En Inglaterra no, aquí sí
Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA
Articulos recientes del Dr. Lorenzo Meyer Cossio
“Si el capitalismo del siglo XXI es la prolongación del que hoy tenemos aquí, estamos en un problema muy serio".
Carlos Slim. “Ningún Gobierno británico hubiera permitido que un solo individuo se hubiera enriquecido de esa manera gracias a una sola privatización”. La afirmación que sitúa a México y a Gran Bretaña en polos opuestos respecto a la concentración de la riqueza y la equidad, proviene de un artículo de Martin Wolf en The Financial Times, el famoso y nada radical diario británico, (7 de noviembre, 2007). La cita es parte de un análisis en torno a la enorme fortuna de Carlos Slim -59 mil millones de dólares, según la revista Fortune- y su punto de arranque: la privatización de Teléfonos de México en 1990; privatización cuyos términos significaron, en la práctica, “La autorización (a quien controlara Telmex) para imprimir billetes”. Para dar idea del significado social y económico de lo que ocurre en México en materia de concentración del ingreso, el artículo citado calcula que si su capital les da ingresos de al menos el 6% anual, la familia Slim obtiene una suma equivalente a los ingresos promedio de los tres millones de mexicanos situados en la base de la pirámide social del país. La conclusión es que el tipo de capitalismo semi monopólico -cuyo contrapunto es el capitalismo competitivo y creativo-, “debilita la legitimidad y la eficacia de las democracias frágiles”.
Una Historia Antigua. Para adquirir perspectiva sobre este fenómeno, se puede acudir a nuestra historia a partir de la época colonial. Ni duda que una de las características de la Nueva España en lo económico, político, social y cultural, fue la institucionalización de los monopolios. El uso del poder político colonial se hizo básicamente aunque no exclusivamente, para el beneficio extraordinario de los muy pocos a costa de la inmensa mayoría. El imperio español de América nació como un paraíso de los monopolios. Para empezar, estaba el gran monopolio religioso de la Iglesia Católica. Luego el del Gobierno, donde los altos puestos fueron sólo para los españoles, una minoría de minorías. En el comercio, la Casa de Contratación de Sevilla (1503) concentró lo relacionado con el tráfico de mercancías entre España y las Indias. En 1543, los comerciantes sevillanos se agruparon en un consulado para perpetuar el monopolio de la recepción de la plata del Nuevo Mundo y de la salida de las mercancías hacia el mismo. Sólo el contrabando disminuyó un tanto ese duro abrazo sevillano.
En el siglo XVIII, y de la mano del visitador José de Gálvez, el comercio colonial se hizo un tanto más libre y racional, pero ahí quedaron para ser heredados al México independiente, monopolios como el del tabaco. Sin embargo, la herencia principal y más pesada fue la de una sociedad dividida entre un puñado de hombres extraordinariamente ricos e influyentes -mineros y grandes comerciantes- y ese mar de miserables extremos registrado por Alexander von Humbolt y a otros visitantes extranjeros. Uno de los proyectos centrales de los políticos liberales del siglo XIX fue, justamente, poner fin al elemento monopólico de la economía y sociedad mexicanas; acabar lo mismo con una iglesia de Estado que poner las tierras e inmuebles de la Iglesia Católica así como las tierras comunales de los pueblos en el juego del mercado. Al final, el éxito de la empresa fue mucho menor que el esperado, pues la concentración de la propiedad de la tierra en manos de un puñado de hacendados, representó una especie de cuasi monopolio, al que se agregaron otras situaciones similares propias de un sistema oligárquico, por caso, el monopolio del comercio del henequén yucateco por un favorito del régimen porfirista: Olegario Molina. Tras la Revolución, la nueva Constitución declaró explícitamente la prohibición de prácticas monopólicas privadas, aunque no de las públicas, pues la redacción inicial y enmiendas posteriores, le dieron al Estado en nombre de la Nación el control del petróleo, los ferrocarriles, la tierra ejidal, el agua, la generación de energía eléctrica, etcétera. Sin embargo, el monopolio principal del siglo XX no fue económico sino político: la institución presidencial apoyada en un partido de Estado se reservó el derecho a decidir, de manera exclusiva, las grandes cuestiones en torno a quien y en qué condiciones tendría acceso a ciertos recursos económicos clave.
