Las movilizaciones del porvenir y viceversa
Nuevas formas de organización
Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA
Una hipótesis. Hay varias razones para suponer que las movilizaciones sociales -los Atenco y APPO para mencionar los ejemplos más conocidos de la actualidad- pueden ser una característica central del proceso político mexicano en el futuro inmediato. Las elecciones presidenciales del 2006 dieron lugar a una movilización social encabezada por la oposición y el aumento inesperado en los precios de la tortilla en el 2007 generó otra.
Definición. Muchas definiciones de los movimientos sociales tienen su origen en la protesta social europea en la lucha de clases del capitalismo clásico. Ahí se empezó a forjar la realidad y la teoría de las movilizaciones sociales modernas. Como tantos otros conceptos sociales, las posibles acepciones son muchas. Una, tan útil como cualquiera para encauzar la discusión, es la de Rudolf Heberle en la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales: los movimientos sociales son "intentos colectivos por lograr un cambio en ciertas instituciones sociales o por crear un orden [social] enteramente nuevo". Se trata de algo más que un mero estallido colectivo de inconformidad pero también de algo diferente a una asociación o un partido políticos. Este tipo de movimientos pueden iniciarse y concluirse sin llegar a desarrollar una ideología, pero no puede existir sin un conjunto de ideas que le sirvan de justificación y sentido de dirección. Como sea, la caracterización de Heberle le viene mejor a los movimientos de los trabajadores en Europa primero y luego en otras latitudes que al fenómeno histórico o actual mexicano, donde los trabajadores en cuanto tales han sido sólo uno entre varios protagonistas y no necesariamente los más importantes. Lo que sí es propio de todo movimiento social es su confrontación con el orden establecido, el cuestionar la legitimidad de alguna de sus partes o del todo. Por tanto, toda movilización masiva tiende a ser vista como una amenaza por la estructura de poder. Y es que en el seno de toda movilización se encuentra el principio de un arreglo social alternativo.
El Caso Mexicano. Nuestra realidad histórica muestra que aquí los intentos colectivos por exteriorizar la inconformidad y modificar la realidad han sido muchos, aunque la mayoría locales y las más de las veces no los ha recogido la historia. Son contados los que se han originado como una acción que busca explícitamente dar forma a un orden social nuevo. Más bien, esos movimientos han tendido a surgir como una reacción de protesta a un cambio que les afecta y, por tanto, lo que los mueve es lograr que tal mudanza no altere en su contra una situación o equilibrio de intereses ya existente. Nuestra historia muestra que aquellas inconformidades que se han transformado en movimientos sociales que dejaron huella rara vez arrancaron con un ánimo revolucionario y con un proyecto alternativo de futuro. Generalmente se iniciaron teniendo como acicate un agravio, una sensación de injusticia y abuso y buscaron ser un "yo acuso" a los que rompieron un acuerdo explícito o tácito preexistente. Ahora bien, en varias ocasiones y una vez iniciada la protesta, el movimiento experimentó cambios y a medida que se fue desarrollando empezó a perder su carácter meramente defensivo y conservador para mostrar sus facetas propositivas e innovadoras y hasta revolucionarias.
Un buen ejemplo lo tenemos sintetizado en la famosa frase con que John Womack abre su estudio sobre el movimiento zapatista de fines del Porfiriato: "Éste es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que para ello hicieron una revolución". Quizá Womack simplificó en exceso su tesis, pero el punto está bien tomado. La gran rebelión de mediados del siglo XIX de los indios mayas de Yucatán también tuvo como uno de sus elementos detonadores una reacción a la negativa a darles acceso a tierras y al abastecimiento de agua. La rebelión Chamula de 1867 estalló como reacción a un intento de aplastar su independencia religiosa. En 1891 los criollos tomochitecos de Chihuahua no pretendían rebelarse contra el Gobierno, pero terminaron haciéndolo ante la hostilidad y ataque a su autonomía por parte de las autoridades políticas y religiosas locales. En fin, la lista es larga, pero domina el carácter, reactivo, defensivo de las movilizaciones.
