¿Y en qué era política estamos?
Prácticas del pasado
Lorenzo Meyer
El largo plazo. La idea de El Colegio de San Luis (Potosí) era clara aunque no simple: dentro del coloquio “Diálogo Nacional y Globalización” había que lanzar “una mirada” a los procesos de “mutación social y cambio de era”. Pues bien aquí hay un intento de mirada. Desde el punto de vista de los procesos políticos y sociales mexicanos, hay una variedad de criterios para distinguir el fin de un período histórico y el inicio de otro. Eligiendo este criterio para entender el desarrollo mexicano, el político, resulta que los últimos cinco siglos se pueden dividir en tres grandes épocas. A partir de dicha división —y eso es hoy lo relevante— hay que determinar si en la actualidad estamos inmersos en uno de estos grandes cambios o simplemente vivimos la continuidad, las inercias, de una que se inició hace mucho tiempo.
El principio. La unidad política de lo que hoy es México no está dada por los procesos anteriores al siglo XVI, sino por lo ocurrido a partir de entonces. Fue la conquista europea la que creó una serie de estructuras administrativas, económicas y culturales que poco a poco irían otorgándole unidad a la Nueva España, un espacio territorial que hasta ese momento se encontraba políticamente fragmentado. Mesoamérica podía tener antes de 1521 un centro político en el imperio Azteca, pero éste no controlaba toda esa región y, desde luego, tenía poco o nada que ver con lo que hoy es nuestro norte, con Aridoamérica. A grandes rasgos se puede afirmar que la Nueva España, en tanto que estructura colonial de explotación, fue para España todo un éxito. Esa experiencia contrasta notablemente, por ejemplo, con la de Haití —un caso extremo—, donde Francia pretendió crear otra colonia de explotación, pero que de forma muy rápida falló, pues la rebelión de los esclavos concluyó en la derrota total de los propietarios y de un ejército francés. Sin embargo, la independencia de Haití fue la de una sociedad sin ningún tipo de vertebración que le diera coherencia, pues el grueso de sus miembros no había nacido en la isla y ni siquiera compartían un origen africano común. La Nueva Inglaterra, para tener otro punto de referencia, fue una colonia o serie de colonias británicas exitosas, y como no fueron de explotación, sino de poblamiento, su éxito pudo ser trasladado fácilmente a la época independiente, situación muy diferente a la de México al que llegó el turno de confrontar el complejísimo problema de transformar una colonia en un Estado nacional. Los siglos que van de la conquista de Tenochtitlán a la declaración de independencia en 1821, pueden verse como un período histórico. En su inicio, la sangre corrió a raudales, pero finalmente el conquistador se impuso y no enfrentó ningún levantamiento general de los dominados. La gran rebelión de 1810 no fue iniciada por las clases subordinadas, sino por miembros de la élite criolla. En la larga pax hispánica, el cambio social fue lento pero constante. México, de ser una sociedad conformada por un puñado de europeos y una enorme masa de indígenas, terminó por ser, al final del siglo XVIII, otra donde los españoles se mantuvieron como auténtica minoría (0.2% de la población), pero entre ellos y los indios (61%) aparecieron los criollos (18%) y una tercera masa: los mestizos (11%).