Crony Capitalism (Capitalismo de los Amigos). En el proceso histórico mexicano ha existido siempre una estrecha relación entre el poder público y la formación y permanencia de las grandes fortunas. Esta relación simbiótica entre las elites del poder se reafirmó con la posrevolución. Fue la intervención del presidente Miguel Alemán lo que permitió a un grupo de antiguos y nuevos “hombres de empresa” hacer grandes fortunas. La política dominó entonces a la economía. Un ejemplo perfecto de lo anterior fue la creación y desarrollo del monopolio televisivo de Emilio Azcárraga Vidaurreta. Para Claudia Fernández y Andrew Paxman, tanto la fundación como el crecimiento de lo que hoy es Televisa “dependió en gran medida de la voluntad y los caprichos del gobierno, en particular del presidente Miguel Alemán Valdés”, (El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, 2001, p. 59).
En México, ni la Constitución ni la estructura federal para fomentar y garantizar la competencia han servido para enfrentar con efectividad a los monopolios que cuentan con respaldo político.
Desde la perspectiva de lo señalado en el Financial Times y por Brian Winter en: “How Slim Got Huge” que apareció en Foreign Policy de noviembre/diciembre de este año, lo importante no es Slim mismo, sino los efectos negativos que tienen en las “economías emergentes” el tipo de capitalismo que representa el exitoso empresario mexicano: el “capitalismo de amigos” no competitivo. Aquí, como en muchos otros países -Rusia es otro caso notable-, las privatizaciones han sido una fuente de favores de la autoridad pública a intereses privados en detrimento del famoso “interés común”. El control de Telmex le fue dado por el Gobierno de Salinas a Slim con el carácter de monopolio por seis años. Esa ventaja inicial, y un manejo muy bien pensado y llevado a cabo por parte de la empresa, le ha permitido mantener a Telmex como “cuasi monopolio” y contar hoy con el 92% del mercado local de telefonía fija en México. Con esa base, y según Winter, Slim ha logrado crear “un imperio económico, de envergadura prácticamente sin precedentes en la historia económica moderna” conformado por “al menos, 222 empresas”. Tanto Wolf como Winter señalan que hay una relación entre la existencia de monopolios y la concentración del ingreso pero también correlacionan los obstáculos a la competitividad -punto central de la ideología neoliberal- con la falta de dinamismo de la economía en general y, de manera particular, del área monopolizada. Según las cifras de Winter, mientras en el campo dominado por los intereses de Slim -información y tecnologías de la comunicación- la inversión en México equivale apenas al 3.1% del PIB, pero en Estados Unidos es del 8.8% y en Brasil, un mejor punto de comparación, es de 6.9%.
Finalmente. En el origen histórico de las grandes concentraciones de riqueza en México, como en otros países, aunque no en todos, está el acceso privilegiado a las estructuras gubernamentales. Una de las consecuencias negativas de ese tipo de relación privilegiada es la disparidad creciente en la distribución de los ingresos y la disminución de la competitividad. Por tanto, la solución también tiene que estar en el elemento que la originó: el político, pues una vez creada la enorme concentración de la riqueza, el mercado por sí mismo no la deshace sino, como vemos en el caso mexicano, la consolida y acrecienta. Sin embargo, y aquí está el meollo de un círculo vicioso: hay un punto en que se da un cambio cualitativo y el disparador del proceso de acumulación, el poder político, queda capturado por su creación: la riqueza excesiva. Una democracia política fuerte puede, y no sin enormes trabajos, disolver a los grandes monopolios, como sucedió con la Standard Oil Co. de Nueva Jersey, de John D. Rockefeller. En 1890 esa empresa controlaba el 90% o más de la refinación de petróleo en Estados Unidos. Sin embargo, en 1911 y armado de la “Sherman Anti-Trust Act”, el Gobierno le ordenó que se deshiciera de 33 empresas que controlaba y luego la propia Standard se dividió en ocho compañías independientes. Ahora bien, en su mejor momento la fortuna de Rockefeller equivalía al 2% del PIB norteamericano pero hoy la de Slim equivale al 6.6% del nuestro. Y, como prueba este caso, la democracia mexicana, si es que existe, ni de lejos tiene la voluntad y la fuerza que necesita “el bien común”.
