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Es claro, a estas alturas de la crisis económica global, que el Estado mexicano deberá empeñar una considerable proporción de sus recursos para la reactivación del mercado interno y para la atenuación de los efectos más desastrosos del desarreglo financiero mundial. Ya ni los neoliberales más fundamentalistas ni las cúpulas empresariales ponen en duda que sólo la presencia del sector público podrá sacar al conjunto de las economías del marasmo al que fueron llevadas por la desenfrenada especulación y por la obsesión de los capitales financieros internacionales con las ganancias inmediatas.
Está pendiente de determinar, en cambio, el monto y el orden de prioridades en el que se aplicarán las inversiones de recursos públicos en nuestro país, y de las decisiones que se adopten en este sentido dependerá la viabilidad de la estrategia contra la crisis.
La inercia ideológica del grupo gobernante, que se remonta a las presidencias de Carlos Salinas y de Ernesto Zedillo, apuntaría en automático al rescate de los grandes consorcios financieros, comerciales, industriales y de servicios que se encuentren en aprietos a consecuencia de sus actividades especuladoras, de su opacidad interna o de la ineficacia de sus directivos. Es posible, pues, que se intente desde el poder público una nueva oleada de salvamentos, con cargo al erario, de entidades privadas, como ocurrió en el pasado con los bancos, las autopistas, los ingenios y las líneas aéreas, en lo que constituyó un círculo cerrado de corrupción: tales empresas llegaron a ser insostenibles por las prácticas indebidas en que incurrieron, y su rescate representó una oportunidad de negocios turbios para logreros que se hicieron con propiedades que el gobierno remató a precios irrisorios. El caso más indignante fue el del Fobaproa-IPAB, legalizado por los legisladores priístas y panistas, en cuyo contexto se llevaron a cabo desfalcos que hasta la fecha no han sido aclarados y que la sociedad sigue pagando.
Las operaciones de rescate requeridas han de ir dirigidas, en cambio, a los sectores de la población más golpeados por la crisis: los pequeños deudores que se ven rebasados en su capacidad de pago en razón de las alzas en las tasas de interés, los que han perdido o perderán su empleo u ocupación, las pequeñas empresas que ven amenaza su subsistencia, los migrantes mexicanos que se ven obligados a volver al país porque se les han cerrado las posibilidades de trabajo en territorio estadunidense, y quienes han perdido una parte importante de su ahorro para el retiro.
Es sabido que en el ámbito de las pequeñas empresas se genera la mayor parte de las fuentes de trabajo en el país, y resulta por ello procedente darles prioridad en los programas que se pongan en marcha para paliar los efectos del actual desbarajuste financiero.
En cuanto a los cientos de miles de ciudadanos que se han quedado sin empleo –en México o en Estados Unidos–, su circunstancia no les es imputable; son, por así decirlo, víctimas inocentes de la crisis.
Otro tanto ocurre con los pequeños deudores, a quienes el incremento de intereses lleva a una situación desesperada de la que no son, de manera alguna, responsables.
Por lo que hace a los trabajadores que han experimentado pérdidas por el manejo de sus fondos de retiro, cabe señalar que las autoridades tienen ante ellos una responsabilidad inexcusable, pues decisiones gubernamentales profundamente inmorales y repudiables los obligaron a depositar los recursos de sus pensiones en cuentas sobre las cuales no tienen ningún control y con las cuales se toleró y hasta se alentó la especulación bursátil, a sabiendas de que se ponían en riesgo los recursos para el retiro de millones de personas.
Si en la circunstancia presente el Ejecutivo federal actúa con sensibilidad social y sentido de país, tendrá ante sí la oportunidad de remontar en alguna medida su propio desgaste; en caso contrario complementará la crisis económica con un descontento que puede crecer hasta grados insospechados.
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Está pendiente de determinar, en cambio, el monto y el orden de prioridades en el que se aplicarán las inversiones de recursos públicos en nuestro país, y de las decisiones que se adopten en este sentido dependerá la viabilidad de la estrategia contra la crisis.
La inercia ideológica del grupo gobernante, que se remonta a las presidencias de Carlos Salinas y de Ernesto Zedillo, apuntaría en automático al rescate de los grandes consorcios financieros, comerciales, industriales y de servicios que se encuentren en aprietos a consecuencia de sus actividades especuladoras, de su opacidad interna o de la ineficacia de sus directivos. Es posible, pues, que se intente desde el poder público una nueva oleada de salvamentos, con cargo al erario, de entidades privadas, como ocurrió en el pasado con los bancos, las autopistas, los ingenios y las líneas aéreas, en lo que constituyó un círculo cerrado de corrupción: tales empresas llegaron a ser insostenibles por las prácticas indebidas en que incurrieron, y su rescate representó una oportunidad de negocios turbios para logreros que se hicieron con propiedades que el gobierno remató a precios irrisorios. El caso más indignante fue el del Fobaproa-IPAB, legalizado por los legisladores priístas y panistas, en cuyo contexto se llevaron a cabo desfalcos que hasta la fecha no han sido aclarados y que la sociedad sigue pagando.
Las operaciones de rescate requeridas han de ir dirigidas, en cambio, a los sectores de la población más golpeados por la crisis: los pequeños deudores que se ven rebasados en su capacidad de pago en razón de las alzas en las tasas de interés, los que han perdido o perderán su empleo u ocupación, las pequeñas empresas que ven amenaza su subsistencia, los migrantes mexicanos que se ven obligados a volver al país porque se les han cerrado las posibilidades de trabajo en territorio estadunidense, y quienes han perdido una parte importante de su ahorro para el retiro.
Es sabido que en el ámbito de las pequeñas empresas se genera la mayor parte de las fuentes de trabajo en el país, y resulta por ello procedente darles prioridad en los programas que se pongan en marcha para paliar los efectos del actual desbarajuste financiero.
En cuanto a los cientos de miles de ciudadanos que se han quedado sin empleo –en México o en Estados Unidos–, su circunstancia no les es imputable; son, por así decirlo, víctimas inocentes de la crisis.
Otro tanto ocurre con los pequeños deudores, a quienes el incremento de intereses lleva a una situación desesperada de la que no son, de manera alguna, responsables.
Por lo que hace a los trabajadores que han experimentado pérdidas por el manejo de sus fondos de retiro, cabe señalar que las autoridades tienen ante ellos una responsabilidad inexcusable, pues decisiones gubernamentales profundamente inmorales y repudiables los obligaron a depositar los recursos de sus pensiones en cuentas sobre las cuales no tienen ningún control y con las cuales se toleró y hasta se alentó la especulación bursátil, a sabiendas de que se ponían en riesgo los recursos para el retiro de millones de personas.
Si en la circunstancia presente el Ejecutivo federal actúa con sensibilidad social y sentido de país, tendrá ante sí la oportunidad de remontar en alguna medida su propio desgaste; en caso contrario complementará la crisis económica con un descontento que puede crecer hasta grados insospechados.
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