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jueves, 11 de enero de 2007

Lorenzo Meyer

Mensaje
El uniforme militar

Lorenzo Meyer
Fuerza. Iniciar el gobierno de un presidente débil con un gran despliegue de las fuerzas armadas y de la Policía Federal en Michoacán y Baja California es un arma de doble filo. Por un lado, puede mandar un mensaje de “mano fuerte” tanto al narcotráfico como al resto de la sociedad, en particular a la oposición. Por el otro, si la situación no se maneja bien, la acción puede resultar contraproducente, pues el gobierno se ha obligado a que su éxito en la lucha contra los carteles de la droga sea tan espectacular y contundente como el mensaje mismo. Vale aquí el símil con un cuerpo infectado: si el antibiótico no es el apropiado o se usa en dosis o forma erróneas, las bacterias terminarán fortaleciéndose y el mal se agravará.

La razón última en que descansa el poder del Estado, de cualquier Estado, es la fuerza. Cuando un gobierno decide hacer de esa fuerza la parte central de su primer gran mensaje a la sociedad significa que se pone lo que debiera ser su razón última como primera. Una decisión de esa naturaleza —una inversión de prioridades— sólo se explica porque existe una situación de emergencia, porque en el centro del poder se vive una sensación de debilidad e inseguridad o por ambas razones. Y es que apenas habían transcurrido 35 días del nuevo gobierno y éste ya había acumulado 18 eventos públicos donde el jefe del gobierno aparecía relacionándose positivamente con el Ejército, la Armada o una Policía Federal cuyo origen está en esas dos instituciones, (Proceso, 7 de enero, 2007).

Uniforme. El uso de la fuerza física del Estado es una tarea de cuerpos especializados y que generalmente la ejercen portando un uniforme que los distingue. Desde tiempos remotos, particularmente desde la época de la Roma imperial, los ejércitos usan uniformes, entre otras razones, como forma de expresar públicamente la naturaleza de su función. En el caso de las monarquías o dictaduras militares, el mismo jefe de Estado viste ese uniforme, pero en el siglo XX y aunque no eran propiamente militares, Hitler, Stalin o Mao gustaban de atuendos con aire militar para remarcar la importancia de la fuerza en su proyecto. Sin embargo, en las repúblicas democráticas lo usual es que el Presidente no use atuendo militar, lo que no disminuye sino que da un mejor sentido a su papel de jefe de las fuerzas armadas.

Que en situaciones supuestamente normales el líder civil de una república democrática decida presentarse en público vistiendo partes de un uniforme militar es, por decir lo menos, una situación tan fuera de lo común que, de no explicarse como una mera excentricidad, implica un ambiguo mensaje político. En nuestro pasado, Venustiano Carranza, un civil que actuó como “Primer Jefe del Ejército Constitucionalista” que se enfrentaba a un gobierno de soldados golpistas, decidió portar un atuendo similar al militar, pero sin insignias. Esa decisión se justificó entonces porque el país vivía una situación de guerra civil. Sin embargo, tras el triunfo del carrancismo, los presidentes —hasta 1946 casi todos ellos militares—, optaron por aparecer en público como civiles, justamente para hacer gala de una legitimidad supuestamente ganada no con armas sino con votos.

Fotografía. El 4 de enero, y sin que mediara guerra civil o emergencia nacional alguna sino sólo la operación contra el narcotráfico, todos los medios de comunicación mexicanos difundieron la imagen de un Felipe Calderón portando una gorra y una chamarra verde olivo, aunque sobre una camisa, pantalón y calzado de civil. El conjunto daba la apariencia no de marcialidad, sino de lo que hoy se denomina “atuendo casual” y en una talla no apropiada. La indumentaria en cuestión tenía un águila rodeada de cinco estrellas: el símbolo que corresponde en México al jefe nato de las fuerzas armadas (“general de generales”), aunque para identificarlo había que prestar atención, pues águila y estrellas eran obscuras, justo para que pasen desapercibidas a ojos de un posible enemigo. En suma, la imagen se apartaba, con mucho, de lo que se supone que debe ser la “figura presidencial”.

