- Manuel Espino colmó de loas al Presidente en medio de tímidas porras
- Celebración entre las cuatro paredes del blanquiazul
Paradojas de la política mexicana: mientras aquel a quien las cifras oficiales dieron como derrotado el 2 de julio de 2006 abarrota el Zócalo y no tiene empacho en mostrarse a cielo abierto y acercarse a la gente, el otro, el que fue designado oficialmente ganador y hoy vive en Los Pinos celebra esa misma fecha encerrado en las cuatro paredes de su partido, protegido por vallas y elementos del Estado Mayor Presidencial.
Felipe Calderón Hinojosa corresponde a este festejo estrictamente partidista con un discurso de casi 40 minutos en el cual hace tabla rasa del sexenio de Vicente Fox -al que por supuesto no menciona ni alude en una sola ocasión- y de plano también lo responsabiliza, a querer o no, del lamentable estado en que hoy vive la mayoría de los mexicanos, pues asegura que hace un año se votó para acabar "con un pasado que había empobrecido a la nación". Pero además lo recibe un desconocido Manuel Espino, quien le canta las loas que todavía hace unas pocas semanas le regateaba. Un líder blanquiazul que hoy le encuentra tantos logros a la actual administración federal apenas a seis meses de iniciada, que ya se atreve a decirle sin rubor alguno a Calderón: "México no tiene mejor camino que el que usted ha marcado". Sin embargo, algo queda todavía de aquel fajador del PAN. Porque en seguida se ufana en mostrar las cuentas que les dejaron los comicios locales del pasado domingo y vuelca su bravata hacia Ismael Hernández Deras, gobernador de, por cierto, su natal Durango. Allí, asegura, "enfrentamos la más cínica elección de estado".
Calderón fue agasajado primero por la elite de su partido, a la cual ha cumplido cabalmente su lema de ser el "presidente del empleo", mientras afuera, en la explanada a la que llaman Patio de los Naranjos, lo aguardan húmedas y tímidas porras, un jilguero que micrófono en mano ahoga cualquier expresión espontánea de adhesión y alegría, cientos de globos tricolores que se agitan por consigna y por fuegos artificiales que dan más ruido que luces, y que el propio Felipe Calderón y su esposa Margarita Zavala tienen que buscar en el cielo porque la sede del PAN, toda concreto y cúbica, no regala horizonte. Adentro, en el auditorio Manuel Gómez Morín, 800 invitados -cuyo acceso franquea un gafete verde- de panistas de pura cepa (o en vías de serlo, como Miguel Angel Yunes y seguramente también Luis Téllez) esperan disciplinados y parsimoniosos. Agotada la agenda de quienes eran dignos de ser saludados, algunos de esos selectos se dan a la tarea de convencer a los impertérritos guardias presidenciales que por docenas controlan las puertas de permitir la entrada a sus allegados. En esas gestiones gasta buena parte de su fuerza política la líder del PAN en el Distrito Federal, Mariana Gómez del Campo. Impositiva, mandona, ordena al oficial que cuida la puerta quién de "su gente" debe tener paso franco y se retira con el paso firme que hace verla muy lejana de la que apenas hace un año, en ese mismo auditorio, hacía de maestra de ceremonias cuando Calderón llegó aquí con el conteo oficial en su favor.
Y así pasan los minutos. En la parquedad que es habitual en el panismo de alcurnia. Quince minutos transcurren después de la hora programada para el inicio del acto. Cuando al fin llega Calderón, aquello tampoco se transforma en entusiasmo atronador. Viene con Margarita, Manuel Espino y, entre otros cercanísimos, Juan Camilo Mouriño y César Nava. Arrancan los aplausos y es casi hasta que el Presidente está en el presídium cuando empieza un coro de "¡Felipe, Felipe!" que se frena de inmediato. Se aprestan a entonar el Himno Nacional. Ocupa el lugar dispuesto y separado del presídium, donde sólo estarán él, Margarita y Espino. Fue tan atípica tal colocación de los "lugares de honor" que cuando el líder blanquiazul se levanta a hablar, el matrimonio Calderón queda solo y de pronto parecen estar en esas bodas donde los novios quedan aislados de la fiesta. Porque atrás de ellos, apretujados y literalmente hombro con hombro, 80 ilustres hombres y mujeres panistas, secretarios de despacho, líderes del Comité Ejecutivo Nacional, legisladores, mandatarios locales y demás. Y enfrente, los de menor jerarquía, pero todos en alguna nómina, a no dudarlo.
