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jueves, 30 de noviembre de 2006

Lorenzo Meyer

Entre Fox, Maquiavelo y el engaño
Un fin de sexenio diferente

Lorenzo Meyer
Juicio. Al final, el partido en el poder ya es diferente pero no el espíritu ni el proyecto dominante. Al final, quedó claro que la prioridad del gobierno de Vicente Fox fue consolidar el dominio de la derecha ideológica, no la democracia.

A ocho días de acabar su período, Fox declaró que esperaba confiado “el implacable juicio de la historia”. Sin embargo, ese juicio no existe, lo que hay son una variedad de juicios elaborados por observadores y estudiosos, una pluralidad de opiniones en torno a su persona, su gobierno y su papel histórico. En el arranque tales expresiones tendrán un carácter acusadamente polémico, contradictorio y crispado, reflejo natural del desorden administrativo, de la gran confrontación política y de la aguda división social que ha dejado el guanajuatense al concluir su mandato. Aún cuando el observador debería guiarse por la objetividad, desafortunadamente, en el estudio de los fenómenos sociales la objetividad plena no es posible, y menos cuando se está tan cerca de los acontecimientos en el tiempo y el espacio.
Perspectiva. Fox y su obra pueden ser dictaminados desde múltiples ángulos: personal, económico, administrativo, jurídico, social, cultural, político, etcétera. El que aquí se intentará será político y en sentido propuesto por Otto von Bismarck en 1867, al definir a la política como “el arte de lo posible”. Desde esta perspectiva, el Presidente no estaba obligado a lo imposible, pero sí a poner todo su empeño en alcanzar, dentro de lo posible, lo prometido: consolidar una democracia duramente ganada. En vez de dedicar el grueso de su energía a este propósito, lo empleó en impedir, a como diera lugar, que la elección de 2006 abriera la puerta de la alternancia a la izquierda.
La coyuntura histórica. Con la elección de Fox la sociedad mexicana logró no sólo un cambio de gobierno, sino de régimen político, pues al acabar con el monopolio de 71 años del PRI sobre la presidencia, se operó una transformación en las viejas reglas que regían la adquisición, el ejercicio y la pérdida del poder político. México pasó del autoritarismo a un sistema plural y supuestamente democrático. El origen de tal cambio fue la combinación de transformaciones en el entorno mundial —el fin de la Guerra Fría y del anticomunismo más el surgimiento de la “tercera ola democrática”—, mudanzas estructurales en la sociedad mexicana —urbanización, educación, acceso a la información, rechazo creciente a los abusos del autoritarismo priista, etcétera—, el esfuerzo de un buen número de actores colectivos e individuales —el neopanismo, el neocardenismo y el neozapatismo, entre otros— y, finalmente, el papel de Fox como líder de una oposición conservadora pero cargada de optimismo, energía y simplismo.
El simplismo como engaño. El antiguo administrador de Coca Cola convertido en candidato presidencial encabezó una ola de insurgencia electoral con una estrategia distinta de la inmediatamente anterior —la de 1988— y muy acorde con su experiencia y formación en el arte del “marketing”. Fox se vendió a sí mismo y al proceso de cambio como la respuesta fácil a un problema difícil. Una buena parte de la sociedad mexicana compró la idea de que si el cambio de régimen se hacía por la derecha, el proceso sería sencillo, rápido y seguro. Como candidato, el guanajuatense proyectó la imagen del líder decidido que sin problemas sacaría al PRI de “Los Pinos” sin tocarle un pelo a la estabilidad política o económica. Una presidencia no priísta y “de empresarios para empresarios” aseguraría honestidad personal, transparencia de gestión, libertad de expresión, crecimiento económico, empleo, guerra a la corrupción, justicia real, nuevo trato con Estados Unidos, mejoras en la distribución de la riqueza, baja en la pobreza, arreglo rápido del conflicto en Chiapas, combate efectivo al narcotráfico y al resto del crimen organizado, impondría un alto al deterioro ecológico y muchas cosas positivas más.
