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La deposición de Felicidad
Pedro Miguel
Hace muchos años, en el reino lejano de Casampolde, vivió una mujer llamada Felicidad. Sus padres la habían bautizado así porque llegó al mundo un 7 de marzo, fecha en que se conmemora la muerte de una esclava de ese nombre, martirizada junto con su patrona, en el año de 203 de esta era, en Cartago, siglos después de que esa urbe fuera depurada de sus habitantes originales, arrasada y repoblada y vuelta a construir por los imperialistas romanos. Otro día les platicaré la tremenda historia de la esclava Felicidad, de Perpetua, su ama, de los esclavos Revocato, Saturnino y Segundo, y del diácono Sáturo, todos los cuales tuvieron muertes espantosísimas en el circo de Cartago, pero hoy vamos con otra cosa.
La Felicidad de esta historia era una mujer humilde, al igual que su protectora, pero no se crió en un entorno cristiano sino en el seno de la Iglesia Rododendra, implantada hacia el siglo XII en Casampolde por el heresiarca Rememuke, un soberano que se volvió loco cuando descubrió, o creyó descubrir, o dijo haber descubierto, unos manuscritos antiquísimos de Eutiques, quien fue, a su vez, higúmeno casi legendario del monasterio de Cora en la cuarta centuria, y acérrimo monofisita bizantino. Muchas habrán sido las diferencias de fondo y dogma entre la ortodoxia cristiana y la mezcolanza rododendrita urdida por el rey a raíz de sus lecturas reales o falsas del improbable Eutiques. De bulto, la nueva confesión negaba a María y a la Trinidad y era iconoclasta, aunque no le hacía ascos al fetichismo ni a la dulía, que es la veneración de los protagonistas del Santoral. Vaya todo esto para explicar por qué Felicidad fue bautizada con ese nombre.
Vivía en las montañas del norte, no lejos de Vuayoré. Era huérfana de padre y madre desde la pubertad, heredó tierras de ladera y unos rebaños de cabras y decidió vivir sola. Los habitantes de la región eran apacibles y Felicidad pudo establecer acuerdos informales con pastores vecinos para que explotaran a sus animales a cambio de modestas rentas, casi siempre en especie. Alcanzó la edad adulta sin que se le conociera varón ni hembra ni animal de sexo alguno pero su estatuto excepcional no alarmó a los pobladores ni alimentó consejas. La muchacha, más que fea o guapa, era insignificante y avara de conversación, aunque no huraña. Por eso no resulta extraño que no suscitara la curiosidad, el deseo, la animadversión ni la simpatía de nadie y que no haya sido víctima de murmuraciones, particularmente prontas y acerbas en las tierras en las que el tiempo pasa despacio.
Así llegó a la veintena y luego a la treintena: sola, autosuficiente y secundaria; no simpática pero tampoco desagradable; discreta, sin llegar a lo invisible. Así habría podido empezar a marchitarse y así habría podido vivir hasta una edad avanzada, y habría podido cifrar en la piedad de sus vecinos las esperanzas de un funeral desabrido. Pero las cosas ocurrieron de manera diferente.
La contención y la prudencia de los vecinos de Felicidad se hicieron añicos cuando una carcamala murmuradora se cruzó con ella en el mercado, la saludó al paso y a continuación, en voz queda, hizo notar a su acompañante el abultado vientre de la mujer. Nunca pensé que lo vería con estos ojos que se han de comer los gusanos --dijo--: Felicidad está embarazada.
Los rumores reventaron y se dispersaron con la energía acumulada de treinta años de encierro y en cuestión de horas todos los habitantes de los alrededores de Vuayoré habían abandonado sus actividades para consagrarse a la búsqueda del fecundador de Felicidad, aunque algunos se decantaban por invocar el milagro. Pudo ser el Espíritu Santo, apuntaba algún audaz, pero era aplacado de inmediato por las voces hegemónicas: Límpiese la boca tras pronunciar palabras profanas; el Espíritu Santo no existe y aquí no aceptamos habladurías trinitarias.
Aunque nadie le comunicó los chismes que se tejían a su alrededor, la mujer pareció darse cuenta de que había causado un hervidero de ellos, porque a partir de ese día se le vio poco por el pueblo e incluso empezó a hacerse difícil divisarla en las veredas cercanas a su vivienda. Pero los reportes de quienes lograban divisarla confirmaban un crecimiento sostenido de la barriga de Felicidad.