La era del Estado fallido. La segunda gran era política se inició con una guerra de independencia que finalmente perdieron los insurgentes, pero no antes de protagonizar una brutal lucha de clases y castas. La heterogénea estructura social y la memoria de la lucha resultaron una mala combinación para el primer intento de dar forma a un Estado nacional mexicano. El primer imperio fue un fracaso estrepitoso y el segundo, tres decenios más tarde, resultó un experimento más sangriento. Entre ambos imperios, México vivió una república enmarcada por varias constituciones y leyes fundamentales que en casi nada reflejaron la realidad —suponían, por ejemplo, la existencia de ciudadanos y no la de los indígenas en cuanto miembros de comunidades con raíces centenarias— y sí en cambio contribuyeron a fomentar la polarización de las élites —liberales y conservadores— y a una larga cadena de golpes, rebeliones y auténticas guerras civiles salteadas con bandidaje. Esta segunda etapa se caracterizó por una dispersión del poder, un gobierno central sin finanzas sanas, con autoridades tan impotentes como incompetentes, incapaces de cumplir una de sus tareas básicas: la defensa del territorio frente a la ambición de una sociedad vecina —la norteamericana— que sí logró dar el paso de una colonia exitosa a Estado-nacional igualmente triunfante. De 1821 a la República Restaurada (1867), México, en tanto estructura social, cambió poco. Los españoles perdieron su carácter dirigente, pero se mantuvieron dentro de una élite ampliada por un puñado de norteamericanos y europeos más los propietarios criollos y algunos políticos mestizos. El 81% de la población —los mestizos y, sobre todo, los indígenas— siguieron viviendo como elementos marginados. El México donde se fusiló a Maximiliano era un Estado fallido, pero que a partir de entonces cerró una era para intentar, por segunda vez, dar forma a uno viable.
La era del Estado relativamente exitoso. Los gobiernos de Juárez y Díaz iniciaron una tercera gran etapa política al lograr sentar las bases de un Estado nacional. Dominaron a la iglesia, pacificaron y comunicaron al país, crearon un mercado interno y alejaron a México de la posibilidad de volver a ser objeto de colonización. Sin embargo, en 1910 la imposibilidad de diseñar los mecanismos que permitieran la sucesión pacífica del poder produjo la chispa que detonó una insurrección que concluiría en una revolución social. Al final, la revolución rehizo la estructura política, pero sin modificar su naturaleza autoritaria. El liberalismo de Juárez y Díaz se dijo políticamente democrático, pero nunca lo fue ni podía serlo; fue un sistema oligárquico que giró alrededor de la personalidad de los dos líderes oaxaqueños. Al principiar el siglo XX, la revolución no puso fin al autoritarismo, sino que amplió su base social con los beneficiados por la reforma agraria y la política obrera y, aprovechando el asesinato de Obregón —el último caudillo militar—, independizó al régimen de las personalidades y lo asentó en una presidencia fuerte, pero sin reelección y en un gran partido de Estado.
¿Nueva época o continuación? Desde la perspectiva esbozada, la república restaurada, el porfiriato, la Revolución y la post revolución no son más que los cuatro eslabones de una misma cadena histórica autoritaria, por tanto, la gran pregunta para el presente es: ¿este gran ciclo histórico ya se cerró o simplemente estamos viviendo la construcción del quinto eslabón? En julio de 2000 y como resultado de la derrota electoral del PRI, se supuso que en ese mismo momento se podía hablar de un nuevo régimen en la vida política mexicana, el democrático. Sin embargo, a lo largo del primer gobierno panista empezaron a surgir signos que sugerían una continuidad con el pasado mayor de lo esperado: un presidente que ofreció públicamente al PRI cogobernar, el incumplimiento de la promesa de exigir al viejo orden rendición de cuentas por su enorme corrupción y por sus crímenes políticos, la reafirmación de la alianza del gobierno con el corporativismo priista (SNTE, Congreso del Trabajo, etcétera), la utilización de todo el poder presidencial para, primero, desaforar al precandidato presidencial de la izquierda —Andrés Manuel López Obrador— y luego, cuando esa estrategia falló, usar a fondo esa misma institución para descalificarlo presentándolo como “un peligro para México”. Se trató, en fin, de una campaña donde la autoridad electoral (el TEPJF) tuvo que aceptar que tanto la Presidencia como el gran capital incurrieron en ilegalidades, pero a la vez rechazó la posibilidad de anular el proceso o de al menos acudir al recuento de votos, a pesar de una situación donde la diferencia entre el ganador y el perdedor era mínima y el margen de error grande. Al concluir el proceso electoral, y según testimonio del conductor de un noticiario nacional —José Gutiérrez Vivó—, se pretendió utilizar la publicidad oficial para inducir el sentido de de la información política. Finalmente, el día de la toma de posesión del nuevo presidente, la televisión manipuló la información de una manera similar a como lo habían hecho en el pasado Porfirio Díaz o Miguel Alemán.