Viene entonces, como toque final, la verbena bajo lluvia donde Calderón se deja tocar y saludar por los otros invitados, los que no tuvieron lugar en el auditorio, los que están ahí para hacer la bulla y los gritos que ahogará el mariachi con sus infaltables corridos del Hijo desobediente o Caminos de Michoacán para cerrar con broche de oro una celebración entre cuatro paredes.
Felipe Calderón Hinojosa corresponde a este festejo estrictamente partidista con un discurso de casi 40 minutos en el cual hace tabla rasa del sexenio de Vicente Fox -al que por supuesto no menciona ni alude en una sola ocasión- y de plano también lo responsabiliza, a querer o no, del lamentable estado en que hoy vive la mayoría de los mexicanos, pues asegura que hace un año se votó para acabar "con un pasado que había empobrecido a la nación". Pero además lo recibe un desconocido Manuel Espino, quien le canta las loas que todavía hace unas pocas semanas le regateaba. Un líder blanquiazul que hoy le encuentra tantos logros a la actual administración federal apenas a seis meses de iniciada, que ya se atreve a decirle sin rubor alguno a Calderón: "México no tiene mejor camino que el que usted ha marcado". Sin embargo, algo queda todavía de aquel fajador del PAN. Porque en seguida se ufana en mostrar las cuentas que les dejaron los comicios locales del pasado domingo y vuelca su bravata hacia Ismael Hernández Deras, gobernador de, por cierto, su natal Durango. Allí, asegura, "enfrentamos la más cínica elección de estado".
Calderón fue agasajado primero por la elite de su partido, a la cual ha cumplido cabalmente su lema de ser el "presidente del empleo", mientras afuera, en la explanada a la que llaman Patio de los Naranjos, lo aguardan húmedas y tímidas porras, un jilguero que micrófono en mano ahoga cualquier expresión espontánea de adhesión y alegría, cientos de globos tricolores que se agitan por consigna y por fuegos artificiales que dan más ruido que luces, y que el propio Felipe Calderón y su esposa Margarita Zavala tienen que buscar en el cielo porque la sede del PAN, toda concreto y cúbica, no regala horizonte. Adentro, en el auditorio Manuel Gómez Morín, 800 invitados -cuyo acceso franquea un gafete verde- de panistas de pura cepa (o en vías de serlo, como Miguel Angel Yunes y seguramente también Luis Téllez) esperan disciplinados y parsimoniosos. Agotada la agenda de quienes eran dignos de ser saludados, algunos de esos selectos se dan a la tarea de convencer a los impertérritos guardias presidenciales que por docenas controlan las puertas de permitir la entrada a sus allegados. En esas gestiones gasta buena parte de su fuerza política la líder del PAN en el Distrito Federal, Mariana Gómez del Campo. Impositiva, mandona, ordena al oficial que cuida la puerta quién de "su gente" debe tener paso franco y se retira con el paso firme que hace verla muy lejana de la que apenas hace un año, en ese mismo auditorio, hacía de maestra de ceremonias cuando Calderón llegó aquí con el conteo oficial en su favor.
Y así pasan los minutos. En la parquedad que es habitual en el panismo de alcurnia. Quince minutos transcurren después de la hora programada para el inicio del acto. Cuando al fin llega Calderón, aquello tampoco se transforma en entusiasmo atronador. Viene con Margarita, Manuel Espino y, entre otros cercanísimos, Juan Camilo Mouriño y César Nava. Arrancan los aplausos y es casi hasta que el Presidente está en el presídium cuando empieza un coro de "¡Felipe, Felipe!" que se frena de inmediato. Se aprestan a entonar el Himno Nacional. Ocupa el lugar dispuesto y separado del presídium, donde sólo estarán él, Margarita y Espino. Fue tan atípica tal colocación de los "lugares de honor" que cuando el líder blanquiazul se levanta a hablar, el matrimonio Calderón queda solo y de pronto parecen estar en esas bodas donde los novios quedan aislados de la fiesta. Porque atrás de ellos, apretujados y literalmente hombro con hombro, 80 ilustres hombres y mujeres panistas, secretarios de despacho, líderes del Comité Ejecutivo Nacional, legisladores, mandatarios locales y demás. Y enfrente, los de menor jerarquía, pero todos en alguna nómina, a no dudarlo.
Viene entonces, como toque final, la verbena bajo lluvia donde Calderón se deja tocar y saludar por los otros invitados, los que no tuvieron lugar en el auditorio, los que están ahí para hacer la bulla y los gritos que ahogará el mariachi con sus infaltables corridos del Hijo desobediente o Caminos de Michoacán para cerrar con broche de oro una celebración entre cuatro paredes.
Kikka Roja
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