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De acuerdo con una estimación formulada por el Fondo Monetario Internacional (FMI), las economías latinoamericanas experimentarán, en el año en curso, una contracción de 1.5 del PIB en promedio, y en 2010 emprenderán, también en promedio regional, una modesta recuperación de 1.6 por ciento. La situación particular de México, de acuerdo con la prospectiva del organismo financiero internacional, será mucho peor que la del conjunto continental: el FMI pronostica un resultado negativo de 3.7 por ciento para este año y un crecimiento de uno por ciento para el entrante. Las cifras del organismo contrastan con las estimaciones formuladas por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), mucho más optimistas, que cifran la contracción económica en 2.8 por ciento para este año.
Aunque hay razones para pensar que las cifras del FMI pueden ser más realistas que las de la dependencia mexicana, habida cuenta que la segunda puede responder a consideraciones de índole política –como la cercanía de las elecciones de julio próximo– para atenuar los datos en alguna medida, un pronóstico es más alarmante que otro, pero ambos son indicativos de la inminencia de una circunstancia muy grave que no va a constreñirse al ámbito de los indicadores macroeconómicos sino que, por el contrario, afectará de manera inevitable el entramado institucional y el tejido social del país.
Para eludir tales afectaciones no basta con los blindajes financieros que el gobierno calderonista anuncia como garantía de estabilidad nacional ante la crisis. Se requeriría, además, una estrategia clara y precisa para amortiguar los impactos económicos en los niveles de ingreso, consumo y vida en general del grueso de la población, pero hasta la fecha las autoridades no han sido capaces de presentar a la opinión pública un programa en este sentido. Más allá de los discursos tranquilizadores, además de acciones a todas luces insuficientes y tardías –como el programa de empleo temporal, el anuncio de la construcción de una nueva refinería y el otorgamiento de algunos subsidios marginales al consumo entre los sectores más necesitados–, el único empeño gubernamental significativo ante la crisis en curso se orienta a procurar el fortalecimiento –o rescate, en casos extremos– de los grandes consorcios empresariales en problemas, no a auxiliar a pequeños y medianos empresarios, asalariados, deudores físicos, causantes cautivos y pequeños agricultores, ya sean propietarios individuales, ejidatarios o comuneros. Está vigente, pues, la línea de política económica impuesta en el país desde la presidencia salinista y en virtud de la cual ha tenido lugar la insultante concentración de riqueza en unas cuantas manos y la depauperación sostenida de las mayorías.
A lo que puede verse, el grupo en el poder sigue siendo incapaz de percibir las relaciones entre bienestar económico y estabilidad política y social y, a la inversa, entre pobreza, atraso y marginación, por un lado, y violencia delictiva, descomposición institucional e ingobernabilidad, por el otro.
A mera guisa de ejemplo, cabe preguntarse cuántos empleos perdidos significará una contracción económica de 2.8 por ciento, como la que augura Hacienda, y cuántos, una caída de 3.7, como la que pronostica el FMI. Sean cientos de miles o sean millones, es claro que la pérdida súbita de ingresos, expectativas, nivel de vida, certidumbre y autoestima que conlleva el quedarse sin trabajo generarán, a su vez, dramas personales, familiares, vecinales y regionales que alentarán, por su parte, los descontentos sociales y políticos, alimentarán, directa o indirectamente, las filas y los negocios de la delincuencia organizada y debilitarán la presencia, la autoridad y la percepción del Estado –de por sí tenue e incierta, por decir lo menos– en los ámbitos correspondientes.
Sin embargo, las autoridades federales siguen sin acusar recibo de la gravedad de la circunstancia.
kikka-roja.blogspot.com/
Aunque hay razones para pensar que las cifras del FMI pueden ser más realistas que las de la dependencia mexicana, habida cuenta que la segunda puede responder a consideraciones de índole política –como la cercanía de las elecciones de julio próximo– para atenuar los datos en alguna medida, un pronóstico es más alarmante que otro, pero ambos son indicativos de la inminencia de una circunstancia muy grave que no va a constreñirse al ámbito de los indicadores macroeconómicos sino que, por el contrario, afectará de manera inevitable el entramado institucional y el tejido social del país.
Para eludir tales afectaciones no basta con los blindajes financieros que el gobierno calderonista anuncia como garantía de estabilidad nacional ante la crisis. Se requeriría, además, una estrategia clara y precisa para amortiguar los impactos económicos en los niveles de ingreso, consumo y vida en general del grueso de la población, pero hasta la fecha las autoridades no han sido capaces de presentar a la opinión pública un programa en este sentido. Más allá de los discursos tranquilizadores, además de acciones a todas luces insuficientes y tardías –como el programa de empleo temporal, el anuncio de la construcción de una nueva refinería y el otorgamiento de algunos subsidios marginales al consumo entre los sectores más necesitados–, el único empeño gubernamental significativo ante la crisis en curso se orienta a procurar el fortalecimiento –o rescate, en casos extremos– de los grandes consorcios empresariales en problemas, no a auxiliar a pequeños y medianos empresarios, asalariados, deudores físicos, causantes cautivos y pequeños agricultores, ya sean propietarios individuales, ejidatarios o comuneros. Está vigente, pues, la línea de política económica impuesta en el país desde la presidencia salinista y en virtud de la cual ha tenido lugar la insultante concentración de riqueza en unas cuantas manos y la depauperación sostenida de las mayorías.
A lo que puede verse, el grupo en el poder sigue siendo incapaz de percibir las relaciones entre bienestar económico y estabilidad política y social y, a la inversa, entre pobreza, atraso y marginación, por un lado, y violencia delictiva, descomposición institucional e ingobernabilidad, por el otro.
A mera guisa de ejemplo, cabe preguntarse cuántos empleos perdidos significará una contracción económica de 2.8 por ciento, como la que augura Hacienda, y cuántos, una caída de 3.7, como la que pronostica el FMI. Sean cientos de miles o sean millones, es claro que la pérdida súbita de ingresos, expectativas, nivel de vida, certidumbre y autoestima que conlleva el quedarse sin trabajo generarán, a su vez, dramas personales, familiares, vecinales y regionales que alentarán, por su parte, los descontentos sociales y políticos, alimentarán, directa o indirectamente, las filas y los negocios de la delincuencia organizada y debilitarán la presencia, la autoridad y la percepción del Estado –de por sí tenue e incierta, por decir lo menos– en los ámbitos correspondientes.
Sin embargo, las autoridades federales siguen sin acusar recibo de la gravedad de la circunstancia.
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