Kikka Roja
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“Si el capitalismo del siglo XXI es la prolongación del que hoy tenemos aquí, estamos en un problema muy serio".
Carlos Slim. “Ningún Gobierno británico hubiera permitido que un solo individuo se hubiera enriquecido de esa manera gracias a una sola privatización”. La afirmación que sitúa a México y a Gran Bretaña en polos opuestos respecto a la concentración de la riqueza y la equidad, proviene de un artículo de Martin Wolf en The Financial Times, el famoso y nada radical diario británico, (7 de noviembre, 2007). La cita es parte de un análisis en torno a la enorme fortuna de Carlos Slim -59 mil millones de dólares, según la revista Fortune- y su punto de arranque: la privatización de Teléfonos de México en 1990; privatización cuyos términos significaron, en la práctica, “La autorización (a quien controlara Telmex) para imprimir billetes”. Para dar idea del significado social y económico de lo que ocurre en México en materia de concentración del ingreso, el artículo citado calcula que si su capital les da ingresos de al menos el 6% anual, la familia Slim obtiene una suma equivalente a los ingresos promedio de los tres millones de mexicanos situados en la base de la pirámide social del país. La conclusión es que el tipo de capitalismo semi monopólico -cuyo contrapunto es el capitalismo competitivo y creativo-, “debilita la legitimidad y la eficacia de las democracias frágiles”.
Una Historia Antigua. Para adquirir perspectiva sobre este fenómeno, se puede acudir a nuestra historia a partir de la época colonial. Ni duda que una de las características de la Nueva España en lo económico, político, social y cultural, fue la institucionalización de los monopolios. El uso del poder político colonial se hizo básicamente aunque no exclusivamente, para el beneficio extraordinario de los muy pocos a costa de la inmensa mayoría. El imperio español de América nació como un paraíso de los monopolios. Para empezar, estaba el gran monopolio religioso de la Iglesia Católica. Luego el del Gobierno, donde los altos puestos fueron sólo para los españoles, una minoría de minorías. En el comercio, la Casa de Contratación de Sevilla (1503) concentró lo relacionado con el tráfico de mercancías entre España y las Indias. En 1543, los comerciantes sevillanos se agruparon en un consulado para perpetuar el monopolio de la recepción de la plata del Nuevo Mundo y de la salida de las mercancías hacia el mismo. Sólo el contrabando disminuyó un tanto ese duro abrazo sevillano.
En el siglo XVIII, y de la mano del visitador José de Gálvez, el comercio colonial se hizo un tanto más libre y racional, pero ahí quedaron para ser heredados al México independiente, monopolios como el del tabaco. Sin embargo, la herencia principal y más pesada fue la de una sociedad dividida entre un puñado de hombres extraordinariamente ricos e influyentes -mineros y grandes comerciantes- y ese mar de miserables extremos registrado por Alexander von Humbolt y a otros visitantes extranjeros. Uno de los proyectos centrales de los políticos liberales del siglo XIX fue, justamente, poner fin al elemento monopólico de la economía y sociedad mexicanas; acabar lo mismo con una iglesia de Estado que poner las tierras e inmuebles de la Iglesia Católica así como las tierras comunales de los pueblos en el juego del mercado. Al final, el éxito de la empresa fue mucho menor que el esperado, pues la concentración de la propiedad de la tierra en manos de un puñado de hacendados, representó una especie de cuasi monopolio, al que se agregaron otras situaciones similares propias de un sistema oligárquico, por caso, el monopolio del comercio del henequén yucateco por un favorito del régimen porfirista: Olegario Molina. Tras la Revolución, la nueva Constitución declaró explícitamente la prohibición de prácticas monopólicas privadas, aunque no de las públicas, pues la redacción inicial y enmiendas posteriores, le dieron al Estado en nombre de la Nación el control del petróleo, los ferrocarriles, la tierra ejidal, el agua, la generación de energía eléctrica, etcétera. Sin embargo, el monopolio principal del siglo XX no fue económico sino político: la institución presidencial apoyada en un partido de Estado se reservó el derecho a decidir, de manera exclusiva, las grandes cuestiones en torno a quien y en qué condiciones tendría acceso a ciertos recursos económicos clave.
