La Corte y la impunidad selectiva
Miguel Ángel Granados Chapa
15 Feb. 09
Como muestra de las prioridades a las que atendió la Corte, los promoventes de la investigación constitucional sobre Atenco no pudieron estar en la sesión inicial en la que se abordó el caso
La Suprema Corte de Justicia de la Nación desahogó esta semana, en siete sesiones que implicaron dobles jornadas el martes, miércoles y jueves y un total de 18 horas de debate, su averiguación constitucional sobre las violaciones a garantías constitucionales en San Salvador Atenco y sus inmediaciones el 3 y 4 de mayo de 2006. Por el resultado de la discusión, por su tono, puede augurarse, con mínimo margen de error, que es la penúltima investigación de este género que emprende el máximo tribunal. Queda pendiente la referida a Oaxaca, cuyo desenlace fue anunciado con la resolución de Atenco. Cuando la haya resuelto, en sentido imaginable desde ahora, la Corte bajará la cortina, no aplicará más la facultad excepcional de que la dota el segundo párrafo del artículo 97 constitucional y esperará, y acaso hasta urja que ocurra, la supresión de ese ingrediente anómalo entre sus atribuciones.
Temerosa de sí misma, de las consecuencias de constituirse en un verdadero poder investigador, la Corte se autolimitó innecesariamente cuando accedió a desplegar una atribución que sólo había practicado en dos ocasiones antes de esta década, en que abordó tres más. Dadas las características de la tarea pesquisitoria y su breve fundamento constitucional los ministros pudieron haberse explayado para impedir impunidad en los casos de violaciones graves, paradigmáticas, a garantías individuales. Pero a la mayoría del pleno les temblaron las corvas, pudo más en los ministros un formalismo paralizante, comprensible y aun exigible cuando ejercen funciones jurisdiccionales, y se fabricaron corsés que reducen sus indagaciones a meras relatorías de hechos. Para que no desluciera demasiado su trabajo, en esta ocasión pretendieron forjar criterios para el uso de la fuerza pública, como si fuera un órgano de consulta al que se acude para el establecimiento de políticas generales y no fuera, como es, un órgano investigador de hechos específicos sobre los cuales tenía que pronunciarse.
Ante la brutalidad policiaca con que fueron agredidos manifestantes y pobladores de Atenco el 3 y el 4 de mayo de 2006 (especialmente en esta segunda fecha, en que no hubo propiamente enfrentamientos como la víspera, en que no pocos ciudadanos actuaron con violencia inadmisible contra agentes de la autoridad), y ante la impunidad que asomó su tétrico rostro desde poco después de los acontecimientos, los pobladores afectados demandaron la intervención de la Corte. Advertido de la relevancia del reclamo, el 29 de agosto de ese año lo hizo suyo el ministro Genaro David Góngora Pimentel, pues se requería que un miembro del pleno solicitara poner en acción el mecanismo del artículo 97. Con lentitud empezó a tramitarse el caso al punto de que sólo el 7 de febrero siguiente -cinco meses después- el pleno de la Corte acordó iniciar su participación. Formó una comisión investigadora no con miembros del pleno, como hizo en 1995 cuando se averiguó la criminal afrenta de Aguas Blancas, sino con magistrados de circuito, como ya se había hecho en el caso de Lydia Cacho. Cuando estaba en curso la indagación de Atenco, contra toda lógica jurídica el pleno emitió regulaciones que se aplicaron retroactivamente y descuadraron los procedimientos que la comisión investigadora había comenzado a aplicar. De cualquier modo, produjo un voluminoso informe preliminar (2 mil 500 páginas y 40 cajas de documentos). De allí partió el ministro José de Jesús Gudiño Pelayo para preparar el dictamen, de más de 900 páginas, sometido a discusión a partir del lunes pasado.
