México, un ‘complejo activado’
Círculo virtuoso democrático
Lorenzo Meyer
Procesos Inconclusos. En química, cuando se decide transformar dos o más substancias mediante una reacción, se procede a desatar un proceso que da por resultado algo que se conoce como “complejo activado”, cuya naturaleza es altamente inestable y que, de no contar con la energía necesaria para llevar hasta su conclusión el proceso deseado, éste no se sostiene por mucho tiempo sino que sus componentes tienden a revertir a su estado original. Algo similar a lo que pasa al interior de un complejo activado puede ocurrir en las transiciones políticas a la democracia pues, una vez detonado el proceso de conversión, éste debe contar con la energía política y social necesarias para no detenerse antes de lograr plenamente su meta: la consolidación de la nueva forma política. Si esta transformación pierde fuerza y se estaciona en algún punto intermedio, la consecuencia es una situación altamente inestable con tendencias regresivas al estado original, al autoritarismo.
En el caso mexicano, el actual proceso de transformación política se inició hace decenios pero se aceleró con los triunfos electorales de la oposición en 1997 y, sobre todo, en el 2000, que acabaron con el añejo presidencialismo autoritario del PRI. Sin embargo, la deficiente conducción del siguiente gran proceso electoral, el del 2006, impidió mantener la firmeza y, sobre todo, el rumbo del cambio. Es verdad que hoy el viejo autoritarismo priista ya no existe pero también es verdad que tampoco existe una democracia de calidad ni, menos, consolidada. Lo que tenemos es algo aún indeterminado, que si bien contiene elementos de la promesa democrática también mantiene vigentes muchos de los elementos y prácticas del antiguo régimen. El resultado es un auténtico “complejo inestable” como se ha visto con los conflictos y polarización que han resultado del último proceso electoral, al que un 39% de la población considera fraudulento y un 10% más simplemente no se niega a calificarlo de algún modo, (El Universal, 4 de septiembre).
El 1° de diciembre, un comentarista británico, examinando la triste escena mexicana, formuló un juicio lapidario: el nuestro es un país que sistemáticamente underperforms, es decir, que arroja resultados por debajo de sus posibilidades. La crítica es dura pero no inexacta y se puede aplicar lo mismo al presente que al pasado. Desde su independencia, México ha desaprovechado muchas oportunidades. En el 2006, de haber habido voluntad, honestidad e inteligencia se hubiera podido avanzar hasta casi consolidar la transición política, pero finalmente sucedió otra cosa. Buen Principio. En el año 2000 no fue la izquierda sino el panismo quien finalmente logró derribar la última muralla que defendía el corazón del sistema autoritario más longevo del siglo XX. Por eso fue el panismo quien asumió la gran responsabilidad de iniciar el proceso de consolidación democrática. Pocos supusieron entonces que el nuevo liderazgo no iba ha cumplir a cabalidad con el mandato histórico y que antepondría sus intereses de partido y de clase a su obligación moral de afianzar las bases de un cambio sólido. Dentro y fuera de México se dio por sentado que de ahí en adelante se usaría a la alternancia para dar consistencia al nuevo régimen y que el grueso de la energía se dirigiría no a neutralizar a la oposición de izquierda sino a reconstruir las estructuras económicas, legales, sociales y culturales, todas hechura del viejo y deslegitimado régimen priista. Sin embargo, no fue el caso.
Lo que Pudo Ser y no Fue. Una vez que el nuevo equipo se acomodó en la Presidencia, anunció numerosas reformas. Sin embargo, una combinación de impericia, resistencias y falta de voluntad, hizo perder el impulso al cambio. Debió ser en algún momento del 2002 o del 2003, cuando los flamantes ocupantes de “Los Pinos” decidieron que su verdadero proyecto transexenal no debía ser el cambio sustantivo sino que los esfuerzos del gobierno en unión de algunos de los poderes de facto, deberían dirigirse a algo más factible y redituable a nivel personal, de grupo e ideológico: a impedir la alternancia misma y a preservar el poder del Gobierno federal dentro del círculo panista (y de sus numerosos aliados priistas) y, sobre todo, de los grandes intereses económicos que simpatizaban y sostenían a dicho círculo. En México y en términos numéricos las bases sociales naturales de la derecha –los sectores medios- son relativamente raquíticas y para 2003 la izquierda ya había logrado una penetración significativa entre las mayorías pobres, justamente por eso había una alta probabilidad que en el 2006 las urnas le dieran la responsabilidad de dirigir la siguiente etapa sexenal a la izquierda. Un cambio de esa naturaleza hubiera desplazado temporalmente al PAN de los puestos de la alta burocracia federal, pero difícilmente hubiera puesto en peligro los intereses centrales y de largo plazo del gran capital nacional y extranjero, de la Iglesia católica o de la clase media, como ha quedado claro en casos como los de Chile, Brasil o Uruguay. Y es que, finalmente, el sistema económico mundial imperante sólo permite adecuaciones pero de ninguna manera un cambio del modelo económico.