Crony Capitalism (Capitalismo de los Amigos). En el proceso histórico mexicano ha existido siempre una estrecha relación entre el poder público y la formación y permanencia de las grandes fortunas. Esta relación simbiótica entre las elites del poder se reafirmó con la posrevolución. Fue la intervención del presidente Miguel Alemán lo que permitió a un grupo de antiguos y nuevos “hombres de empresa” hacer grandes fortunas. La política dominó entonces a la economía. Un ejemplo perfecto de lo anterior fue la creación y desarrollo del monopolio televisivo de Emilio Azcárraga Vidaurreta. Para Claudia Fernández y Andrew Paxman, tanto la fundación como el crecimiento de lo que hoy es Televisa “dependió en gran medida de la voluntad y los caprichos del gobierno, en particular del presidente Miguel Alemán Valdés”, (El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, 2001, p. 59).
En México, ni la Constitución ni la estructura federal para fomentar y garantizar la competencia han servido para enfrentar con efectividad a los monopolios que cuentan con respaldo político.
Desde la perspectiva de lo señalado en el Financial Times y por Brian Winter en: “How Slim Got Huge” que apareció en Foreign Policy de noviembre/diciembre de este año, lo importante no es Slim mismo, sino los efectos negativos que tienen en las “economías emergentes” el tipo de capitalismo que representa el exitoso empresario mexicano: el “capitalismo de amigos” no competitivo. Aquí, como en muchos otros países -Rusia es otro caso notable-, las privatizaciones han sido una fuente de favores de la autoridad pública a intereses privados en detrimento del famoso “interés común”. El control de Telmex le fue dado por el Gobierno de Salinas a Slim con el carácter de monopolio por seis años. Esa ventaja inicial, y un manejo muy bien pensado y llevado a cabo por parte de la empresa, le ha permitido mantener a Telmex como “cuasi monopolio” y contar hoy con el 92% del mercado local de telefonía fija en México. Con esa base, y según Winter, Slim ha logrado crear “un imperio económico, de envergadura prácticamente sin precedentes en la historia económica moderna” conformado por “al menos, 222 empresas”. Tanto Wolf como Winter señalan que hay una relación entre la existencia de monopolios y la concentración del ingreso pero también correlacionan los obstáculos a la competitividad -punto central de la ideología neoliberal- con la falta de dinamismo de la economía en general y, de manera particular, del área monopolizada. Según las cifras de Winter, mientras en el campo dominado por los intereses de Slim -información y tecnologías de la comunicación- la inversión en México equivale apenas al 3.1% del PIB, pero en Estados Unidos es del 8.8% y en Brasil, un mejor punto de comparación, es de 6.9%.
Finalmente. En el origen histórico de las grandes concentraciones de riqueza en México, como en otros países, aunque no en todos, está el acceso privilegiado a las estructuras gubernamentales. Una de las consecuencias negativas de ese tipo de relación privilegiada es la disparidad creciente en la distribución de los ingresos y la disminución de la competitividad. Por tanto, la solución también tiene que estar en el elemento que la originó: el político, pues una vez creada la enorme concentración de la riqueza, el mercado por sí mismo no la deshace sino, como vemos en el caso mexicano, la consolida y acrecienta. Sin embargo, y aquí está el meollo de un círculo vicioso: hay un punto en que se da un cambio cualitativo y el disparador del proceso de acumulación, el poder político, queda capturado por su creación: la riqueza excesiva. Una democracia política fuerte puede, y no sin enormes trabajos, disolver a los grandes monopolios, como sucedió con la Standard Oil Co. de Nueva Jersey, de John D. Rockefeller. En 1890 esa empresa controlaba el 90% o más de la refinación de petróleo en Estados Unidos. Sin embargo, en 1911 y armado de la “Sherman Anti-Trust Act”, el Gobierno le ordenó que se deshiciera de 33 empresas que controlaba y luego la propia Standard se dividió en ocho compañías independientes. Ahora bien, en su mejor momento la fortuna de Rockefeller equivalía al 2% del PIB norteamericano pero hoy la de Slim equivale al 6.6% del nuestro. Y, como prueba este caso, la democracia mexicana, si es que existe, ni de lejos tiene la voluntad y la fuerza que necesita “el bien común”.
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