La mirada colectiva escudriñó a todos y cada uno de los varones en edad fértil para descubrir al responsable, pero no se halló ningún dato que permitiese fundar una sospecha sólida y menos una prueba concluyente. Se conjeturó, entonces, con la posibilidad de que el padre de la criatura que Felicidad llevaba en sus entrañas fuese un forastero, pero por aquellos tiempos prácticamente ninguno llegaba hasta las montañas del norte; el último del que se tenía noticia había merodeado al sur de Vuayoré diez meses atrás, y además era un anciano tullido de fecundidad harto dudosa.
Pasaron seis o siete semanas desde que una vieja chismosa notara el vientre crecido de nuestra protagonista hasta que un joven pastor, cuyo nombre no registra la historia, halló su cadáver al lado de una cacota. El muchacho bajó corriendo el sendero hasta el centro del pueblo, congregó a los gritos a todo el vecindario y de inmediato se organizó una partida multitudinaria que remontó el camino de vuelta hasta llegar al sitio en el que se encontraba la difunta.
Las trazas en la escena no dejaban lugar a dudas: la infortunada mujer había fallecido en el curso de una deposición masiva y monumental; había muerto, por así decirlo... uhhh... de parto. Si los habitantes de aquel remoto rincón de la provincia de Vuayoré hubiesen poseído los conocimientos de la ciencia moderna, acaso habrían sospechado que el organismo de Felicidad formó un fecaloma (consulten el diccionario de gastroenterología o, en su defecto, léanse La vida exagerada de Martín Romaña, del cuestionado Bryce Echenique) que le taponeó el desagüe, acaso como resultado de una dieta sobrada en lácteos y menguada en fibras.
Si la mujer hubiese sobrevivido, nadie más que ella se habría enterado de su padecimiento, y acaso un incauto, al cruzarse en el campo con una caquísima descomunal, habría especulado sobre la existencia de criaturas sobrenaturales.
Pero los habitantes de Casampolde, de suyo confundidos por el entonces reciente tránsito del cristianismo a la Rodondedria, enterraron el cadáver de Felicidad entre muestras de gran veneración y colocaron el fruto de sus entrañas a una capilla construida ex profeso, al lado del río Aquila, y allí le rindieron culto durante muchos años.
Si la reliquia hubiese perdurado, es posible que se hubiese convertido en un coprolito. Pero a mediados del siglo antepasado, en el curso de las revueltas positivistas, una cuadrilla de liberales se llegó hasta el pueblo natal de Felicidad; algunos sublevados penetraron en la Dendria local y uno de ellos, ignorante de la tradición vernácula, vio el objeto de culto, ya reseco por el paso del tiempo, lo tomó en sus manos y lo examinó con curiosidad. Esto es caca, concluyó, con un gesto de asco, y acto seguido lo arrojó a las aguas del río.
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La Felicidad de esta historia era una mujer humilde, al igual que su protectora, pero no se crió en un entorno cristiano sino en el seno de la Iglesia Rododendra, implantada hacia el siglo XII en Casampolde por el heresiarca Rememuke, un soberano que se volvió loco cuando descubrió, o creyó descubrir, o dijo haber descubierto, unos manuscritos antiquísimos de Eutiques, quien fue, a su vez, higúmeno casi legendario del monasterio de Cora en la cuarta centuria, y acérrimo monofisita bizantino. Muchas habrán sido las diferencias de fondo y dogma entre la ortodoxia cristiana y la mezcolanza rododendrita urdida por el rey a raíz de sus lecturas reales o falsas del improbable Eutiques. De bulto, la nueva confesión negaba a María y a la Trinidad y era iconoclasta, aunque no le hacía ascos al fetichismo ni a la dulía, que es la veneración de los protagonistas del Santoral. Vaya todo esto para explicar por qué Felicidad fue bautizada con ese nombre.
Vivía en las montañas del norte, no lejos de Vuayoré. Era huérfana de padre y madre desde la pubertad, heredó tierras de ladera y unos rebaños de cabras y decidió vivir sola. Los habitantes de la región eran apacibles y Felicidad pudo establecer acuerdos informales con pastores vecinos para que explotaran a sus animales a cambio de modestas rentas, casi siempre en especie. Alcanzó la edad adulta sin que se le conociera varón ni hembra ni animal de sexo alguno pero su estatuto excepcional no alarmó a los pobladores ni alimentó consejas. La muchacha, más que fea o guapa, era insignificante y avara de conversación, aunque no huraña. Por eso no resulta extraño que no suscitara la curiosidad, el deseo, la animadversión ni la simpatía de nadie y que no haya sido víctima de murmuraciones, particularmente prontas y acerbas en las tierras en las que el tiempo pasa despacio.