Maquiavelo. Hace ya casi cinco siglos que Nicolás Maquiavelo dejó en claro que en política no había nada más difícil que lograr el arraigo de un nuevo régimen. Esa empresa siempre era una de un alto grado de dificultad, porque tendría en contra a todos los desplazados por el cambio pero también a mucho de los aliados originales, insatisfechos al no recibir lo que esperaban. Justamente por ello el nuevo gobernante necesitaba también una ética nueva. Para el florentino, en esa coyuntura el objetivo —estabilizar el sistema en su conjunto— justificaba los medios. Y estos últimos eran todas las conductas reprobadas por la moral cristiana pero muy efectivas en política: la mentira, el engaño, la corrupción, la injusticia, el abuso del poder y la violencia, pues lo que en el ciudadano eran vicios en el gobernante que encabezaba un nuevo régimen eran virtudes. En el inicio Fox parecía ser todo, menos un lector de Maquiavelo. Sin embargo, alguien debió convencerlo de que para asegurar que el cambio mexicano continuara por la derecha, él y los suyos deberían oír los consejos del gran teórico renacentista. Para un observador con sentido común era claro que la simplicidad de su “marketing” llevaba a un análisis erróneo de una realidad muy compleja, pero si finalmente el cambio prometido nunca se dio fue, para empezar, porque nunca se intentó. La meta no era el cambio, sino sólo un objetivo mucho más limitado: lograr que la derecha ideológica desplazara a la derecha priista. Y eso sí se consiguió. La gran promesa política del foxismo fue dedicar todo su empeño en consolidar la recién adquirida democracia. Para lograrlo se debía estar efectivamente dispuesto a conducir en 2006 una campaña dominada por el espíritu democrático y respetar el veredicto efectivo de las urnas, incluso si eso implicaba ceder el poder al opositor.
Sin embargo, desde muy pronto en el sexenio se echó de ver que el verdadero esfuerzo desarrollado por “Los Pinos” se dirigía menos a profundizar y a consolidar el cambio, y más a construir la candidatura presidencial de la esposa del Presidente, es decir, a lograr la prolongación de su poder personal más allá del sexenio. Para llevar adelante su empeño, construyó una alianza política con una de las fuerzas más importantes del no-cambio: Elba Esther Gordillo y su gran maquinaria corporativa: el SNTE. El Presidente decidió concentrar lo que quedaba de poder en demoler no a los viejos intereses creados, sino a la candidatura de la izquierda: la de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Y para ello eligió un camino obviamente tramposo, pero aparentemente contundente en su resultado: negociar con el PRI el desafuero de AMLO en el Congreso para anular su candidatura y no tener que confrontarlo en las urnas. Que la razón formal de esa acción fuera ridícula —supuestamente no detener a tiempo la construcción de una calle para comunicar un hospital— no importó a Fox ni a la coalición antidemocrática que ya había armado en defensa del “estado de Derecho”. Al final, no le fue posible a Fox mantener el desafuero y debió dar marcha atrás, pero su acción se tradujo en un debilitamiento del aparato institucional. Finalmente, en 2006 Fox mantuvo su empeño abierto por impedir el triunfo de una izquierda electoral. La energía que el gobierno no usó contra el narcotráfico, contra los grandes corruptos del pasado o para resolver otros males acumulados la utilizó contra AMLO. Tan parcial fue su conducta que el propio Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación —una institución que también pecó de parcial— se vio obligada a declarar que el Presidente puso en peligro a la elección misma.
El fin justificó los medios. Al final, Fox ganó y él mismo así lo admitió en un acto de rara sinceridad al declarar que entre sus logros estaba el haber ganado “dos elecciones”: la propia y la de su sucesor. En el antiguo régimen era el artífice del “triunfo” de su sucesor, pero se suponía que ese no sería el caso en el nuevo. En la medida en que Vicente Fox triunfó en 2000, ayudó a abrir las puertas de la democracia electoral, pero en la medida en que él “ganó” la Presidencia para su sucesor, revivió uno de los peores aspectos del viejo régimen y contribuyó a erosionar la confianza en una democracia que aún necesita de consolidación. Al concluir el “El Príncipe”, Maquiavelo justifica lo brutal de una ética política tan vieja como la humanidad como el único medio de sacar a Italia de su postración y dar a los italianos la posibilidad de vivir en paz y reconstruir la gran nación que alguna vez fueron. En nuestro caso, ¿cuál es la justificación histórica de Fox para haber seguido, quizá sin conocerlo, el camino sugerido por Maquiavelo?

http://kikka-roja.blogspot.com

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