Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
La televisión en México suele pintar una versión inconsecuente del país, sobre todo en programas que se hacen para ese ávido nicho de mercado que suponen los jóvenes, es decir, segmentos de población cuyas edades fluctúan entre doce o trece y poco más de los veinte años. En esos programas, ya sean gringos o de factura nacional y por regla general producidos en las instalaciones de Televisa y TV Azteca, o sea, en las telenovelas para jóvenes, la juventud mexicana misma suele ser retratada como irreflexiva, siempre fiestera, alegre, deliciosamente despreocupada. Como buen vehículo del estrato falso de la neurosis, la televisión mexicana de ficción niega la realidad, la evade, la obvia y recurre al eufemismo, al disimulo, a mirar hacia otro lado y tratar de sostener una versión alterna –aunque sea rayana en el más baboso de los ridículos– del mundo y del país. Programas como El Pantera (Televisa, Canal 5) ofrecen una visión de la violencia social absolutamente ficticia, de cómic, una visión incauta –sin mencionar que llenecita de clichés de un absurdo conmovedor–, por no adjetivarla peor, de la justicia social en una sociedad que carece, precisamente, de héroes justicieros, pero que abunda en villanos y traidores de cataduras pavorosamente reales por inhumanas.
Un rasgo que destaca en los personajes de los programas para jóvenes es la presunta natural debilidad que cualquier muchacha o muchacho debe tener (y así coincidir con las características que se inventan quienes hacen esos programas) por las “fiestas”, o para ponerlo en términos más exactos, con reuniones de muchos jóvenes en un tugurio mal iluminado, cruzado por destellos y lucecitas de colores y sometidos a la tortura de una brutal mezcla de ruido atronador y repetitivo –tún, tún, tún, tún– cuya función parece ser, además de estimular un baile colectivo –con el que finalmente se establece el valemadrismo como representación de rebeldía, o algo así según infiero yo, pésimo bailarín, que eso significa la sonrisita socarrona, el meneo del cuerpo (prohibido, desde luego, para los gordos como este que escribe) y ese gesto ya de hombres o de mujeres en que se gira la cabeza a un lado como diciendo “sí” (o “no”, si se menea la testa de un lado al otro con alguna rapidez) y se huele uno las axilas… pasito de baile que este aburrido aguafiestas no encuentra ni tantito sexy , porque no puede dejar de pensar que entre tanto apretujamiento, tanto sudor y tanto encierro, aquello debe apestar a garnachas con mucha cebolla de ayer, pues desgraciadamente este servidor de sus mercedes es un obsesivo de los olores y de la higiene corporal y una chavala apestosa, en lugar de excitarlo con el odore di femina , lo ahuyenta sin remedio–; tal vez en años recientes el ejemplo más gráfico de esa irreflexión, de esa bobería colectiva de la que hablo ha sido la secuela de telenovelas de Rebelde, una gema de la estupidez convertida en programa televisivo. En fin, que la vida nocturna, los mal llamados antros y toda esa parafernalia de la presunta diversión de la sana juventud mexicana parecen ser un denominador común: si eres joven (y mexica), te deben gustar las discotecas o antros o como se les diga.
Sólo que la realidad en las calles es muy otra. Es una triste, a veces aterradora realidad que, decía, los programas de la televisión suelen pasar por alto; una realidad en la que muchos de esos tugurios resultan tomados por bandas de narcotraficantes que operan en los baños o, abiertamente, desde la barra o la carta que ofrecen los meseros. Muchos tugurios de esos son rondados por indeseables a la caza de víctimas para el lucrativo negocio del proxeneta. Muchos de esos locales son fachadas para el lavado de dinero de otra clase de negocios menos lícitos; desde el contrabando tradicional de un fayuquero hasta los vericuetos insondables de la delincuencia organizada, muchas veces de cuello blanco y curul hereditaria.
La vida cotidiana en el país, en un país en guerra consigo mismo como el nuestro, ha cambiado. Hay ciudades que virtualmente viven en estado de excepción y de sitio. Pretender la televisión que en la vida no pasa nada y la muchachada (un bestia de derechas dixit) nació para divertirse y ser locuela, es el mismo discurso perversamente risueño y optimista con que se nos quiere hacer pensar que todo está bien en México; que vivimos un sueño democrático y que la nación avanza en pos de un horizonte dorado precisamente cuando todos los días vemos, no sin pavor, qué tanto vamos en sentido contrario.
kikka-roja.blogspot.com/
Un rasgo que destaca en los personajes de los programas para jóvenes es la presunta natural debilidad que cualquier muchacha o muchacho debe tener (y así coincidir con las características que se inventan quienes hacen esos programas) por las “fiestas”, o para ponerlo en términos más exactos, con reuniones de muchos jóvenes en un tugurio mal iluminado, cruzado por destellos y lucecitas de colores y sometidos a la tortura de una brutal mezcla de ruido atronador y repetitivo –tún, tún, tún, tún– cuya función parece ser, además de estimular un baile colectivo –con el que finalmente se establece el valemadrismo como representación de rebeldía, o algo así según infiero yo, pésimo bailarín, que eso significa la sonrisita socarrona, el meneo del cuerpo (prohibido, desde luego, para los gordos como este que escribe) y ese gesto ya de hombres o de mujeres en que se gira la cabeza a un lado como diciendo “sí” (o “no”, si se menea la testa de un lado al otro con alguna rapidez) y se huele uno las axilas… pasito de baile que este aburrido aguafiestas no encuentra ni tantito sexy , porque no puede dejar de pensar que entre tanto apretujamiento, tanto sudor y tanto encierro, aquello debe apestar a garnachas con mucha cebolla de ayer, pues desgraciadamente este servidor de sus mercedes es un obsesivo de los olores y de la higiene corporal y una chavala apestosa, en lugar de excitarlo con el odore di femina , lo ahuyenta sin remedio–; tal vez en años recientes el ejemplo más gráfico de esa irreflexión, de esa bobería colectiva de la que hablo ha sido la secuela de telenovelas de Rebelde, una gema de la estupidez convertida en programa televisivo. En fin, que la vida nocturna, los mal llamados antros y toda esa parafernalia de la presunta diversión de la sana juventud mexicana parecen ser un denominador común: si eres joven (y mexica), te deben gustar las discotecas o antros o como se les diga.
Sólo que la realidad en las calles es muy otra. Es una triste, a veces aterradora realidad que, decía, los programas de la televisión suelen pasar por alto; una realidad en la que muchos de esos tugurios resultan tomados por bandas de narcotraficantes que operan en los baños o, abiertamente, desde la barra o la carta que ofrecen los meseros. Muchos tugurios de esos son rondados por indeseables a la caza de víctimas para el lucrativo negocio del proxeneta. Muchos de esos locales son fachadas para el lavado de dinero de otra clase de negocios menos lícitos; desde el contrabando tradicional de un fayuquero hasta los vericuetos insondables de la delincuencia organizada, muchas veces de cuello blanco y curul hereditaria.
La vida cotidiana en el país, en un país en guerra consigo mismo como el nuestro, ha cambiado. Hay ciudades que virtualmente viven en estado de excepción y de sitio. Pretender la televisión que en la vida no pasa nada y la muchachada (un bestia de derechas dixit) nació para divertirse y ser locuela, es el mismo discurso perversamente risueño y optimista con que se nos quiere hacer pensar que todo está bien en México; que vivimos un sueño democrático y que la nación avanza en pos de un horizonte dorado precisamente cuando todos los días vemos, no sin pavor, qué tanto vamos en sentido contrario.
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