Una derecha realmente moderna, no monopólica y con confianza en si misma y en su visión del mundo, no tendría porque temer a un posible triunfo electoral de la izquierda y, en cambio, si hubiera sabido usar esa coyuntura para solidificar el compromiso de la izquierda y de las mayorías populares con las instituciones de la “democracia burguesa”. Una derecha inteligente y con visión “de largo plazo”, hubiera sabido sacar provecho del juego de las elecciones efectivas, pues finalmente la incertidumbre inherente al juego electoral está más que compensada por la certidumbre que da el lograr que las mayorías pobres acepten la legitimidad de las reglas legales de un capitalismo efectivo. De haber habido en México un conservadurismo ilustrado, posiblemente no hubiera habido la clase de problemas políticos que hoy dominan la escena mexicana porque el IFE hubiera sido efectivamente imparcial y el presidente ó el Consejo Coordinador Empresarial no hubieran actuado de la manera descaradamente partidista con que lo hicieron. Finalmente, si en la campaña electoral del 2006 no se hubiera recurrido a la creación de una atmósfera de miedo ni se hubiera calificado al opositor de un “peligro para México” y se hubiera aceptado el recuento por ser un resultado muy cerrado, hoy no tendríamos una oposición agraviada e intransigente.
Una derecha que realmente confiara en su sociedad, hubiera visto con cierto alivio que la izquierda relevara al PAN en la conducción del país y se enfrentara a la dificultad de hacer realidad su propio discurso opositor. Por otra parte, para esa izquierda el triunfo en las urnas hubiera sido ganar “la rifa del tigre”, pues no es otra cosa el gobernar un país con casi la mitad de su población clasificada como pobre, con una economía que lleva ya 23 años de no poder superar un crecimiento real cuyo promedio anual es de apenas 0.7%, con una demanda insatisfecha de empleo que se refleja parcialmente en la explosión del mercado informal y la migración hacia Estados Unidos. Ese tigre es el combate a una corrupción endémica, a un crimen organizado en ascenso y a una serie de redes de narcotraficantes que una y otra vez ha derrotado al gobierno. Tarea de Hércules es lograr fortalecer un fisco que apenas si consigue recaudar el 11% del PIB y que, por tanto, tiene que extraer recursos de Pemex al punto que está llevando a la muerte a la gallina de los huevos de oro. Igualmente difícil es tener que enfrentar a los grandes monopolios que el Banco Mundial responsabiliza de la pobreza, la mala distribución del ingreso y de la falta de competitividad global de México. Si esa derecha inteligente hubiera existido, no se habrían cargado de manera tan evidente los dados electorales y se hubiera acelerado el cambio para asegurar la lealtad de los menos beneficiados a las instituciones y a las reglas donde finalmente el gran capital tiene enormes ventajas estructurales.
¿Catalizador? En el 2006 finalmente no se consolidó el círculo virtuoso democrático que estaba ya al alcance. En química, cuando un proceso de cambio pierde energía, se puede introducir un catalizador para que el “complejo activado” no experimente una regresión. Hoy por hoy, el único catalizador político posible en México es la propia sociedad, que tendría que acentuar su movilización y dejar en claro su rechazo a la baja calidad del proceso imperante y a los retrocesos políticos que ya se han dado al concluir el primer gobierno de la era pospriista.