En suma, cada quien se debería preguntar si hoy vivimos o no un cambio de era política.
Nuestra actitud y conducta como ciudadanos depende de la respuesta que demos a esa interrogante.
Reforma 14 dic 2006
http://kikka-roja.blogspot.comEl principio. La unidad política de lo que hoy es México no está dada por los procesos anteriores al siglo XVI, sino por lo ocurrido a partir de entonces. Fue la conquista europea la que creó una serie de estructuras administrativas, económicas y culturales que poco a poco irían otorgándole unidad a la Nueva España, un espacio territorial que hasta ese momento se encontraba políticamente fragmentado. Mesoamérica podía tener antes de 1521 un centro político en el imperio Azteca, pero éste no controlaba toda esa región y, desde luego, tenía poco o nada que ver con lo que hoy es nuestro norte, con Aridoamérica. A grandes rasgos se puede afirmar que la Nueva España, en tanto que estructura colonial de explotación, fue para España todo un éxito. Esa experiencia contrasta notablemente, por ejemplo, con la de Haití —un caso extremo—, donde Francia pretendió crear otra colonia de explotación, pero que de forma muy rápida falló, pues la rebelión de los esclavos concluyó en la derrota total de los propietarios y de un ejército francés. Sin embargo, la independencia de Haití fue la de una sociedad sin ningún tipo de vertebración que le diera coherencia, pues el grueso de sus miembros no había nacido en la isla y ni siquiera compartían un origen africano común. La Nueva Inglaterra, para tener otro punto de referencia, fue una colonia o serie de colonias británicas exitosas, y como no fueron de explotación, sino de poblamiento, su éxito pudo ser trasladado fácilmente a la época independiente, situación muy diferente a la de México al que llegó el turno de confrontar el complejísimo problema de transformar una colonia en un Estado nacional. Los siglos que van de la conquista de Tenochtitlán a la declaración de independencia en 1821, pueden verse como un período histórico. En su inicio, la sangre corrió a raudales, pero finalmente el conquistador se impuso y no enfrentó ningún levantamiento general de los dominados. La gran rebelión de 1810 no fue iniciada por las clases subordinadas, sino por miembros de la élite criolla. En la larga pax hispánica, el cambio social fue lento pero constante. México, de ser una sociedad conformada por un puñado de europeos y una enorme masa de indígenas, terminó por ser, al final del siglo XVIII, otra donde los españoles se mantuvieron como auténtica minoría (0.2% de la población), pero entre ellos y los indios (61%) aparecieron los criollos (18%) y una tercera masa: los mestizos (11%).
La era del Estado fallido. La segunda gran era política se inició con una guerra de independencia que finalmente perdieron los insurgentes, pero no antes de protagonizar una brutal lucha de clases y castas. La heterogénea estructura social y la memoria de la lucha resultaron una mala combinación para el primer intento de dar forma a un Estado nacional mexicano. El primer imperio fue un fracaso estrepitoso y el segundo, tres decenios más tarde, resultó un experimento más sangriento. Entre ambos imperios, México vivió una república enmarcada por varias constituciones y leyes fundamentales que en casi nada reflejaron la realidad —suponían, por ejemplo, la existencia de ciudadanos y no la de los indígenas en cuanto miembros de comunidades con raíces centenarias— y sí en cambio contribuyeron a fomentar la polarización de las élites —liberales y conservadores— y a una larga cadena de golpes, rebeliones y auténticas guerras civiles salteadas con bandidaje. Esta segunda etapa se caracterizó por una dispersión del poder, un gobierno central sin finanzas sanas, con autoridades tan impotentes como incompetentes, incapaces de cumplir una de sus tareas básicas: la defensa del territorio frente a la ambición de una sociedad vecina —la norteamericana— que sí logró dar el paso de una colonia exitosa a Estado-nacional igualmente triunfante. De 1821 a la República Restaurada (1867), México, en tanto estructura social, cambió poco. Los españoles perdieron su carácter dirigente, pero se mantuvieron dentro de una élite ampliada por un puñado de norteamericanos y europeos más los propietarios criollos y algunos políticos mestizos. El 81% de la población —los mestizos y, sobre todo, los indígenas— siguieron viviendo como elementos marginados. El México donde se fusiló a Maximiliano era un Estado fallido, pero que a partir de entonces cerró una era para intentar, por segunda vez, dar forma a uno viable.
