Y los demás también
Miguel Angel Granados Chapa
Plaza Dominical
La Cámara de diputados integró el jueves pasado una comisión especial para investigar los bienes del ex presidente Fox. El afectado había recibido desdeñoso la noticia de que se formaría ese grupo de trabajo: “No van a encontrar nada”, auguró, y mientras firmaba ejemplares de su segunda autobiografía precoz en una librería de Washington rehusó, distraído, responder una pregunta sobre uno de los vehículos que usa, diciendo que la comisión debe averiguarlo, que haga su trabajo.
Lo pensó mejor durante la noche y a la mañana siguiente en un comunicado formal anunció su “absoluta disposición de colaborar con las autoridades competentes en el tema relacionado con mis bienes”, e insistió en su propia transparencia, no obstante que se han mostrado indicios de que no la practicó a plenitud: “He sido el primer funcionario público que ha hecho años con año su declaración patrimonial con absoluto APEGO A LA VERDAD (así, con mayúsculas en el original) entregadas a las autoridades correspondientes y que siempre han sido públicas a través de Internet”. Es fácil para Fox exponerse a la averiguación de “las autoridades competentes”, pues no las hay para el caso. La tarea de la comisión legislativa que se ocupará de su caso puede desembocar en el fracaso, pues el Congreso mexicano carece de facultades pesquisitorias. La que se formó el jueves, y comenzará a trabajar en noviembre, pues su presidente y una de sus integrantes viajaron a Europa y volverán la próxima semana (pese a que se les fijó abril como fecha terminal de sus labores), tiene un endeble fundamento constitucional. Dice, en efecto, el último párrafo del artículo 93, referido a la relación de secretarios y directores de empresas públicas con el Congreso, que “las cámaras, a pedido de una cuarta parte de sus miembros, tratándose de los diputados, y de la mitad si se trata de los senadores, tienen la facultad de integrar comisiones para investigar el funcionamiento de dichos organismos descentralizados y empresas de participación estatal mayoritaria. Los resultados de la investigaciones se harán del conocimiento del Ejecutivo federal”.
Eso quiere decir que sólo si la riqueza de Fox proviniera de tales organismos y empresas podría la comisión realizar una indagación formal, que acaso careciera de consecuencias, pues entregadas a la Presidencia de la República nada hay que obligue al Ejecutivo a presentarlas ante el Ministerio Público. Por añadidura, la integración de la comisión no permite esperar agudeza en sus investigaciones pues si bien uno de sus miembros ha sido dos veces diputado, los cuatro restantes debutan apenas. Y si bien dos de esos integrantes son secretarios de la comisión de fiscalización de la Auditoría Superior de la Federación, no poseen experiencia directa en la supervisión de gasto público, pues sus carreras políticas y administrativas previas a su llegada a la Cámara no los habilitaron para ese propósito. De los cinco comisionados sólo uno es abogado. Con todo, la comisión no carecerá de insumos para su indagación. El propio sujeto investigado, y su esposa la señora Marta Sahagún, involucrada por su marido (que incluyó bienes de que ella es propietaria en la declaración patrimonial del Ejecutivo, en una extensión de su creencia de que formaban “la pareja presidencial”), han sido indiscretos respecto de sus recursos, que se acrecentaron durante el sexenio en que él recibió millones sin tener que hacer ninguna erogación, pues su cargo le aseguró que el erario lo proveyera de casa, vestido y sustento, para sí y su entorno familiar, en México y en el extranjero, pues se incluyeron en esa provisión toda clase de viajes. De hecho, la formación del grupo legislativo resulta de la indignación de un sector de la opinión pública causada por la ostentación hecha en el número de septiembre de la revista Quién, de las condiciones en que vive el matrimonio Fox Quesada. La exhibición gráfica no sólo de su amor (a que la señora es dada, pues lo mismo se hacen retratar besándose ante la basílica de san Pedro en El Vaticano que en los dilatados espacios de su actual residencia) sino de su prosperidad, fue causa de asombro, abultado por las informaciones vertidas poco después por el ex amigo de Fox Lino Korrodi, quien contrastó las condiciones en que vivía su antiguo compañero de trabajo en Coca-Cola antes de su ingreso en la política y en la campaña presidencial, con las que muestra ufano ahora.