RESUMEN: “Como en química, en política, un proceso de cambio que pierde fuerza antes de llegar a su conclusión no se estaciona sino que tiende a la regresión.”
http://kikka-roja.blogspot.com
En el caso mexicano, el actual proceso de transformación política se inició hace decenios pero se aceleró con los triunfos electorales de la oposición en 1997 y, sobre todo, en el 2000, que acabaron con el añejo presidencialismo autoritario del PRI. Sin embargo, la deficiente conducción del siguiente gran proceso electoral, el del 2006, impidió mantener la firmeza y, sobre todo, el rumbo del cambio. Es verdad que hoy el viejo autoritarismo priista ya no existe pero también es verdad que tampoco existe una democracia de calidad ni, menos, consolidada. Lo que tenemos es algo aún indeterminado, que si bien contiene elementos de la promesa democrática también mantiene vigentes muchos de los elementos y prácticas del antiguo régimen. El resultado es un auténtico “complejo inestable” como se ha visto con los conflictos y polarización que han resultado del último proceso electoral, al que un 39% de la población considera fraudulento y un 10% más simplemente no se niega a calificarlo de algún modo, (El Universal, 4 de septiembre).
El 1° de diciembre, un comentarista británico, examinando la triste escena mexicana, formuló un juicio lapidario: el nuestro es un país que sistemáticamente underperforms, es decir, que arroja resultados por debajo de sus posibilidades. La crítica es dura pero no inexacta y se puede aplicar lo mismo al presente que al pasado. Desde su independencia, México ha desaprovechado muchas oportunidades. En el 2006, de haber habido voluntad, honestidad e inteligencia se hubiera podido avanzar hasta casi consolidar la transición política, pero finalmente sucedió otra cosa. Buen Principio. En el año 2000 no fue la izquierda sino el panismo quien finalmente logró derribar la última muralla que defendía el corazón del sistema autoritario más longevo del siglo XX. Por eso fue el panismo quien asumió la gran responsabilidad de iniciar el proceso de consolidación democrática. Pocos supusieron entonces que el nuevo liderazgo no iba ha cumplir a cabalidad con el mandato histórico y que antepondría sus intereses de partido y de clase a su obligación moral de afianzar las bases de un cambio sólido. Dentro y fuera de México se dio por sentado que de ahí en adelante se usaría a la alternancia para dar consistencia al nuevo régimen y que el grueso de la energía se dirigiría no a neutralizar a la oposición de izquierda sino a reconstruir las estructuras económicas, legales, sociales y culturales, todas hechura del viejo y deslegitimado régimen priista. Sin embargo, no fue el caso.
Lo que Pudo Ser y no Fue. Una vez que el nuevo equipo se acomodó en la Presidencia, anunció numerosas reformas. Sin embargo, una combinación de impericia, resistencias y falta de voluntad, hizo perder el impulso al cambio. Debió ser en algún momento del 2002 o del 2003, cuando los flamantes ocupantes de “Los Pinos” decidieron que su verdadero proyecto transexenal no debía ser el cambio sustantivo sino que los esfuerzos del gobierno en unión de algunos de los poderes de facto, deberían dirigirse a algo más factible y redituable a nivel personal, de grupo e ideológico: a impedir la alternancia misma y a preservar el poder del Gobierno federal dentro del círculo panista (y de sus numerosos aliados priistas) y, sobre todo, de los grandes intereses económicos que simpatizaban y sostenían a dicho círculo. En México y en términos numéricos las bases sociales naturales de la derecha –los sectores medios- son relativamente raquíticas y para 2003 la izquierda ya había logrado una penetración significativa entre las mayorías pobres, justamente por eso había una alta probabilidad que en el 2006 las urnas le dieran la responsabilidad de dirigir la siguiente etapa sexenal a la izquierda. Un cambio de esa naturaleza hubiera desplazado temporalmente al PAN de los puestos de la alta burocracia federal, pero difícilmente hubiera puesto en peligro los intereses centrales y de largo plazo del gran capital nacional y extranjero, de la Iglesia católica o de la clase media, como ha quedado claro en casos como los de Chile, Brasil o Uruguay. Y es que, finalmente, el sistema económico mundial imperante sólo permite adecuaciones pero de ninguna manera un cambio del modelo económico.