En ese dictamen, y puesto que la indagación partió de recomendaciones emitidas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, se dieron por supuestas las violaciones denunciadas por las víctimas, se reconoció que las hubo. Y allí hubiera podido concluir el trámite, porque la regla número 21 del acuerdo general que ciñe las investigaciones constitucionales establece con claridad que el informe preliminar "no podrá adjudicar responsabilidades sino únicamente identificar a las personas que hubieran participado en los hechos...". Eso hizo Gudiño Pelayo: enlistó a más de 2 mil participantes en los acontecimientos de mayo y pasó a determinar el grado de participación de los mandos y los subordinados, pero la mayor parte de sus colegas rehusó hacerlo.
Dijo Gudiño Pelayo al presentar su ponencia, el lunes 9:
"La investigación no arrojó datos o elementos que apoyaran la hipótesis de que se hubiera dado alguna orden de golpear, dañar o vejar a los manifestantes y detenidos, pero no obstante eso sucedió a la postre. Y... aun cuando la violencia no hubiese sido ordenada, sí hay elementos para considerar que fue permitida, alentada y en esa medida autorizada o avalada por los superiores de los policías participantes en los operativos.
"Esa permisión o tolerancia a la violencia se advierte también en que poco, o casi nada, se investigó por parte de los propios superiores de los policías para castigar las conductas abusivas después de cometidas.
"Los procedimientos, particularmente... los administrativos (en cuya integración tiene incidencia la superioridad de los policías) en muy pocos casos culminaron en fincamiento de responsabilidades y, hasta donde obra en autos, las causas penales están abiertas".
Durante el debate, los ministros convinieron por amplia mayoría en que la intervención de la fuerza pública fue legítima, para restablecer el orden (y al concluir la discusión se empeñaron en subrayar que no pretendían inhibir el uso legítimo de la fuerza, no sea que se les tachara de libertinos). Esa calificación de legitimidad puso a salvo a los superiores y si acaso dejó abierta la posibilidad de que "las autoridades competentes", a las que harán llegar sus resoluciones, revisen las acusaciones a los subordinados a los que se les pasó la mano.
El ministro Sergio Valls, uno de los ocho ministros que no atendieron el señalamiento de Gudiño Pelayo sobre la permisión y tolerancia de la superioridad, sintetizó el certificado de impunidad selectiva diciendo: "a mi juicio no hubo acciones desplegadas por los mandos superiores que pudieran configurar en forma directa violación de garantías". Añadió que ni siquiera las omisiones expresadas en falta de capacitación del personal o en no haber ordenado "que la agresión policíaca cesara de inmediato" son causa de responsabilidad: "tampoco esas conductas se pueden imputar a los altos mandos del gobierno pues éstos sólo pueden ser vinculados en proporción de las facultades que la propia ley les encomienda".
Gozosos escuchaban éstos y otros argumentos semejantes los enviados del gobernador Enrique Peña Nieto, que junto con Eduardo Medina Mora, procurador general de la República, en aquel entonces secretario de Seguridad Pública, es el principal beneficiario de esta forma no de examinar los hechos sino de interpretar la ley. A la cabeza de esos enviados estaba el subsecretario de Asuntos Jurídicos del gobierno mexiquense, él mismo puesto a salvo por los ministros que aplicaron la impunidad selectiva: como contralor del gobierno le fue encomendado investigar si hubo abuso policial en Atenco, y concluyó que no, que no lo hubo.
En cambio no pudieron estar presentes, por lo menos en la primera sesión, los abogados Bárbara Zamora, Santos García y Humberto Oseguera, que promovieron la investigación constitucional. Denunciaron que el licenciado Alberto Díaz Díaz, en nombre de la presidencia de la Corte les "impidió el paso con el peregrino argumento de que ya no había lugar", aunque resultara "evidente que llenaron el salón con policías y burocracia de la Corte".
