Carlos Fernández-Vega
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- Acuerdos en lo oscurito
- Pemex, en la mira
- Escalofriante costo de los rescates
Según palabras de sus impulsores, la reprivatización bancaria (1991-1992), y de los bienes nacionales en general, tenía un solo fin: “democratizar” el capital, involucrar a la iniciativa privada mexicana en la conducción económica y proveer al gobierno de recursos suficientes para “resolver” las carencias sociales. El desastroso resultado es conocido, padecido y pagado por todos, pero no sólo en la banca sino en la mayoría de los consorcios “desincorporados” a favor de empresarios mexicanos que terminaron por ser “rescatados” por el erario y/o vender al capital extranjero, el mismo que ahora ocupa la posición decisoria en la economía que aquellos impulsores originalmente asignaban al capital autóctono.
Pues bien, ahora con la intentona de privatizar el petróleo nacional, de nueva cuenta se escuchan las mismas palabras para “justificar” tal decisión, mientras en lo oscurito se firman “acuerdos”, “alianzas”, “convenios”, “pactos” y demás trucos legaloides para abrir la puerta, así sea la trasera, al capital foráneo para que clave el colmillo en este sector constitucionalmente reservado al Estado. Tras los “errores de diciembre” (1994) y el estallido de la crisis bancaria (1995), el entonces secretario de Hacienda, Guillermo Ortiz, defendía ante los diputados la iniciativa zedillista para “mejorar la capitalización de los intermediarios financieros”, la que aseguraba, “muy enfáticamente, no propone, desde luego, entregar el sistema de pagos o la banca nacional a los extranjeros. Hoy día (enero, 1995) la participación del conjunto de la banca extranjera en el mercado financiero nacional es de alrededor de 8 por ciento…” Doce años después, Ortiz es el gobernador del Banco de México y extranjera el 90 por ciento de la banca que opera en el país.
Sirva lo anterior para ilustrar qué tipo de “acuerdos”, “alianzas”, “convenios”, “pactos” y demás trucos ha firmado el gobierno para ocultar, según dicen, la privatización del petróleo (aún) mexicano, y para dibujar el panorama con las petroleras trasnacionales “asociadas” con Pemex, el cual también dice que tales “alianzas” no tienen mayor intención que “mejorar la capitalización” y el perfil de la todavía paraestatal. El experimento bancario mexicano ha tenido un costo (político, económico y social) escalofriante, como también el del rosario de “rescates” de empresas “desincorporadas” (aerolíneas, ingenios azucareros, carreteras, satélites, y las que se queden en el tintero), pero insisten en el esquema, ahora con la joya de la corona y en lo oscurito. En lo oscurito también se pactó la extranjerización de la banca; en aquellos tiempos Ortiz aseguraba que sólo se capitalizaría a “los bancos más pequeños”; ahora, el director de Pemex afirma que “de corazón” no se privatiza la paraestatal. Sólo es cuestión de tiempo, pero en vía de mientras, va un recuento del Banco Mundial sobre “el papel de los intereses creados en el sector bancario mexicano”, parecidos a los que construyen en el “nuevo” sector petrolero.
Relata el organismos financiero multilateral que el desarrollo histórico del sector bancario mexicano ilustra de manera adecuada las “relaciones simbióticas” entre el gobierno y un segmento de la élite económica del país en tiempos del régimen unipartidista (ratificadas en la “alternancia”). El marco legal erigía altas barreras de entrada, protegiendo así el interés de quienes ya se encontraban establecidos en el sector. Gracias a la limitación de la competencia, los bancos presentaron conductas no competitivas, incluyendo la tenencia de carteras compuestas en su mayoría por acciones propiedad de sus mismos directores y por créditos a empresas, también propiedad de esos mismos directores. Este arreglo limitó la disponibilidad de créditos a la pequeña y mediana empresa sin “contactos” y para las familias y los pequeños agricultores.
Al comenzar la privatización bancaria cuatro instituciones controlaban 70 por ciento de los activos bancarios totales. Tras la privatización, la relajada supervisión gubernamental y una regla contable “especial” que permitía a los bancos ocultar parte de los créditos en cartera vencida, fueron el caldo de cultivo para su colapso final en diciembre de 1994, cuando el peso se devaluó estrepitosamente. La respuesta gubernamental ofrece una ilustración adicional del grado de influencia de los intereses creados en México, subraya el Banco Mundial. Antes de la devaluación de 1994, la tercera para de los créditos otorgados por la banca estaba denominada en moneda extranjera. Una gran parte de los deudores no recibía ingresos en moneda extranjera. Con la devaluación, se duplicó el valor en pesos de las deudas, los deudores incumplieron y los bancos se declararon insolventes.
El gobierno respondió a la crisis con un “rescate” masivo. En parte, la respuesta del gobierno se orientó a evitar que la economía sucumbiera a un repentino y severo caso de escasez total de crédito a medida que los bancos insolventes cerraban sus puertas. Sin embargo, esta respuesta también mostró una generosidad notable a favor de los intereses creados que no parece haber sido congruente con el interés público. Los directores bancarios recibieron 20 por ciento de todos los créditos otorgados durante los tres años posteriores al inicio de la crisis (1995-1998). Se otorgaron a bajas tasas de interés, tenían una probabilidad de incumplimiento 33 por ciento mayor y una tasa de recuperación del colateral 30 por ciento menor. Estos créditos no cumplían las condiciones del Fobaproa, pero más tarde esta condición se relajó.
