Horizonte político
José A. Crespo
Agenda bilateral: vueltas en círculo
El procurador general de la República afirmó, enfático: “No estamos perdiendo la lucha contra la delincuencia. Hay gente que ha muerto cumpliendo con su deber. Es algo que nos duele, pero somos capaces de superar esto y nos lleva a luchar más decididamente contra la impunidad”. No, no se trata de Eduardo Medina-Mora, sino de Jorge Madrazo, poco antes de la elección presidencial de 2000 (3/V/2000). Por su parte, el fiscal especial para delitos contra la salud, Mariano Herrán Salvatti (hoy detenido por asociación delictuosa, entre otros cargos), afirmaba: “La lucha contra el narcotráfico se va ganando. No hay tregua” (30/V/00). Es decir, el discurso en torno al narcotráfico no ha cambiado gran cosa en estos años de gobierno panista. Tampoco la polémica sobre el tema con Estados Unidos. Ante los actuales reclamos hechos y las inquietudes mostradas desde el vecino del norte en torno a nuestra guerra contra el crimen organizado, el gobierno de Felipe Calderón responde, en esencia, que nosotros simplemente somos el trampolín de la enorme alberca estadunidense. Eso mismo dijo Gustavo Díaz Ordaz hace cuatro décadas. Estamos dando vueltas en círculos.
Se ha insistido en estos días, en un tono casi festivo, que ante la tensión sin precedentes entre ambos países, la respuesta de Estados Unidos rompe un paradigma. No es exacto. Es que la memoria es flaca. Washington repite, con matices, un viejo esquema: presiona primero a nuestro gobierno, después lo felicita por el esfuerzo realizado, más tarde le reclama que la situación se le ha ido de control y, finalmente, suaviza su retórica y ofrece cooperación, además de admitir una parte de la responsabilidad (esto último, con mayor énfasis que antes). Recordemos lo que se decía en la víspera de la alternancia, todavía bajo un gobierno priista: Los Angeles Times reportaba que, “en los últimos tres años, se han detectado 262 organizaciones mexicanas dedicadas al tráfico de drogas en el área de Los Ángeles” (29/V/00). Por su parte, The Washington Times aseguraba que el presidente Ernesto Zedillo era dueño de algunos miles de millones de dólares lavados por narcobanqueros. Y, en el programa 60 Minutes, un ex agente del Servicio de Aduanas de EU acusó al entonces secretario mexicano de la Defensa, general Enrique Cervantes, de vínculos con el narcotráfico (16/IV/00). Esa sí que parecía una “campaña contra México”, frente a la cual, lo de Forbes hace cosquillas.
Pero algunos funcionarios públicos también lanzaban dardos. El subsecretario del Tesoro, Edwin Truman, hablaba del “crimen y la violencia crónicos” que nos costaban 9% anual del PIB (13/V/00). El que era director de la DEA, Thomas Constantine, decía que “la corrupción existente en México no tiene paralelo en cuanto a su amplitud y profundidad”. Y agregaba: “Hay lugares de México donde los narcotraficantes son más poderosos que el gobierno mexicano” (2/V/00). En este caso, Zedillo no retó a que le señalaran físicamente qué lugares eran ésos. El director de la DEA, Donnie Marshall, advirtió que “las organizaciones mexicanas de narcotráfico constituyen la principal amenaza para Estados Unidos” (28/IV/00). Y un reporte de la Secretaría de Estado señalaba: “Los logros mexicanos en el combate al narcotráfico continúan siendo socavados por debilidades institucionales crónicas (¿Estado fallido?)” (5/III/00). El legislador John Mica aseguraba que “la situación en México está fuera de control y es cada vez más violenta” (1/III/00). Peor aún, el mismísimo embajador de Estados Unidos entonces, Jeffrey Davidow, afirmó que México era el “cuartel internacional del narcotráfico”.
Ante tales acusaciones, nuestro gobierno respondía con frases de cajón, harto conocidas: “Tales declaraciones minan la confianza mutua y, por consiguiente, tienden a beneficiar a nuestro enemigo común: el crimen organizado” (25/II/00). Por su parte, el entonces subsecretario de Seguridad Pública, Jorge Tello Peón, negaba que la lucha contra el narcotráfico en México pudiera derivar en una colombianización, pues se trataba de una “prioridad del gobierno mexicano, que no está dispuesto a permitir la impunidad”. (25/III/00). Hoy estamos mucho más cerca de aquella colombianización, pese a que el tema era prioritario para nuestro gobierno, y que no estaba “dispuesto a permitir la impunidad”. En ese clima de tensión diplomática, vino a México la secretaria de Estado, Madeleine Albright, y calificó de “excelente” la cooperación binacional: “(Somos) dos gobiernos competentes que están tratando de resolver un problema común… no existe nada en ninguno de los dos países que sea contrario al otro país.” El eje de la cooperación era entonces el lavado de dinero, hoy se agrega el trasiego de armas y cash. Rosario Green, que era la canciller mexicana, dijo haber discutido con Albright “sobre el reforzamiento de las capacidades de la policía mexicana y de las fuerzas del orden para combatir frontalmente el narcotráfico” (17/I/00). Poco después se anunció una estrategia para reforzar la frontera con México: enviar 430 agentes adicionales de la Patrulla Fronteriza e instalar nueva infraestructura de la DEA, en un programa llamado Firebird (13/II/00). Es cierto que nunca antes el gobierno mexicano había combatido al narcotráfico como lo ha hecho Calderón y, por eso mismo, el consecuente incremento de narcoviolencia empieza a salpicar a Estados Unidos. Es eso quizá lo que provoque que ahora Washington le ponga más interés al asunto, pero con eficacia incierta (dada la magnitud del problema). La cooperación bilateral en este tema se rompió durante el gobierno de Vicente Fox, pues la agenda se “desnarcotizó”, según Fox lo presumía. Ahora se vuelto a “narcotizar” por obvias razones. ¿Algo para celebrar?