De tiempo atrás, sin embargo, se tenía noticia cierta de que a los Fox les iba bien, de que les sentaba a las mil maravillas el compartido ejercicio del poder presidencial. Diversas investigaciones periodísticas -como las condensadas en los libros de Areli Quintero y Anabel Hernández- fueron mostrando la bonanza de la familia, que no era resultado de su esfuerzo laboral. La señora Sahagún careció de ingresos formales durante cinco años y medio, desde que dejó de ser la vocera presidencial para convertirse en esposa de su voceado, y no se le notaba esa carencia, sino al contrario. Indagaciones informales, pero sujetas a comprobación, dieron cuenta después de disparidades notorias entre el valor de lo declarado y su precio real. La sola lectura de las declaraciones que Fox se ufana haber presentado enciende la curiosidad. Estaba entregado de tiempo completo, como lo exige la función y lo hace suponer el sentido común, a sus labores presidenciales, por las que obtuvo una alta remuneración en efectivo y en especie y, sin embargo, parece que ganaba unos centavitos al margen de su competencia. En sus declaraciones de 2004 y 2005, por ejemplo, aparte reportar su ingreso como presidente, declaró que había recibido un total de más tres millones de pesos “por servicios profesionales”. Licenciado en administración como es, ¿atendía simultáneamente a su ejercicio en Los Pinos una consultoría en aquella materia? ¿O realizaba labores de gestoría o de otra naturaleza? Una cosa es cierta en medio de esas conjeturas: es seguro que ningún empresario pagó porque le fuera transmitida la experiencia de Fox como responsable de sus propios negocios y los de su familia, a los que llevó a la ruina. De la cual, por cierto, ya los rescató.
Las declaraciones de Fox presentan otro problema: su insuficiencia. No todo lo que posee está allí incluido. Sus autos, por ejemplo, están en ese caso. Un Jaguar blanco aparece a nombre de la señora Fox, pero no le enlistó en la parte correspondiente de los reportes oficiales sobre sus bienes. Un Hummer, que Fox maneja, no usa, como insiste en distinguir como si hubiera diferencia entre lo uno y lo otro, tiene un origen confuso. Los trámites de registro, incluido el de su ingreso al país los hizo la secretaría del transporte en el estado de México, cuando aun era gobernador Arturo Montiel. Andrés Manuel López Obrador ha informado que ese vehículo fue entregado a Fox ilegalmente tras haber sido asegurado en la aduana de Sonoyta, Sonora. En cambio es claro el caso del jeep rojo en que también se ostenta Fox. Fue un regalo aunque encubierto por una suerte de comodato, de préstamo de uso. Al empresario Luis Miguel Moreno Vélez la señora Fox confió que deseaba regalar a su esposo un vehículo como el que usaba el presidente Bush en su rancho tejano, razón por la cual Fox lo desdeña ahora llamándolo “vaquero de parabrisas”. Fox deseaba serlo también y cuando Moreno Vélez se enteró del propósito de la primera dama se portó como un caballero: él mismo regaló el vehículo. Se facturó a nombre de un tercero, pero el domicilio resgistrado es el de la Fundación Vamos México. Luego se supo que Moreno Vélez no fue generoso por nada, pues libró acusaciones de daño en propiedad ajena con la construcción de un centro comercial. Hay quienes dicen que se escandaliza demasiado en torno a esos bienes, siendo que los antecesores del panista mejoraron también sustancialmente su patrimonio. Esa afirmación es verdadera. De ser posible, habría que investigar a Fox y a los demás también. Las fortunas de Miguel Alemán, de Luis Echeverría, de Carlos Salinas, por citar sólo a quienes no se contentaron con fastuosas residencias, sino que invirtieron en medios de comunicación entre otros negocios, son tanto o más agraviantes que la de Fox. Pero de éste se esperaba que fuera distinto y, al ser como los demás, traicionó la confianza de sus votantes. Y eso lo hace peor.