Una derecha realmente moderna, no monopólica y con confianza en si misma y en su visión del mundo, no tendría porque temer a un posible triunfo electoral de la izquierda y, en cambio, si hubiera sabido usar esa coyuntura para solidificar el compromiso de la izquierda y de las mayorías populares con las instituciones de la “democracia burguesa”. Una derecha inteligente y con visión “de largo plazo”, hubiera sabido sacar provecho del juego de las elecciones efectivas, pues finalmente la incertidumbre inherente al juego electoral está más que compensada por la certidumbre que da el lograr que las mayorías pobres acepten la legitimidad de las reglas legales de un capitalismo efectivo. De haber habido en México un conservadurismo ilustrado, posiblemente no hubiera habido la clase de problemas políticos que hoy dominan la escena mexicana porque el IFE hubiera sido efectivamente imparcial y el presidente ó el Consejo Coordinador Empresarial no hubieran actuado de la manera descaradamente partidista con que lo hicieron. Finalmente, si en la campaña electoral del 2006 no se hubiera recurrido a la creación de una atmósfera de miedo ni se hubiera calificado al opositor de un “peligro para México” y se hubiera aceptado el recuento por ser un resultado muy cerrado, hoy no tendríamos una oposición agraviada e intransigente.
Una derecha que realmente confiara en su sociedad, hubiera visto con cierto alivio que la izquierda relevara al PAN en la conducción del país y se enfrentara a la dificultad de hacer realidad su propio discurso opositor. Por otra parte, para esa izquierda el triunfo en las urnas hubiera sido ganar “la rifa del tigre”, pues no es otra cosa el gobernar un país con casi la mitad de su población clasificada como pobre, con una economía que lleva ya 23 años de no poder superar un crecimiento real cuyo promedio anual es de apenas 0.7%, con una demanda insatisfecha de empleo que se refleja parcialmente en la explosión del mercado informal y la migración hacia Estados Unidos. Ese tigre es el combate a una corrupción endémica, a un crimen organizado en ascenso y a una serie de redes de narcotraficantes que una y otra vez ha derrotado al gobierno. Tarea de Hércules es lograr fortalecer un fisco que apenas si consigue recaudar el 11% del PIB y que, por tanto, tiene que extraer recursos de Pemex al punto que está llevando a la muerte a la gallina de los huevos de oro. Igualmente difícil es tener que enfrentar a los grandes monopolios que el Banco Mundial responsabiliza de la pobreza, la mala distribución del ingreso y de la falta de competitividad global de México. Si esa derecha inteligente hubiera existido, no se habrían cargado de manera tan evidente los dados electorales y se hubiera acelerado el cambio para asegurar la lealtad de los menos beneficiados a las instituciones y a las reglas donde finalmente el gran capital tiene enormes ventajas estructurales.
¿Catalizador? En el 2006 finalmente no se consolidó el círculo virtuoso democrático que estaba ya al alcance. En química, cuando un proceso de cambio pierde energía, se puede introducir un catalizador para que el “complejo activado” no experimente una regresión. Hoy por hoy, el único catalizador político posible en México es la propia sociedad, que tendría que acentuar su movilización y dejar en claro su rechazo a la baja calidad del proceso imperante y a los retrocesos políticos que ya se han dado al concluir el primer gobierno de la era pospriista.
RESUMEN: “Como en química, en política, un proceso de cambio que pierde fuerza antes de llegar a su conclusión no se estaciona sino que tiende a la regresión.”
REM:
ResponderBorrarY la reducción de salarios y otras acciones de "austeridad" que siguen, hacen que el proceso democrático en México, pierda fuerza. Lo dicho, el sistema económico y político que vivimos hoy en México es, por naturaleza, incapaz de otorgar bienestar a Todos los habitantes de México.
El aparato tecnócrata de Don Fe-Cal está actuando contradictoriamente. Algunas observaciones hacia el fondo:
1. Reconoce Don Fe-Cal su derrota electoral, y por eso está tratando de reconciliarse con el Pueblo Mexicano a través de esa reducción salarial que muchos sabemos sólo se trata de hacer cosquillas en el cáncer económico de la pobreza.
2. La avarica es canija. Se prepara, por tanto, alguno de los primeros golpes de parte del Neoliberalismo, dígase desde la telefonía, televisión, bimbología, coppelegía, minería, vidrio, cemento, o en la privatización de áreas como la salud, educación, petróleo, etc. El Plan Puebla-Panamá y el ALCA, ingredientes de la Visión del Imperio, provocan aquello. Entonces, para que no se vea tan grotesco el Despojo, convenía hacer aquella reducción salarial, y de seguro seguirán otras acciones en la misma línea.
3. Sería interesante que los expertos en economía, a través de una red física y virtual nos informe constantemente de la evolución o involución de los dineros en México. Sería interesante (y triste) ir descubriendo, el Pueblo de México, cómo el sexenio de Don Fe-Cal va al fracaso. *