Reforma petrolera: política desgastada
La Comisión de Energía de la Cámara de Diputados aprobó ayer, en menos de cinco horas y prácticamente sin discusión, los siete dictámenes que integran la llamada reforma petrolera, enviados a esa instancia legislativa tras su aprobación en el Senado. La votación y el aval de los siete documentos se realizó a contrapelo de un acuerdo previo, en la mesa directiva de dicha comisión, de someter a discusión sólo cinco de ellos y dejar para el próximo lunes los dos restantes: la Ley de Petróleos Mexicanos y la ley reglamentaria del artículo 27 constitucional, los componentes más polémicos del paquete de enmiendas en materia petrolera. Tal circunstancia provocó que los legisladores del Frente Amplio Progresista –a excepción de los pertenecientes a la corriente Nueva Izquierda– abandonaran la sesión.
Cabe señalar, por principio de cuentas, que la forma en que se consumó esa aprobación –fast-track, sin espacio para el debate– constituye un factor inadmisible en el ámbito de un país pretendidamente democrático: la insistencia de los diputados del PRI y el PAN por acelerar los procesos de votación, el rechazo sistemático de esa coalición legislativa de facto a las impugnaciones de los opositores y el mayoriteo aplicado a lo largo de la sesión son elementos que remiten inevitablemente a las prácticas empleadas en tiempos del priísmo gobernante, las cuales, a lo que puede verse, se mantienen a pesar del cambio de logotipos y siglas en la Presidencia de la República y de la conformación de un Legislativo pluripartidista.
La premura con que se intenta aprobar la reforma petrolera en la Cámara de Diputados pareciera obedecer a una táctica del grupo en el poder para eludir las manifestaciones de descontento ciudadano previstas a realizarse la semana entrante, lo que refuerza la idea de que las intenciones privatizadoras no han sido erradicadas del todo, sino acaso matizadas, y pudieran avanzar, así sea de manera furtiva, por las ambigüedades y las imprecisiones que persisten. Estas suspicacias podrían desactivarse si existiera voluntad política, por parte de los grupos parlamentarios, de incluir en las leyes discutidad una frase que cancele explícita y puntualmente la posibilidad de conceder a los particulares áreas exclusivas del territorio nacional en los contratos de exploración y perforación, pero la actitud observada ayer en San Lázaro no aporta elementos alentadores en ese sentido.
Por añadidura, el episodio que se comenta constituye un factor de desencanto con relación a la clase política en su conjunto y la forma en que se dirimen los asuntos públicos en este país. Si al interior de los órganos de representación popular no existe espacio para la reproducción de las demandas que se originan fuera de ellos, no es de extrañar que la ciudadanía busque formas de expresión alternas. En este marco se inserta, precisamente, el movimiento en defensa del petróleo que encabeza el ex aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador, cuya valía radica justamente en haber frenado, mediante acciones cívicas y pacíficas, el designio abiertamente privatizador que encerraba la iniciativa presidencial, e impedir, con ello, que se consumara un grave atropello a la soberanía nacional.
Al día de hoy debiera ser una obviedad decir que, en democracia, la obligación de los legisladores es atender, comprender y dar cauce a las necesidades y demandas de sus representados, porque en éstos se sostiene y justifica el cargo público que detentan. Tales consideraciones son, sin embargo, necesarias, porque lo observado ayer en San Lázaro no abona a la consolidación de un país democrático, en el que se respete la pluralidad y el disenso; evidencia, en cambio, una crisis de representatividad en el modelo vigente y un desgaste sostenido de la política nacional.
Cabe señalar, por principio de cuentas, que la forma en que se consumó esa aprobación –fast-track, sin espacio para el debate– constituye un factor inadmisible en el ámbito de un país pretendidamente democrático: la insistencia de los diputados del PRI y el PAN por acelerar los procesos de votación, el rechazo sistemático de esa coalición legislativa de facto a las impugnaciones de los opositores y el mayoriteo aplicado a lo largo de la sesión son elementos que remiten inevitablemente a las prácticas empleadas en tiempos del priísmo gobernante, las cuales, a lo que puede verse, se mantienen a pesar del cambio de logotipos y siglas en la Presidencia de la República y de la conformación de un Legislativo pluripartidista.
La premura con que se intenta aprobar la reforma petrolera en la Cámara de Diputados pareciera obedecer a una táctica del grupo en el poder para eludir las manifestaciones de descontento ciudadano previstas a realizarse la semana entrante, lo que refuerza la idea de que las intenciones privatizadoras no han sido erradicadas del todo, sino acaso matizadas, y pudieran avanzar, así sea de manera furtiva, por las ambigüedades y las imprecisiones que persisten. Estas suspicacias podrían desactivarse si existiera voluntad política, por parte de los grupos parlamentarios, de incluir en las leyes discutidad una frase que cancele explícita y puntualmente la posibilidad de conceder a los particulares áreas exclusivas del territorio nacional en los contratos de exploración y perforación, pero la actitud observada ayer en San Lázaro no aporta elementos alentadores en ese sentido.
Por añadidura, el episodio que se comenta constituye un factor de desencanto con relación a la clase política en su conjunto y la forma en que se dirimen los asuntos públicos en este país. Si al interior de los órganos de representación popular no existe espacio para la reproducción de las demandas que se originan fuera de ellos, no es de extrañar que la ciudadanía busque formas de expresión alternas. En este marco se inserta, precisamente, el movimiento en defensa del petróleo que encabeza el ex aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador, cuya valía radica justamente en haber frenado, mediante acciones cívicas y pacíficas, el designio abiertamente privatizador que encerraba la iniciativa presidencial, e impedir, con ello, que se consumara un grave atropello a la soberanía nacional.
Al día de hoy debiera ser una obviedad decir que, en democracia, la obligación de los legisladores es atender, comprender y dar cauce a las necesidades y demandas de sus representados, porque en éstos se sostiene y justifica el cargo público que detentan. Tales consideraciones son, sin embargo, necesarias, porque lo observado ayer en San Lázaro no abona a la consolidación de un país democrático, en el que se respete la pluralidad y el disenso; evidencia, en cambio, una crisis de representatividad en el modelo vigente y un desgaste sostenido de la política nacional.
Kikka Roja
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