Para este diario convertir en su nota principal la información sobre el hallazgo, en Mérida, de más de una decena de decapitados constituye una decisión editorial difícil, que obliga a un examen minucioso de la frontera entre información socialmente útil y escándalo mercantilista. La consideración concluyente para hacerlo así es que la masacre y la manera particularmente atroz de presentar sus vestigios constituyen un mensaje inequívoco para las autoridades federales, estatales y municipales: los mutilados de Yucatán, sumados al ataque perpetrado antier en Guanajuato contra una instalación militar, por no hablar de las imparables y ya habituales ejecuciones diarias en diversos puntos del territorio nacional, subrayan la irrealidad del publicitado cónclave de alto nivel efectuado hace unos días en Palacio Nacional con el propósito de acordar medidas para frenar a la criminalidad y restablecer la seguridad pública en el país.
Esta violencia alarmante, mal definida como “guerra” en el discurso gubernamental, no es sólo una disputa de poder, sino también un intercambio de gestos de fuerza entre las autoridades formales y las organizaciones delictivas, por más que las fronteras entre unas y otras se han difuminado por efecto de la descomposición que experimentan las instituciones de procuración e impartición de justicia y las corporaciones de seguridad, por los viejos lazos entre policías y secuestradores, así como por la infiltración del narcotráfico en las esferas política, empresarial y mediática.
Aunque los mensajes bárbaros de los delincuentes resulten crípticos para el común de los ciudadanos y de los informadores, es claro que son, en muchos casos, algo más que ajustes de cuentas, venganzas o advertencias: buscan, además, crear impactos en la opinión pública; van cargados, por así decirlo, con una intención mediática.
En este contexto, el desempeño del oficio periodístico exige sensatez, mesura y responsabilidad para informar sin contribuir a la zozobra y para ceñirse a la verdad sin buscar el escándalo, por más que la verdad resulte escandalosa. El desafío consiste, por otra parte, en no volverse tribuna de los grupos de infractores que buscan publicidad, y en contar los hechos sin agravar la inseguridad o la tragedia de víctimas de la delincuencia y sus familiares. Las respuestas a estos difíciles equilibrios pueden encontrarse en el tratamiento editorial que se da a la información, en la prudencia para no divulgar datos que pudieran poner en peligro o someter a escarnio a inocentes, y en el discernimiento requerido para no ser caja de resonancia de los criminales.
Por desgracia, las dificultades para informar en forma equilibrada se multiplican por la irresponsabilidad de funcionarios y políticos que, en afán de notoriedad o por mera insensatez, agitan a la opinión pública con declaraciones desmesuradas, indiscretas o falsas. Tal es el caso del procurador general de Justicia de Baja California, Rommel Moreno Manjarrez, quien hace unos días aseguró que la joven secuestrada Silvia Vargas “podría estar en el norte del país” y que su plagio “tiene que ver con la trata de blancas”; si eso fuera cierto, el empleado público pone en riesgo la investigación correspondiente; si es falso, constituye un deplorable manoseo del sufrimiento de la familia. En otro contexto, la diputada Ruth Zavaleta declaró ayer que sus compañeros de bancada habían introducido bombas molotov al recinto legislativo de San Lázaro en ocasión de la conflictiva y cuestionada toma de posesión del actual titular del Ejecutivo federal. Aunque horas después la legisladora se retractó y pidió disculpas por el disparate, el daño ya estaba hecho y sus palabras iniciales eran citadas en cadenas de correo electrónico como “prueba” del “salvajismo perredista”.
En la circunstancia presente, debiera ser tarea de los medios consignar los hechos sin sensacionalismos y acompañados de reflexión y de elementos de contexto. La Jornada optó por destacar la información de la más reciente masacre criminal porque, a su juicio, constituye, además de un reflejo de la barbarie desatada en el país, una señal espeluznante de la descomposición que impera en los aparatos estatales, reducidos a la impotencia por la falta de claridad y de previsión de quienes los encabezan e insisten, para encubrir su ineptitud o con un propósito peor, en que los hechos de violencia que padece el país son una “guerra”. No la hay. No está en juego la sobrevivencia nacional ni hay un enemigo a exterminar. Se padece, sí, una persistencia gravísima de la impunidad y de un consiguiente deterioro del estado de derecho y de la seguridad pública, pero no se trata de un conflicto bélico sino de descomposición de las instituciones nacionales.