El pasado presente.- El 13 de octubre de 1982, hace un cuarto de siglo, por primera vez un mexicano recibió un premio Nobel. El de la paz fue atribuido a Alfonso García Robles. Luego le seguirían, con el de química Mario Molina y Octavio Paz con el de literatura. Y veinticinco años después, otros mexicanos –incluido el propio Molina- son destinarios de nuevo del Nobel de la Paz, como integrantes del panel contra el cambio climático de la Onu, que ha recibido este año el galardón. García Robles lo recibió al mismo tiempo que la estadista no-ruega Alva Myrdal. Y el grupo de la ONU, ahora, lo comparte con el ex vicepresidente norteamericano Al Gore (a quien quizá debimos llamar presidente legítimo de los Estados Unidos pues obtuvo más votos ciudadanos que Bush cuando contendieron en 2000, no obstante lo cual fue Bush quien entró a la Casa blanca, por lo que pudimos también tenerlo como espurio). La razón por la que García Robles fue honrado por el Parlamento noruego fue su prolongada lucha en pro del desarme nuclear y el uso pacífico de la energía atómica, lucha que libró durante décadas y que se coronó durante el breve tiempo en que se desempeñó como secretario de relaciones exteriores de México, designado por Echeverría cuando despidió a quien lo había sido durante casi todo su sexenio, Emilio Rabasa. García Robles nació en Zamora, Mich., el 20 de marzo de 1911. Como se estilaba en la epoca y en familias católicas conservadoras, su acta de nacimiento es un santoral en sí misma: José Alfonso Eufemio Nicolás de Jesús. Esa filiación religiosa marcó su vida durante una larga etapa. Fue alumno del seminario conciliar de su ciudad natal, y a pesar de que interrumpió su carrera sacerdotal y se hizo abogado en las universidades de Guadalajara y la nacional autónoma, continuó siendo miembro del movimiento intelectual católico conocido como Pax romana (del que fue presidente mundial José González Torres, líder y candidato presidencial panista), a cuyo congreso de 1933 acudió como parte de la delegación mexicana encabezada por el jesuita Ramón Martínez Silva.
Se quedó en Europa durante la década siguiente, estudiando en París, a cuya universidad dedicó el libro La Sorbona ayer y hoy, y después en la academia de derecho internacional de La Haya. En 1939 ingresó en el servicio exterior mexicano, como tercer secretario de la embajada en Suecia. Dos años después volvió a México, para iniciar el primero tres periodos quinquenales en que trabajó en la sede de la cancillería. Como él mismo escribió, “el primero de esos tres periodos se extendió de 1941 a 1946, cuando me tocó desempeñar sucesivamente el cargo de jefe de un departamento destinado al estudio de lo que por entonces se llamó ‘problemas de la ´posguerra’ y el de subdirector general de asuntos políticos y del servicio diplomático. El segundo se inicia en abril de 1957 cuando regreso de Naciones unidas al servicio exterior para ocupar el puesto, recién creado, de director en jefe para asuntos de Europa, Asia y África, y de organismos internacionales, y termina en septiembre de 1961 al ser nombrado embajador de México en Brasil. El tercero comienza en mayo de 1964 cuando fui llamado de Río de Janeiro para tomar posesión del cargo de subsecretario de relaciones exteriores que acababa de dejar vacante don José Gorostiza al ser ascendido a secretario y se prolonga hasta el 30 de noviembre de 1970, debiendo iniciar el mes siguiente mis funciones como representante de México ante las Naciones Unidas”.
Ese momento fue también una suerte de vuelta a casa, pues García Robles había trabajado en la ONU en los años de su creación y desarrollo inicial, de 1946 a 1957, como director general de la división de asuntos políticos. Era embajador en Brasil cuando en agosto de 1963 se le comisiona para participar en la reunión de representantes de los países coautores de la Declaración sobre desnuclearización de América Latina. El tema había cobrado especial importancia por la crisis entre Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba, y se buscaba dejar al continente al margen del enfrentamiento nuclear. Desde entonces García Robles asumió la causa como suya. Por eso se le nombró presidente la reunión que daría lugar al tratado para la proscripción de las armas nucleares en América Latina, llamado de Tlatelolco. García Robles volvería sobre el tema durante los 338 días en que fue canciller, de diciembre de 1975 a noviembre de 1976, y en otro diciembre, el de 1982, cuando recibiría el Premio Nobel. La cancillería había mostrado su orgullo por esa distinción al llamarlo “mexicano ilustre que en todos los foros ha representado a nuestra patria y ha defendido brillantemente las doctrinas, tesis y principios de México en materia de política exterior”. A la sazón, García Robles era miembro del Comité de desarme de la ONU. Murió en la ciudad de México en 1991.
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