Así llegó a la veintena y luego a la treintena: sola, autosuficiente y secundaria; no simpática pero tampoco desagradable; discreta, sin llegar a lo invisible. Así habría podido empezar a marchitarse y así habría podido vivir hasta una edad avanzada, y habría podido cifrar en la piedad de sus vecinos las esperanzas de un funeral desabrido. Pero las cosas ocurrieron de manera diferente.
La contención y la prudencia de los vecinos de Felicidad se hicieron añicos cuando una carcamala murmuradora se cruzó con ella en el mercado, la saludó al paso y a continuación, en voz queda, hizo notar a su acompañante el abultado vientre de la mujer. Nunca pensé que lo vería con estos ojos que se han de comer los gusanos --dijo--: Felicidad está embarazada.
Los rumores reventaron y se dispersaron con la energía acumulada de treinta años de encierro y en cuestión de horas todos los habitantes de los alrededores de Vuayoré habían abandonado sus actividades para consagrarse a la búsqueda del fecundador de Felicidad, aunque algunos se decantaban por invocar el milagro. Pudo ser el Espíritu Santo, apuntaba algún audaz, pero era aplacado de inmediato por las voces hegemónicas: Límpiese la boca tras pronunciar palabras profanas; el Espíritu Santo no existe y aquí no aceptamos habladurías trinitarias.
Aunque nadie le comunicó los chismes que se tejían a su alrededor, la mujer pareció darse cuenta de que había causado un hervidero de ellos, porque a partir de ese día se le vio poco por el pueblo e incluso empezó a hacerse difícil divisarla en las veredas cercanas a su vivienda. Pero los reportes de quienes lograban divisarla confirmaban un crecimiento sostenido de la barriga de Felicidad.
La mirada colectiva escudriñó a todos y cada uno de los varones en edad fértil para descubrir al responsable, pero no se halló ningún dato que permitiese fundar una sospecha sólida y menos una prueba concluyente. Se conjeturó, entonces, con la posibilidad de que el padre de la criatura que Felicidad llevaba en sus entrañas fuese un forastero, pero por aquellos tiempos prácticamente ninguno llegaba hasta las montañas del norte; el último del que se tenía noticia había merodeado al sur de Vuayoré diez meses atrás, y además era un anciano tullido de fecundidad harto dudosa.
Pasaron seis o siete semanas desde que una vieja chismosa notara el vientre crecido de nuestra protagonista hasta que un joven pastor, cuyo nombre no registra la historia, halló su cadáver al lado de una cacota. El muchacho bajó corriendo el sendero hasta el centro del pueblo, congregó a los gritos a todo el vecindario y de inmediato se organizó una partida multitudinaria que remontó el camino de vuelta hasta llegar al sitio en el que se encontraba la difunta.
Las trazas en la escena no dejaban lugar a dudas: la infortunada mujer había fallecido en el curso de una deposición masiva y monumental; había muerto, por así decirlo... uhhh... de parto. Si los habitantes de aquel remoto rincón de la provincia de Vuayoré hubiesen poseído los conocimientos de la ciencia moderna, acaso habrían sospechado que el organismo de Felicidad formó un fecaloma (consulten el diccionario de gastroenterología o, en su defecto, léanse La vida exagerada de Martín Romaña, del cuestionado Bryce Echenique) que le taponeó el desagüe, acaso como resultado de una dieta sobrada en lácteos y menguada en fibras.
Si la mujer hubiese sobrevivido, nadie más que ella se habría enterado de su padecimiento, y acaso un incauto, al cruzarse en el campo con una caquísima descomunal, habría especulado sobre la existencia de criaturas sobrenaturales.
Pero los habitantes de Casampolde, de suyo confundidos por el entonces reciente tránsito del cristianismo a la Rodondedria, enterraron el cadáver de Felicidad entre muestras de gran veneración y colocaron el fruto de sus entrañas a una capilla construida ex profeso, al lado del río Aquila, y allí le rindieron culto durante muchos años.
Si la reliquia hubiese perdurado, es posible que se hubiese convertido en un coprolito. Pero a mediados del siglo antepasado, en el curso de las revueltas positivistas, una cuadrilla de liberales se llegó hasta el pueblo natal de Felicidad; algunos sublevados penetraron en la Dendria local y uno de ellos, ignorante de la tradición vernácula, vio el objeto de culto, ya reseco por el paso del tiempo, lo tomó en sus manos y lo examinó con curiosidad. Esto es caca, concluyó, con un gesto de asco, y acto seguido lo arrojó a las aguas del río.