Identificación. Como ya se advirtió, el esfuerzo de identificación de Calderón con las fuerzas armadas es, por ahora, uno de los rasgos más notorios del arranque de su gobierno. Desde el primer día y hasta culminar en la escena del “semi uniforme” —que tuvo lugar en la 43o. zona militar, en Apatzingán, a donde acudió a “rendir tributo” a las fuerzas armadas en lucha contra el narcotráfico—, Calderón se ha esforzado por hacer patente que el ejército está con él y él con el ejército, al punto que exentó a la dirección de las fuerzas armadas de ese modesto gesto de austeridad que fue la disminución en los sueldos de la alta burocracia del 10%.

El deseo de hacer notoria tanta cercanía con el sector militar ha producido varias explicaciones. De entrada, está la debilidad electoral. Formalmente y desde que se supone que en México se elige al Presidente por voto directo, ninguno había tenido que aceptar una victoria de apenas poco más de un tercio del total y con sólo medio por ciento por encima de su rival. Además, enfrenta una oposición que no lo acepta como legítimo porque la naturaleza de la campaña electoral y el conteo de los votos impidieron que la elección cumpliera los requisitos constitucionales de imparcialidad, equidad, legalidad y certidumbre. Está, además, el hecho de que las encuestas de opinión han dado por resultado que las fuerzas armadas, a ojos del ciudadano, es una institución más confiable que la Presidencia. En fin, que es casi inevitable concluir que la ostentosa cercanía del jefe del Ejecutivo con el ejército se origina en un sentimiento de inseguridad y en la decisión de mostrarse como un mandatario dispuesto a usar la fuerza para imponerse sobre quienes le desafíen, como fue ya el caso de las acciones de la Policía Federal contra la APPO en Oaxaca —acciones donde, por cierto, abundaron abusos e ilegalidades (El Universal y La Jornada, 9 de enero)— y son ahora las emprendidas contra el narcotráfico.

El instrumento y su historia. William Ralph Inge, escritor inglés del siglo pasado, advirtió lo obvio: “Alguien puede construirse un trono de bayonetas, pero no podrá sentarse en él”. Depender de manera abierta del ejército para mantener el orden institucional no es lo apropiado para democracia alguna en tiempos supuestamente normales, menos para una tan poco asentada y con una historia como la mexicana.

En 1810, la guerra de independencia catapultó de manera inesperada a un ejército de reciente creación al primer plano de la vida política mexicana. En 1813, el general Félix María Calleja pasó de salvador militar del orden colonial al derrotar a los insurgentes a desplazar a Francisco Javier Venegas como virrey. La independencia misma la llevó a cabo un militar criollo —Agustín de Iturbide— que también de improviso cambió de bando y se proclamó emperador. A partir de entonces y hasta pasado el medio siglo, la figura del general Antonio López de Santa Anna se constituyó en el eje de la política de un Estado fallido, como fue México en sus primeros decenios de vida independiente.

Benito Juárez, un civil, dependió siempre del ejército para mantenerse en el poder y empezar a dar forma a un Estado digno de tal nombre. Finalmente, el general Porfirio Díaz fue quien estabilizó la situación a cambio de una dictadura. Tanto Juárez como el propio Díaz, en cuanto pudieron, restaron efectivos y preeminencia a las fuerzas armadas. La Revolución de 1910 fue conducida inicialmente por dos civiles —Francisco I. Madero y Carranza—, pero ambos fueron asesinados por militares traidores y a partir de 1920 y hasta 1946 México fue gobernado por militares (salvo por las breves presidencias de De la Huerta y Portes Gil). Sin embargo, todavía después, la sombra política del ejército siguió pesando, como lo indica el número de generales que fueron presidentes del partido oficial o el papel que jugó el ejército en las crisis políticas del henriquismo, de 1968 y la “guerra sucia”.

Tras el fraude de 1988, Carlos Salinas también buscó, al inicio de su gobierno, aparecer repetidas veces arropado por el ejército y fueron militares los que le sirvieron de instrumento en el golpe espectacular que lo afianzó en el poder: el arresto del líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”.

En suma. La simbiosis Calderón-fuerzas armadas, más que un mensaje de firmeza, se puede interpretar como inseguridad. Más inquietante aún es el papel del ejército en la lucha contra el crimen: si falla será un desastre y si triunfa ¿volverá al discreto segundo plano político del que ha salido?

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