Entonces, el erario se hundió y la banca se extranjerizó. Y colorín colarado, este costosísimo cuento no se ha acabado.
Pues bien, ahora con la intentona de privatizar el petróleo nacional, de nueva cuenta se escuchan las mismas palabras para “justificar” tal decisión, mientras en lo oscurito se firman “acuerdos”, “alianzas”, “convenios”, “pactos” y demás trucos legaloides para abrir la puerta, así sea la trasera, al capital foráneo para que clave el colmillo en este sector constitucionalmente reservado al Estado. Tras los “errores de diciembre” (1994) y el estallido de la crisis bancaria (1995), el entonces secretario de Hacienda, Guillermo Ortiz, defendía ante los diputados la iniciativa zedillista para “mejorar la capitalización de los intermediarios financieros”, la que aseguraba, “muy enfáticamente, no propone, desde luego, entregar el sistema de pagos o la banca nacional a los extranjeros. Hoy día (enero, 1995) la participación del conjunto de la banca extranjera en el mercado financiero nacional es de alrededor de 8 por ciento…” Doce años después, Ortiz es el gobernador del Banco de México y extranjera el 90 por ciento de la banca que opera en el país.
Sirva lo anterior para ilustrar qué tipo de “acuerdos”, “alianzas”, “convenios”, “pactos” y demás trucos ha firmado el gobierno para ocultar, según dicen, la privatización del petróleo (aún) mexicano, y para dibujar el panorama con las petroleras trasnacionales “asociadas” con Pemex, el cual también dice que tales “alianzas” no tienen mayor intención que “mejorar la capitalización” y el perfil de la todavía paraestatal. El experimento bancario mexicano ha tenido un costo (político, económico y social) escalofriante, como también el del rosario de “rescates” de empresas “desincorporadas” (aerolíneas, ingenios azucareros, carreteras, satélites, y las que se queden en el tintero), pero insisten en el esquema, ahora con la joya de la corona y en lo oscurito. En lo oscurito también se pactó la extranjerización de la banca; en aquellos tiempos Ortiz aseguraba que sólo se capitalizaría a “los bancos más pequeños”; ahora, el director de Pemex afirma que “de corazón” no se privatiza la paraestatal. Sólo es cuestión de tiempo, pero en vía de mientras, va un recuento del Banco Mundial sobre “el papel de los intereses creados en el sector bancario mexicano”, parecidos a los que construyen en el “nuevo” sector petrolero.
Relata el organismos financiero multilateral que el desarrollo histórico del sector bancario mexicano ilustra de manera adecuada las “relaciones simbióticas” entre el gobierno y un segmento de la élite económica del país en tiempos del régimen unipartidista (ratificadas en la “alternancia”). El marco legal erigía altas barreras de entrada, protegiendo así el interés de quienes ya se encontraban establecidos en el sector. Gracias a la limitación de la competencia, los bancos presentaron conductas no competitivas, incluyendo la tenencia de carteras compuestas en su mayoría por acciones propiedad de sus mismos directores y por créditos a empresas, también propiedad de esos mismos directores. Este arreglo limitó la disponibilidad de créditos a la pequeña y mediana empresa sin “contactos” y para las familias y los pequeños agricultores.
Al comenzar la privatización bancaria cuatro instituciones controlaban 70 por ciento de los activos bancarios totales. Tras la privatización, la relajada supervisión gubernamental y una regla contable “especial” que permitía a los bancos ocultar parte de los créditos en cartera vencida, fueron el caldo de cultivo para su colapso final en diciembre de 1994, cuando el peso se devaluó estrepitosamente. La respuesta gubernamental ofrece una ilustración adicional del grado de influencia de los intereses creados en México, subraya el Banco Mundial. Antes de la devaluación de 1994, la tercera para de los créditos otorgados por la banca estaba denominada en moneda extranjera. Una gran parte de los deudores no recibía ingresos en moneda extranjera. Con la devaluación, se duplicó el valor en pesos de las deudas, los deudores incumplieron y los bancos se declararon insolventes.
El gobierno respondió a la crisis con un “rescate” masivo. En parte, la respuesta del gobierno se orientó a evitar que la economía sucumbiera a un repentino y severo caso de escasez total de crédito a medida que los bancos insolventes cerraban sus puertas. Sin embargo, esta respuesta también mostró una generosidad notable a favor de los intereses creados que no parece haber sido congruente con el interés público. Los directores bancarios recibieron 20 por ciento de todos los créditos otorgados durante los tres años posteriores al inicio de la crisis (1995-1998). Se otorgaron a bajas tasas de interés, tenían una probabilidad de incumplimiento 33 por ciento mayor y una tasa de recuperación del colateral 30 por ciento menor. Estos créditos no cumplían las condiciones del Fobaproa, pero más tarde esta condición se relajó.
Entonces, el erario se hundió y la banca se extranjerizó. Y colorín colarado, este costosísimo cuento no se ha acabado.
- Las rebanadas del pastel
Kikka Roja
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