Esta violencia alarmante, mal definida como “guerra” en el discurso gubernamental, no es sólo una disputa de poder, sino también un intercambio de gestos de fuerza entre las autoridades formales y las organizaciones delictivas, por más que las fronteras entre unas y otras se han difuminado por efecto de la descomposición que experimentan las instituciones de procuración e impartición de justicia y las corporaciones de seguridad, por los viejos lazos entre policías y secuestradores, así como por la infiltración del narcotráfico en las esferas política, empresarial y mediática.
Aunque los mensajes bárbaros de los delincuentes resulten crípticos para el común de los ciudadanos y de los informadores, es claro que son, en muchos casos, algo más que ajustes de cuentas, venganzas o advertencias: buscan, además, crear impactos en la opinión pública; van cargados, por así decirlo, con una intención mediática.
En este contexto, el desempeño del oficio periodístico exige sensatez, mesura y responsabilidad para informar sin contribuir a la zozobra y para ceñirse a la verdad sin buscar el escándalo, por más que la verdad resulte escandalosa. El desafío consiste, por otra parte, en no volverse tribuna de los grupos de infractores que buscan publicidad, y en contar los hechos sin agravar la inseguridad o la tragedia de víctimas de la delincuencia y sus familiares. Las respuestas a estos difíciles equilibrios pueden encontrarse en el tratamiento editorial que se da a la información, en la prudencia para no divulgar datos que pudieran poner en peligro o someter a escarnio a inocentes, y en el discernimiento requerido para no ser caja de resonancia de los criminales.
Por desgracia, las dificultades para informar en forma equilibrada se multiplican por la irresponsabilidad de funcionarios y políticos que, en afán de notoriedad o por mera insensatez, agitan a la opinión pública con declaraciones desmesuradas, indiscretas o falsas. Tal es el caso del procurador general de Justicia de Baja California, Rommel Moreno Manjarrez, quien hace unos días aseguró que la joven secuestrada Silvia Vargas “podría estar en el norte del país” y que su plagio “tiene que ver con la trata de blancas”; si eso fuera cierto, el empleado público pone en riesgo la investigación correspondiente; si es falso, constituye un deplorable manoseo del sufrimiento de la familia. En otro contexto, la diputada Ruth Zavaleta declaró ayer que sus compañeros de bancada habían introducido bombas molotov al recinto legislativo de San Lázaro en ocasión de la conflictiva y cuestionada toma de posesión del actual titular del Ejecutivo federal. Aunque horas después la legisladora se retractó y pidió disculpas por el disparate, el daño ya estaba hecho y sus palabras iniciales eran citadas en cadenas de correo electrónico como “prueba” del “salvajismo perredista”.
En la circunstancia presente, debiera ser tarea de los medios consignar los hechos sin sensacionalismos y acompañados de reflexión y de elementos de contexto. La Jornada optó por destacar la información de la más reciente masacre criminal porque, a su juicio, constituye, además de un reflejo de la barbarie desatada en el país, una señal espeluznante de la descomposición que impera en los aparatos estatales, reducidos a la impotencia por la falta de claridad y de previsión de quienes los encabezan e insisten, para encubrir su ineptitud o con un propósito peor, en que los hechos de violencia que padece el país son una “guerra”. No la hay. No está en juego la sobrevivencia nacional ni hay un enemigo a exterminar. Se padece, sí, una persistencia gravísima de la impunidad y de un consiguiente deterioro del estado de derecho y de la seguridad pública, pero no se trata de un conflicto bélico sino de descomposición de las instituciones nacionales.
Kikka Roja
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