Los movimientos sociales más sonados en los años recientes no difieren mucho, en su esencia, de los pasados. Los habitantes de San Salvador Atenco se organizaron y se movilizaron en julio del 2002 para echar por tierra la decisión de los Gobiernos Federal y del Estado de México de expropiar cinco mil 376 hectáreas a 13 ejidos para construir un gran aeropuerto. Para los atenquenses, esa expropiación sobre la que nunca fueron consultados hubiera significado la pérdida del 84 por ciento de sus tierras y el fin de su forma comunitaria de vida. Al final, lo que se suponía debería ser la obra pública más importante del sexenio de Vicente Fox se vino abajo como resultado de ese movimiento, aunque en el 2005 la comunidad sufrió, como tantas otras que en el pasado recurrieron al mismo expediente, la venganza de quien tiene "el monopolio legítimo de la violencia": el Gobierno. En Oaxaca, la APPO surgió en 2006 como respuesta a un intento fallido del gobernador por acabar, por medio de la fuerza, con un plantón de maestros en demanda de mejoras salariales que ya se había convertido en una institución. Las organizaciones de pueblos y vecinos que se unieron entonces a los maestros, y que por meses paralizaron Oaxaca, lo hicieron como protesta a la suspensión de recursos oficiales a los que suponían tener derecho.
El Nuevo Entorno. Formalmente, en tanto democracia liberal, en México siempre debería haber habido espacio para los movimientos sociales no violentos. Sin embargo, en tanto sistema autoritario -la verdadera naturaleza del Estado mexicano desde que se consolidó al final del siglo XIX-, ese tipo de movilizaciones no tenían cabida, incluso si no violaban ninguna de las normas establecidas y respetaban los bandos de "policía y buen gobierno". Y es que por definición, ningún gobierno autoritario puede tolerar actores y acciones políticas independientes, no aceptadas previamente por quienes están al frente del régimen. Por ello, aunque el movimiento estudiantil del 68 no hizo otra cosa que marchar con gritos o en silencio por las calles, no podía ser tolerado por la presidencia porque con su sola presencia ponía en entredicho uno de los principios fundamentales del autoritarismo: sólo aquellos actores colectivos generados o aceptados por el centro único de autoridad -el presidente- podían hacer acto de presencia en la arena política, sin importar lo que dijera la constitución al respecto. Como el viejo régimen ya se acabó, y aunque el nuevo está lejos de ser una democracia bona fide, los movimientos sociales ya no pueden ser reprimidos con la misma facilidad y efectividad que en el pasado. Algunos de los nuevos, como el plantón poselectoral en la Ciudad de México, concluyeron sin haber sido objeto de violencia. En Atenco o Oaxaca la represión finalmente llegó, pero no antes de que los movimientos se consolidaran.
Por otra parte, el costo político de la represión es hoy más alto que antes. Las comisiones de derechos humanos y las ONG nacionales y extranjeras que vigilan la acción de los aparatos represores del Estado no estaban presentes en el 68, el 71 o a lo largo de la "guerra sucia" de la época. Por ello, hoy es menos difícil que el ciudadano de a pie, y no sólo las minorías radicales, vea en los movimientos sociales una forma viable de participación política.
La crisis de representación. Sí los partidos políticos fueran lo que se supone debían ser -organizaciones que recogen las demandas sociales y las transforman en políticas- los movimientos sociales no tendrían razón de ser. Sin embargo, como en el México de hoy los partidos a duras penas se representan a sí mismos, hay un campo enorme para nuevos movimientos sociales como una forma más directa de representación. Y si a la ausencia de canales efectivos para presentar demandas se le une una economía incapaz de proveer empleo y movilidad social, pues entonces más fértil aún es el campo para continuar con esa tradición mexicana que son los movimientos sociales.
Conclusión. Históricamente, las movilizaciones de protesta han sido uno de los instrumentos importantes del cambio político, social, económico y cultural de México. Nada hace suponer que en el futuro inmediato no vayan a seguir jugando ese papel. Es más, en principio, tal forma de hacer política tiene más posibilidades de acción y desarrollo en la actualidad que en el pasado.
RESUMEN: "La historia política de México no se entiende sin sus movimientos sociales. Y quizá tampoco su futuro".
Kikka Roja
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