En la guerra equivocada Mexicanos al grito... Denise Dresser Todos formados en fila con el uniforme bien puesto, las botas bien boleadas, un fusil en la mano. El ejército mexicano en pie de guerra, dispuesto a combatir al enemigo que osa violar la soberanía mexicana con la Iniciativa Mérida. Felipe Calderón, y José Luis Soberanes, y Ruth Zavaleta, y Juan Camilo Mouriño, y Santiago Creel, y Ricardo García Cervantes, y Rosario Green y un montón de soldados más. Con el puño en alto, denunciando el escrutinio al Ejército, rechazando la vigilancia a los derechos humanos, obstaculizando el monitoreo a los militares, posponiendo reformas que los sujetarían a juicios civiles. Arropados en un nacionalismo tramposo que no defiende al país, sino a sus peores prácticas. Artífices de un nacionalismo tribal que Albert Schweitzer bautizara como “el patriotismo innoble”. Ese afán por resucitar los prejuicios, desempolvar los agravios, analizar cualquier interacción con Estados Unidos a través del prisma de los rencores atávicos. Jorge Castañeda tiene razón: nada une más a la clase política y quienes comentan sobre ella que el antiamericanismo. El-antiyanquismo que nos hace sentir virtuosos, moralmente superiores, políticamente correctos. Pero también nos hace caer en las contradicciones más lamentables. También nos lleva a defender lo indefendible. También nos lleva a desplazar del debate lo que debería estar en el centro de él. Al denunciar el “intervencionismo” estadounidense que contiene la Iniciativa Mérida, México evita mirar, resolver y encarar su propio problema de derechos humanos. Al alzar el puño contra el enemigo externo se olvida de la importancia de combatir al de casa. Ese enemigo en suelo nacional, encarnado por la detención arbitraria de personas durante operativos policíacos o militares; los asesinatos cometidos en retenes; el abuso de la fuerza por parte de policías estatales o municipales; las desapariciones forzadas; la impunidad prevaleciente ante todo ello. Por eso, a finales de mayo más de 25 organizaciones mexicanas de derechos humanos piden al Senado y a la Cámara de Representantes en Estados Unidos que incorporen una serie de condiciones a la Iniciativa Mérida. Solicitan que el gobierno mexicano establezca un mecanismo independiente para monitorear programas de combate al narcotráfico y al crimen organizado. Solicitan que el sistema de justicia militar mexicano transfiera los casos relacionados con la violación de derechos humanos por el Ejército a un sistema de justicia civil. Solicitan que el gobierno prohíba usar testimonios obtenidos a través de la tortura. En pocas palabras, quienes llevan décadas defendiendo los derechos humanos en México le piden ayuda a Estados Unidos para que puedan hacer mejor su trabajo. Piden reglas para responsabilizar a los asesinos que el país no logra castigar, para juzgar a los militares que el país no puede aprehender, para sancionar a los torturadores que hoy caminan libres. Lo criticable es que cuando los senadores y diputados estadounidenses incorporan ese lenguaje a la Iniciativa, son sus contrapartes mexicanas quienes lo rechazan. Es el propio Felipe Calderón quien declara “no aceptaremos condiciones que son inaceptables”. Muchos miembros de la clase política e intelectual rechazan propuestas que fortalecerían la rendición de cuentas. Que promoverían la protección de los derechos humanos. Que colocarían al Ejército bajo la supervisión deseable de la jurisdicción civil. Cuando todos juntos —panistas, priistas y perredistas— se convierten en niños héroes listos para defender el honor nacional, acaban volviéndose cómplices del statu quo. De la impunidad arraigada. Del Ejército que sólo se juzga a sí mismo. De la CNDH que prefiere pelearse con las organizaciones internacionales de derechos humanos en vez de colaborar con ellas. Envueltos en la bandera nacional, los insignes patrioteros mandan un mensaje reprobable: en México importa más patear a los gringos que defender a los mexicanos. En México preocupa más la violación estadounidense de la soberanía que la violación del Ejército mexicano a las mujeres. En México importa más ensalzar los principios manoseados que proteger a las personas torturadas. Así, la soberanía se vuelve pretexto para ganar algunos puntos políticos a costa de la promoción de derechos ciudadanos. Así, la soberanía se vuelve una excusa para continuar haciendo lo que tantos critican pero se niegan a remediar. Hoy, en un mundo globalizado el concepto de “soberanía” está cambiando. Hoy en un mundo interconectado hay temas —como la protección de los derechos humanos— que trascienden fronteras y jurisdicciones y principios de política exterior y control estatal. Hoy quien forma parte de los mercados globales no puede escudarse en argumentos de excepcionalidad. El presidente y los suyos necesitan entender que no vale promover la apertura económica y avalar la cerrazón política. No es consistente pedir asistencia e inversión internacional y luego rehuir el escrutinio que entrañan. No es honesto promover la candidatura del embajador de Alba para remplazar a Louise Arbour —Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos— y a la vez declarar que la vigilancia de los derechos humanos es un asunto estrictamente nacional. No es coherente insistir en que debe haber “más México en el mundo y más mundo en México”, para después refugiarse en el laberinto de la soledad. Felipe Calderón, y José Luis Soberanes, y Ruth Zavaleta, y Juan Camilo Mouriño, y Santiago Creel, y Ricardo García Cervantes, y Rosario Green y todos los que han empuñado las armas para defender el orgullo herido ante la supuesta agresión extranjera tienen algo en común: están peleando la guerra equivocada. Están buscando reclutas para una mala causa. Más que convocar a la defensa de un concepto abstracto y políticamente manipulable como lo es la soberanía, deberían abocarse a la defensa de mexicanos de carne y hueso. Más que rehusar condiciones para proteger los derechos humanos, deberían exigirlas. Porque el verdadero patriotismo nace de un sentido de responsabilidad colectiva y habrá que generarlo para que no haya más mujeres violadas por el Ejército, ni más hombres golpeados en los retenes, ni más jóvenes acribillados afuera de un Campo Militar, ni más ciudadanos víctimas del daño colateral, ni más crímenes sin castigo. Ésa es la guerra legítima que el país entero debe pelear. Ésa es la guerra necesaria que los mexicanos necesitan librar. Porque como lo escribió André Gide: “Los nacionalistas tienen odios anchos y amores angostos”. Y en cuanto a la protección de los derechos humanos, quizás convendría odiar menos a los estadounidenses y amar más a los mexicanos. |
Kikka Roja
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