Ese trato disparejo es pálido reflejo de la sesgada aplicación de justicia en este célebre caso cuya etapa final (en lo que hace a la averiguación constitucional) coincidía con el Examen Periódico Universal a que era sometido el gobierno de México en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra. Mientras que no hay un solo policía preso por la violencia de mayo, hay 13 manifestantes recluidos por los mismos hechos, condenados a penas que llegan hasta cerca de 32 años. Y no se mencione el rudo contraste entre la impunidad regalada a Peña Nieto y Medina Mora y la severidad cavernaria que se ha cebado sobre Ignacio del Valle, líder del Frente por la Defensa de la Tierra, sentenciado a 112 años de cárcel.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación desahogó esta semana, en siete sesiones que implicaron dobles jornadas el martes, miércoles y jueves y un total de 18 horas de debate, su averiguación constitucional sobre las violaciones a garantías constitucionales en San Salvador Atenco y sus inmediaciones el 3 y 4 de mayo de 2006. Por el resultado de la discusión, por su tono, puede augurarse, con mínimo margen de error, que es la penúltima investigación de este género que emprende el máximo tribunal. Queda pendiente la referida a Oaxaca, cuyo desenlace fue anunciado con la resolución de Atenco. Cuando la haya resuelto, en sentido imaginable desde ahora, la Corte bajará la cortina, no aplicará más la facultad excepcional de que la dota el segundo párrafo del artículo 97 constitucional y esperará, y acaso hasta urja que ocurra, la supresión de ese ingrediente anómalo entre sus atribuciones.
Temerosa de sí misma, de las consecuencias de constituirse en un verdadero poder investigador, la Corte se autolimitó innecesariamente cuando accedió a desplegar una atribución que sólo había practicado en dos ocasiones antes de esta década, en que abordó tres más. Dadas las características de la tarea pesquisitoria y su breve fundamento constitucional los ministros pudieron haberse explayado para impedir impunidad en los casos de violaciones graves, paradigmáticas, a garantías individuales. Pero a la mayoría del pleno les temblaron las corvas, pudo más en los ministros un formalismo paralizante, comprensible y aun exigible cuando ejercen funciones jurisdiccionales, y se fabricaron corsés que reducen sus indagaciones a meras relatorías de hechos. Para que no desluciera demasiado su trabajo, en esta ocasión pretendieron forjar criterios para el uso de la fuerza pública, como si fuera un órgano de consulta al que se acude para el establecimiento de políticas generales y no fuera, como es, un órgano investigador de hechos específicos sobre los cuales tenía que pronunciarse.
Ante la brutalidad policiaca con que fueron agredidos manifestantes y pobladores de Atenco el 3 y el 4 de mayo de 2006 (especialmente en esta segunda fecha, en que no hubo propiamente enfrentamientos como la víspera, en que no pocos ciudadanos actuaron con violencia inadmisible contra agentes de la autoridad), y ante la impunidad que asomó su tétrico rostro desde poco después de los acontecimientos, los pobladores afectados demandaron la intervención de la Corte. Advertido de la relevancia del reclamo, el 29 de agosto de ese año lo hizo suyo el ministro Genaro David Góngora Pimentel, pues se requería que un miembro del pleno solicitara poner en acción el mecanismo del artículo 97. Con lentitud empezó a tramitarse el caso al punto de que sólo el 7 de febrero siguiente -cinco meses después- el pleno de la Corte acordó iniciar su participación. Formó una comisión investigadora no con miembros del pleno, como hizo en 1995 cuando se averiguó la criminal afrenta de Aguas Blancas, sino con magistrados de circuito, como ya se había hecho en el caso de Lydia Cacho. Cuando estaba en curso la indagación de Atenco, contra toda lógica jurídica el pleno emitió regulaciones que se aplicaron retroactivamente y descuadraron los procedimientos que la comisión investigadora había comenzado a aplicar. De cualquier modo, produjo un voluminoso informe preliminar (2 mil 500 páginas y 40 cajas de documentos). De allí partió el ministro José de Jesús Gudiño Pelayo para preparar el dictamen, de más de 900 páginas, sometido a discusión a partir del lunes pasado.
En ese dictamen, y puesto que la indagación partió de recomendaciones emitidas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, se dieron por supuestas las violaciones denunciadas por las víctimas, se reconoció que las hubo. Y allí hubiera podido concluir el trámite, porque la regla número 21 del acuerdo general que ciñe las investigaciones constitucionales establece con claridad que el informe preliminar "no podrá adjudicar responsabilidades sino únicamente identificar a las personas que hubieran participado en los hechos...". Eso hizo Gudiño Pelayo: enlistó a más de 2 mil participantes en los acontecimientos de mayo y pasó a determinar el grado de participación de los mandos y los subordinados, pero la mayor parte de sus colegas rehusó hacerlo.