La era del Estado relativamente exitoso. Los gobiernos de Juárez y Díaz iniciaron una tercera gran etapa política al lograr sentar las bases de un Estado nacional. Dominaron a la iglesia, pacificaron y comunicaron al país, crearon un mercado interno y alejaron a México de la posibilidad de volver a ser objeto de colonización. Sin embargo, en 1910 la imposibilidad de diseñar los mecanismos que permitieran la sucesión pacífica del poder produjo la chispa que detonó una insurrección que concluiría en una revolución social. Al final, la revolución rehizo la estructura política, pero sin modificar su naturaleza autoritaria. El liberalismo de Juárez y Díaz se dijo políticamente democrático, pero nunca lo fue ni podía serlo; fue un sistema oligárquico que giró alrededor de la personalidad de los dos líderes oaxaqueños. Al principiar el siglo XX, la revolución no puso fin al autoritarismo, sino que amplió su base social con los beneficiados por la reforma agraria y la política obrera y, aprovechando el asesinato de Obregón —el último caudillo militar—, independizó al régimen de las personalidades y lo asentó en una presidencia fuerte, pero sin reelección y en un gran partido de Estado.
¿Nueva época o continuación? Desde la perspectiva esbozada, la república restaurada, el porfiriato, la Revolución y la post revolución no son más que los cuatro eslabones de una misma cadena histórica autoritaria, por tanto, la gran pregunta para el presente es: ¿este gran ciclo histórico ya se cerró o simplemente estamos viviendo la construcción del quinto eslabón? En julio de 2000 y como resultado de la derrota electoral del PRI, se supuso que en ese mismo momento se podía hablar de un nuevo régimen en la vida política mexicana, el democrático. Sin embargo, a lo largo del primer gobierno panista empezaron a surgir signos que sugerían una continuidad con el pasado mayor de lo esperado: un presidente que ofreció públicamente al PRI cogobernar, el incumplimiento de la promesa de exigir al viejo orden rendición de cuentas por su enorme corrupción y por sus crímenes políticos, la reafirmación de la alianza del gobierno con el corporativismo priista (SNTE, Congreso del Trabajo, etcétera), la utilización de todo el poder presidencial para, primero, desaforar al precandidato presidencial de la izquierda —Andrés Manuel López Obrador— y luego, cuando esa estrategia falló, usar a fondo esa misma institución para descalificarlo presentándolo como “un peligro para México”. Se trató, en fin, de una campaña donde la autoridad electoral (el TEPJF) tuvo que aceptar que tanto la Presidencia como el gran capital incurrieron en ilegalidades, pero a la vez rechazó la posibilidad de anular el proceso o de al menos acudir al recuento de votos, a pesar de una situación donde la diferencia entre el ganador y el perdedor era mínima y el margen de error grande. Al concluir el proceso electoral, y según testimonio del conductor de un noticiario nacional —José Gutiérrez Vivó—, se pretendió utilizar la publicidad oficial para inducir el sentido de de la información política. Finalmente, el día de la toma de posesión del nuevo presidente, la televisión manipuló la información de una manera similar a como lo habían hecho en el pasado Porfirio Díaz o Miguel Alemán.
En suma, cada quien se debería preguntar si hoy vivimos o no un cambio de era política.
Nuestra actitud y conducta como ciudadanos depende de la respuesta que demos a esa interrogante.
Reforma 14 dic 2006
kikka roja
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