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viernes, 7 de mayo de 2010

Aire iluminado : Juan Villoro

Aire iluminado
Juan Villoro
7 May. 10

Al comienzo de la exposición que actualmente exhibe en el Centro Georges Pompidou de París, Lucian Freud informa que no hay dos rostros iguales. Cada persona irradia un resplandor único; compararla con otra equivale a comparar una vela con una lámpara. Para entender un cuerpo, hay que tomar en cuenta la atmósfera que lo rodea, el aura que lo inserta en el espacio: el significado del aire. Si la música y la literatura se apoyan en el silencio, la pintura se apoya en lo invisible.



La crítica no ha dejado de vincular a Freud con su eminente abuelo. ¿En qué medida su descarnada exhibición del cuerpo amerita terapia? El primer requisito para apreciar esta pintura consiste en ignorar que el artista desciende del inventor del psicoanálisis.

Otro fantasma que acompaña al célebre pintor figurativo es Francis Bacon, de quien fue amigo y con quien luego desarrolló una rivalidad tan intensa que semejaba una prolongación crítica del afecto. Tampoco en este caso conviene pedir cita a Dr. Sigmund. Ambos pintores se explican sin su sombra recíproca. Bacon se apropia del cuerpo en forma carnicera, torturada, para lograr, como en el poema de Yeats, una "belleza terrible". Freud no violenta a sus modelos y se niega a juzgarlos. Dueño de una rara objetividad, despliega una "historia natural", investiga los pigmentos, las texturas, los tonos confusos que a la distancia discernimos como un cuerpo humano. Su obra es el reverso de la industria de la mirada y sus top-models inorgánicos.

Los cuadros de Freud se concentran en la figura humana. Nada más apropiado, entonces, que recorrer su exposición sin perder de vista a los demás espectadores.

En la segunda o tercera sala, me llamaron la atención dos mujeres. Una de ellas gesticulaba con un énfasis que me pareció excesivo. Se acercaba al lienzo con atrevida suficiencia, sin temor de que sonara la alarma. Su compañera la escuchaba con resignado interés. Pensé que estaba ante la Espectadora Protagónica. En todas las manifestaciones del arte hay alguien deseoso de formar parte del espectáculo, revelar que sabe "algo más", destacar su insólita presencia.

La lectura suele ser una dicha solitaria; sin embargo, el exhibicionista de café despliega sobre su mesa manuscritos en atractivo desorden, coloca una pipa a modo de pisapapeles, abre un tomo contundente (de preferencia en lengua extranjera) y se dispone a ser admirado mientras lee (o finge hacerlo). En los teatros no falta el experto que ríe con estruendo, rigurosamente a destiempo, demostrándole a los legos que se les escapa una ironía esencial. En los conciertos de música atonal, el especialista se siente autorizado a callar con violencia a la ancianita que trata de quitarle el celofán a un caramelo. En las exposiciones, ciertos conocedores hacen dramáticas pantomimas para mostrar lo mucho que pueden interpretar un óleo.

Pensé que la mujer que se desinhibía ante los cuadros de Freud pertenecía al género de los narcisistas. Llevaba varias pulseras en el brazo y tres o cuatro anillos, todos de buen gusto, pero suficientes para llamar la atención. El pelo negro, muy largo, le caía al estilo Susan Sontag. Sus anteojos pendían de una cadena; de cuando en cuando, se los ajustaba con estudiada calma para revisar algún detalle.

Como tantas veces, mi percepción fue completamente equivocada. Me acerqué a la mujer que no dejaba de hablar, esperando oír el turbio jarabe de la pedantería. Sólo entonces advertí que su acompañante estaba ciega.

La mujer describía los cuadros con insólito detalle: "Al fondo hay una puerta endeble, de madera vieja, por donde quiere entrar la luz. Es una luz de mediodía, un poco salvaje, en una casa de provincia. Las paredes están despintadas; hay manchas de humedad y salitre. Un hombre yace desnudo en una cama y un perro duerme la siesta. Parece ser el perro de otra persona porque el hombre lo mira con curiosidad, tal vez con desconfianza. La otra persona está fuera del cuarto. Debe ser la mujer del hombre, pero él no la aguarda con impaciencia. Toca las sábanas gruesas sin prisa; está ahí: mira la luz".

Recordé el cuento "Catedral", de Raymond Carver, donde una iglesia es descrita a un ciego con una precisión que demuestra la cualidad mental de la mirada.

En la primera sala Freud aludía al ámbito intangible que rodea a una persona. A mi lado, la mujer construía una pintura con palabras. ¿Cómo sería esa tela en la mente de la ciega? La descripción me había parecido formidable, pero la presencia de la pintura me distraía de su impacto, casi me estorbaba. Ver valía tanto la pena como oír y cerrar los ojos.

Acaso la percepción más profunda del arte provenga de una carencia superada por asombro. Ante el hecho estético estamos ciegos; de pronto, un lenguaje desconocido nos permite ver de otra manera.

Seguí a las mujeres a distancia prudente para continuar la "visita guiada". Estaban tan absortas en la representación verbal de la pintura que no advirtieron mi presencia. Cada cuadro emergió como un misterio luminoso: el significado del aire.

kikka-roja.blogspot.com/

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