Dijo Gudiño Pelayo al presentar su ponencia, el lunes 9:
"La investigación no arrojó datos o elementos que apoyaran la hipótesis de que se hubiera dado alguna orden de golpear, dañar o vejar a los manifestantes y detenidos, pero no obstante eso sucedió a la postre. Y... aun cuando la violencia no hubiese sido ordenada, sí hay elementos para considerar que fue permitida, alentada y en esa medida autorizada o avalada por los superiores de los policías participantes en los operativos.
"Esa permisión o tolerancia a la violencia se advierte también en que poco, o casi nada, se investigó por parte de los propios superiores de los policías para castigar las conductas abusivas después de cometidas.
"Los procedimientos, particularmente... los administrativos (en cuya integración tiene incidencia la superioridad de los policías) en muy pocos casos culminaron en fincamiento de responsabilidades y, hasta donde obra en autos, las causas penales están abiertas".
Durante el debate, los ministros convinieron por amplia mayoría en que la intervención de la fuerza pública fue legítima, para restablecer el orden (y al concluir la discusión se empeñaron en subrayar que no pretendían inhibir el uso legítimo de la fuerza, no sea que se les tachara de libertinos). Esa calificación de legitimidad puso a salvo a los superiores y si acaso dejó abierta la posibilidad de que "las autoridades competentes", a las que harán llegar sus resoluciones, revisen las acusaciones a los subordinados a los que se les pasó la mano.
El ministro Sergio Valls, uno de los ocho ministros que no atendieron el señalamiento de Gudiño Pelayo sobre la permisión y tolerancia de la superioridad, sintetizó el certificado de impunidad selectiva diciendo: "a mi juicio no hubo acciones desplegadas por los mandos superiores que pudieran configurar en forma directa violación de garantías". Añadió que ni siquiera las omisiones expresadas en falta de capacitación del personal o en no haber ordenado "que la agresión policíaca cesara de inmediato" son causa de responsabilidad: "tampoco esas conductas se pueden imputar a los altos mandos del gobierno pues éstos sólo pueden ser vinculados en proporción de las facultades que la propia ley les encomienda".
Gozosos escuchaban éstos y otros argumentos semejantes los enviados del gobernador Enrique Peña Nieto, que junto con Eduardo Medina Mora, procurador general de la República, en aquel entonces secretario de Seguridad Pública, es el principal beneficiario de esta forma no de examinar los hechos sino de interpretar la ley. A la cabeza de esos enviados estaba el subsecretario de Asuntos Jurídicos del gobierno mexiquense, él mismo puesto a salvo por los ministros que aplicaron la impunidad selectiva: como contralor del gobierno le fue encomendado investigar si hubo abuso policial en Atenco, y concluyó que no, que no lo hubo.
En cambio no pudieron estar presentes, por lo menos en la primera sesión, los abogados Bárbara Zamora, Santos García y Humberto Oseguera, que promovieron la investigación constitucional. Denunciaron que el licenciado Alberto Díaz Díaz, en nombre de la presidencia de la Corte les "impidió el paso con el peregrino argumento de que ya no había lugar", aunque resultara "evidente que llenaron el salón con policías y burocracia de la Corte".
Ese trato disparejo es pálido reflejo de la sesgada aplicación de justicia en este célebre caso cuya etapa final (en lo que hace a la averiguación constitucional) coincidía con el Examen Periódico Universal a que era sometido el gobierno de México en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra. Mientras que no hay un solo policía preso por la violencia de mayo, hay 13 manifestantes recluidos por los mismos hechos, condenados a penas que llegan hasta cerca de 32 años. Y no se mencione el rudo contraste entre la impunidad regalada a Peña Nieto y Medina Mora y la severidad cavernaria que se ha cebado sobre Ignacio del Valle, líder del Frente por la Defensa de la Tierra, sentenciado a 112 años de cárcel.
Correo electrónico: miguelangel@granadoschapa.com
kikka-roja.blogspot.com/
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