Se ha insistido en estos días, en un tono casi festivo, que ante la tensión sin precedentes entre ambos países, la respuesta de Estados Unidos rompe un paradigma. No es exacto. Es que la memoria es flaca. Washington repite, con matices, un viejo esquema: presiona primero a nuestro gobierno, después lo felicita por el esfuerzo realizado, más tarde le reclama que la situación se le ha ido de control y, finalmente, suaviza su retórica y ofrece cooperación, además de admitir una parte de la responsabilidad (esto último, con mayor énfasis que antes). Recordemos lo que se decía en la víspera de la alternancia, todavía bajo un gobierno priista: Los Angeles Times reportaba que, “en los últimos tres años, se han detectado 262 organizaciones mexicanas dedicadas al tráfico de drogas en el área de Los Ángeles” (29/V/00). Por su parte, The Washington Times aseguraba que el presidente Ernesto Zedillo era dueño de algunos miles de millones de dólares lavados por narcobanqueros. Y, en el programa 60 Minutes, un ex agente del Servicio de Aduanas de EU acusó al entonces secretario mexicano de la Defensa, general Enrique Cervantes, de vínculos con el narcotráfico (16/IV/00). Esa sí que parecía una “campaña contra México”, frente a la cual, lo de Forbes hace cosquillas.
Pero algunos funcionarios públicos también lanzaban dardos. El subsecretario del Tesoro, Edwin Truman, hablaba del “crimen y la violencia crónicos” que nos costaban 9% anual del PIB (13/V/00). El que era director de la DEA, Thomas Constantine, decía que “la corrupción existente en México no tiene paralelo en cuanto a su amplitud y profundidad”. Y agregaba: “Hay lugares de México donde los narcotraficantes son más poderosos que el gobierno mexicano” (2/V/00). En este caso, Zedillo no retó a que le señalaran físicamente qué lugares eran ésos. El director de la DEA, Donnie Marshall, advirtió que “las organizaciones mexicanas de narcotráfico constituyen la principal amenaza para Estados Unidos” (28/IV/00). Y un reporte de la Secretaría de Estado señalaba: “Los logros mexicanos en el combate al narcotráfico continúan siendo socavados por debilidades institucionales crónicas (¿Estado fallido?)” (5/III/00). El legislador John Mica aseguraba que “la situación en México está fuera de control y es cada vez más violenta” (1/III/00). Peor aún, el mismísimo embajador de Estados Unidos entonces, Jeffrey Davidow, afirmó que México era el “cuartel internacional del narcotráfico”.
Ante tales acusaciones, nuestro gobierno respondía con frases de cajón, harto conocidas: “Tales declaraciones minan la confianza mutua y, por consiguiente, tienden a beneficiar a nuestro enemigo común: el crimen organizado” (25/II/00). Por su parte, el entonces subsecretario de Seguridad Pública, Jorge Tello Peón, negaba que la lucha contra el narcotráfico en México pudiera derivar en una colombianización, pues se trataba de una “prioridad del gobierno mexicano, que no está dispuesto a permitir la impunidad”. (25/III/00). Hoy estamos mucho más cerca de aquella colombianización, pese a que el tema era prioritario para nuestro gobierno, y que no estaba “dispuesto a permitir la impunidad”. En ese clima de tensión diplomática, vino a México la secretaria de Estado, Madeleine Albright, y calificó de “excelente” la cooperación binacional: “(Somos) dos gobiernos competentes que están tratando de resolver un problema común… no existe nada en ninguno de los dos países que sea contrario al otro país.” El eje de la cooperación era entonces el lavado de dinero, hoy se agrega el trasiego de armas y cash. Rosario Green, que era la canciller mexicana, dijo haber discutido con Albright “sobre el reforzamiento de las capacidades de la policía mexicana y de las fuerzas del orden para combatir frontalmente el narcotráfico” (17/I/00). Poco después se anunció una estrategia para reforzar la frontera con México: enviar 430 agentes adicionales de la Patrulla Fronteriza e instalar nueva infraestructura de la DEA, en un programa llamado Firebird (13/II/00). Es cierto que nunca antes el gobierno mexicano había combatido al narcotráfico como lo ha hecho Calderón y, por eso mismo, el consecuente incremento de narcoviolencia empieza a salpicar a Estados Unidos. Es eso quizá lo que provoque que ahora Washington le ponga más interés al asunto, pero con eficacia incierta (dada la magnitud del problema). La cooperación bilateral en este tema se rompió durante el gobierno de Vicente Fox, pues la agenda se “desnarcotizó”, según Fox lo presumía. Ahora se vuelto a “narcotizar” por obvias razones. ¿Algo para celebrar?
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