La sorpresiva aparición del fundador de Wikileaks, Julian Assange, en la embajada de Ecuador en Londres, su solicitud formal de asilo político al gobierno del país andino y el ofrecimiento de Quito de evaluar tal petición con base en el respeto a las normas y principios del derecho internacional, así como la tradicional política de Ecuador de precautelar los derechos humanos, disipan el temor de que el periodista australiano fuese entregado en los próximos días a Suecia –donde enfrenta cargos por presunto acoso sexual y violación–, lo cual parecía un hecho consumado tras la negativa del Tribunal Supremo de Gran Bretaña a la solicitud de reabrir el caso correspondiente, la semana pasada.
Con independencia de la respuesta que otorgue el gobierno de Rafael Correa a Assange, la existencia de un refugiado político en la Europa contemporánea, el encarnizamiento judicial emprendido en su contra por las autoridades de dos países del viejo continente –Inglaterra y Suecia– y el silencio guardado ante esta situación por el conjunto de las potencias occidentales dan cuenta de la hipocresía y la miseria moral y política de gobiernos que se reivindican, con frecuencia, como paladines de la libertad, la transparencia, la legalidad y el respeto a los derechos humanos, pero que actúan como partidarios del autoritarismo, defensores de la opacidad y responsables del uso faccioso de la ley y de atropellos a las garantías individuales.