Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
sírvanse compadecer
a este pueblo que no canta
porque no puede comer…
Leopoldo Méndez, Calaveras
aftosas con nylon, 1947
Los medios masivos de comunicación siempre nos han mentido para atemperar la desesperación colectiva. Nacieron de ricos y trabajan para ricos. Si alguna vez hubo –hay todavía, en expresiones cada día menores, mayores los cercos que las inhiben– medios realmente populares, conductores, productores, locutores de programas pensados para el beneficio público, habrán terminado por desaparecer, por ser llevados a la asfixia económica o, como en el caso de Imevisión cuando terminó convertida en coto de caza salinista, de derecha recalcitrante y vocería de curánganos, en defensoría de gobiernos injustos y hasta ilegítimos, coronados por usurpadores sin escrúpulos siempre escoltados por una cúpula de adinerados sin más conciencia cívica que la de una caja registradora.
Administradoras del miedo, las televisoras son hoy las herederas de la radio de los años cuarenta, cuando se consolidaba el monolito inamovible del priísmo y su dictadura partidaria. El heredero de ese monolito es hoy el gobierno de los empresarios sin horizonte, el de los arrebatos justicieros sin ruta crítica, el de los caprichos empresariales y las venganzas del clero. Como bien sabemos hasta el llanto, el priísmo simplemente mudó colores, botó el nacionalismo con que se disfrazaba de popular y abrazó el pragmatismo dictado por Estados Unidos. Entonces nos convertimos en lo que somos ahora, una videocracia de facto, donde las televisoras del duopolio dictan la realidad, los funcionarios y, cada que pueden, hasta las leyes. Un caldo de cultivo donde brotan manifestaciones impensables de podredumbre como el liderazgo de Elba Esther o la alcaldía de Jorge Hank. Donde un asesino puede ser gobernador o cualquier imbécil mitómano obtener una secretaría de Estado. Sobran, literalmente, los ejemplos.
La tele dice todos los días lo contrario, pero hemos vivido siempre en crisis. Mi madre y mi padre han sido toda su vida honestos a carta cabal. Esa debió ser su mejor enseñanza, pero los veo apesadumbrados en su vejez, mirando a menudo hacia atrás, pensando a saber qué. Tal vez qué hubiera pasado si. Porque veo escenas de ayer hoy: Rafael Hernández Ochoa, caciquil gobernarucho veracruzano en los años setenta y su séquito de guaruras y besaculos quitando a la gente de la calle para que pase orondo el señor; Calderón y sus despliegues de seguridad, su guerra infructuosa, su necedad en los medios que no exhibe más que una terrible ceguera o, peor, el enanismo intransigente, la soberbia, la lejanía de la realidad en este país que dice gobernar.
Alguien está, desde hace décadas enteras, miles de días, millones de minutos, haciendo mal su trabajo: los políticos con sus desbarres y cochinadas y sus publicistas, que con todo lo que despilfarra el gobierno en propaganda mentirosa y distorsionadora de la realidad no van a poder convencerme nunca de que este país, haciendo lo que hace, es decir, negándose en los medios masivos a sí mismo, a su tragedia educativa y cultural, porfiando acrítico, medroso y permisivo, enajenado con los circos vulgares que se ofrece a sí mismo, va a poder mirar siquiera de lejos el final de barrizal, las aguas negras de la crisis en las que ya se nos hace tan natural chapotear y sobrevivir, mientras cada seis años damos luz a una nueva generación de nuevos ricos culicagados e hijos de la tiznada.