística, una experiencia emocional. Prácticamente no hay manera en que un mexicano se sienta mal entre esa gente que es tan distinta a su clima, en esa cultura popular para la cual la humildad es cuestión de orgullo y la cortesía una convicción obligada.

México se nos aparece, así, en un lugar inesperado. Porque allá también se burlan de la pomposidad, bailan al son de una algarabía melancólica y embellecen el lenguaje a golpes de florituras elusivas. No en balde se trata de la nación con el PIB literario per cápita más alto del mundo, la que ha hecho que la palabra, en su afán por evitar una colisión con la realidad que pueda lastimar a alguien, deje una inescrutable estela de belleza. Yo, que a pesar de los excesos cometidos en aras de las caracterizaciones nacionales sigo creyendo en ellas, creo distinguir las huellas idiosincráticas del irlandés, que ha tenido que pelear por cada centímetro de su territorio y por cada segundo de su devenir y que por eso tardó muchos siglos en asumir lo que su realidad le negaba: que hay historia más allá de la tragedia.

La irlandesidad es sociabilidad en guardia, inexpresividad cariñosa. Es la manifestación de un matriarcado inmerso en la cultura del esfuerzo que ha gestado una suerte de tiranía de la amabilidad. Su producto es un estoico de sangre liviana, una persona de buenas entrañas que abraza sin dejarse abrazar. Ni siquiera la generación de la opulencia ha podido sacudirse del todo esos rasgos de su personalidad. Y vigilándolo todo está una mente profunda, una psiqué alambicada que sólo emerge de su escondite de la mano de sus genios de la literatura. Así, contra todos los pronósticos, la suma de una emocionalidad reprimida, un estoicismo sonriente y una inteligencia compleja da como resultado un ser que está a gusto en su propia y gruesa piel.

No conozco ensayos sobre sociedades contentas o enojadas. Los testimonios de viajeros ilustrados e ilustradores que he leído suelen quedarse en los estereotipos de gente trabajadora o perezosa, próspera o atrasada, arrogante o sencilla. Rara vez dicen algo sobre su estado de ánimo. Y sin embargo, es evidente que hay países donde en ciertos momentos uno percibe que la mayoría de la gente está de buen o de mal humor. Yo he encontrado muy pocos irlandeses que me hayan dado la impresión de estar enojados con la vida. Y la más obvia explicación es la que he pergeñado antes: casi todos ellos aprenden que las únicas almas atormentadas son aquellas que se toman demasiado en serio.

Dejé Irlanda con sentimientos encontrados, y como lo hago periódicamente, ahora que volví a su Embajada reviví algunos de ellos. Crucé el Atlántico con el fin de estar cerca de mi hijo y me regresé porque padezco una enfermedad incurable llamada patriotismo de campanario, cuyo principal síntoma es la dificultad para vivir mucho tiempo fuera de la Patria. Llevaba ya tres años fuera y me urgía regresar a México. Pero me sentí triste al abandonar esa fascinante república hereditaria formada por aldeas cosmopolitas, esa isla errante que alberga una secular carga de talento y que por razones misteriosas ancló en los mares del norte. En ella dejé grandes amigos y de ella me traje a una mujer excepcional que hoy es mi esposa. Y es que los irlandeses, que no sólo en su diáspora se parecen a los judíos, siempre se las ingenian para estar presentes. Como Israel, Irlanda tiene algo de tierra santa y la religación de sus hijos y de sus adictos les permite vagar por todas partes sin perderse. Y sin decir adiós.

Hasta pronto, José Gutiérrez Vivó. Hablando de adioses imposibles, quiero expresar mi pesar por la salida de Gutiérrez Vivó de la radio y de la prensa en México. Muy por encima de cualquier error que haya cometido es imperativo decir, si hemos de conjurar la mezquindad, que su desventura proviene de una injusticia y que su partida es una lamentabilísima pérdida para nuestro periodismo. Pero yo sé que va a regresar. No sé dónde ni cómo, pero va a regresar y va a triunfar otra vez. Por eso no te digo adiós, Pepe, sino hasta pronto.

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Dejé Irlanda con sentimientos encontrados, padezco una enfermedad incurable llamada patriotismo de campanario y me urgía regresar a México. Pero me sentí triste al abandonar esa fascinante isla errante que alberga una secular carga de talento y que por razones misteriosas ancló en los mares del norte.

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