Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
En todo hogar mexicano, sin importar cuántos viven allí, once, dos o cuatro; una sola con su gato pachón, hay una televisión. A lo menos, porque en la mayoría de los hogares hay más: la del cuarto de la tele, la del cuarto de los señores, la de la habitación de la nena, la del cuarto de la abuela, la del cuarto de júnior o la que comparten los mellizos, la del cuarto de servicio y la tele de la cocina. Es cosa común que la sala de la casa, casota, casita, la del depa o del estudio, la del convento, la de juntas, la de espera, la gobierna un aparato de televisión. En una habitación pueden dormir muchos o ninguno, pero invariablemente allí va a haber una televisión.
En un hogar mexicano puede no haber computadora ni conexión a internet; puede no haber equipo de sonido (que es, casi siempre, el número dos después de la tele); puede no haber teléfono, pero siempre hay televisión. A lo mejor en la cochera no hay coche, ni motocicleta, ni bicicleta y tal vez ni siquiera patines, pero por las noches seguro en algún rincón podemos detectar el relumbrón azulado de una televisión.
Tal vez no en todos los hogares mexicanos hay gente que estudia, o que trabaja, o que, en fin, se gana las diarias tortillas con honestidad y decencia, pero seguro hay gente que ve televisión.
Quizá no en todos los hogares mexicanos hay una repisa con libros. Quizá tampoco se tengan implementos de artista: un caballete, crayones de pastel o cera, lápices de colores, papeles de fibra seductora o bastidores para un lienzo. Posiblemente tampoco pueda uno hallar gubias ni cinceles, arcilla, un trozo de mármol o madera en que esculpir algo; ni los arreos de un actor, ni los artefactos propios del videoasta, ni los del performancero. Es muy posible que no encontremos partituras, y de un instrumento musical ni las astillas. Pero seguro encontramos una televisión.
Es factible que no en todo hogar mexicano haya una calculadora o un teléfono celular, pero casi seguro hay un control remoto para la tele. Que no haya control remoto no significa, además, que no haya televisión.
Un hogar mexicano puede carecer de agua corriente, de agua caliente, de drenaje, de ventilación, de una buena ubicación, de patio y hasta de paredes, y puede in extremis hasta adolecer de instalación eléctrica, pero los dioses, que sabios son y bien saben que sin televisión no es posible vivir, inventaron las pilas y las baterías de coche y los ingenios con que improvisar convertidores de corriente para que siempre, siempre haya televisión. Uno podría afirmar que el dios del génesis cristiano, ése que anduvo atareado en crear todo lo necesario para que viva la gente, llevó por apellidos Azcárraga o Salinas, o el de cualquiera de sus antecesores y símiles, voraces empresarios de la televisión.
En un hogar mexicano bien pueden pasarse por alto la ética, la estética, las ciencias o la historia como temas de conversación. Más allá de los elementales curas Hidalgo y Morelos, y de los tatas Cárdenas, Villa, Juárez y Zapata, se diluyen con pasmosa facilidad en lacerante anonimia los nombres de cientos de próceres, de mártires, de heroínas y héroes y también de villanos, tiranos y caciques con cuya tenacidad, demencia o sangre se construyeron los cimientos de esta hoy desvencijada nación, y posiblemente son contados los hogares mexicanos donde se conocen los episodios de nuestra historia por su nombre y circunstancia, pero en casi todos los hogares mexicanos la gente conoce, comenta, recuerda, pronuncia los títulos de las telenovelas de moda, de los programas de hoy, de locutores y actricillas y presentadores de la barra programática, y hasta los vericuetos sentimentales que la televisión, vulgar y chismolera, entrega todos los días: quién se casó con quién, quiénes se divorciaron y divorciados volvieron a tener hijos, quién no quiere saber nada del otro, quién se revolcó con cuántos del mundillo de la televisión.
En los hogares de México poco y mal se pueden leer periódicos y revistas, escasamente podrá sintonizarse un noticioso en la radio, pero todo mundo conoce el mundo según lo hayan dictado anoche López Dóriga en canal dos o Javier Alatorre en el trece, o cualquier corbata, cualquier bigotito de los que salen en televisión. En los hogares mexicanos la opinión pública va logrando ser como leche: homogeneizada y pasteurizada después de su diario paso por el serpentín ductivo de la televisión.
Por eso, este no es un país. Es un programa de televisión. Nomás que uno bastante malito y demasiado repetido.
kikka-roja.blogspot.com/
En un hogar mexicano puede no haber computadora ni conexión a internet; puede no haber equipo de sonido (que es, casi siempre, el número dos después de la tele); puede no haber teléfono, pero siempre hay televisión. A lo mejor en la cochera no hay coche, ni motocicleta, ni bicicleta y tal vez ni siquiera patines, pero por las noches seguro en algún rincón podemos detectar el relumbrón azulado de una televisión.
Tal vez no en todos los hogares mexicanos hay gente que estudia, o que trabaja, o que, en fin, se gana las diarias tortillas con honestidad y decencia, pero seguro hay gente que ve televisión.
Quizá no en todos los hogares mexicanos hay una repisa con libros. Quizá tampoco se tengan implementos de artista: un caballete, crayones de pastel o cera, lápices de colores, papeles de fibra seductora o bastidores para un lienzo. Posiblemente tampoco pueda uno hallar gubias ni cinceles, arcilla, un trozo de mármol o madera en que esculpir algo; ni los arreos de un actor, ni los artefactos propios del videoasta, ni los del performancero. Es muy posible que no encontremos partituras, y de un instrumento musical ni las astillas. Pero seguro encontramos una televisión.
Es factible que no en todo hogar mexicano haya una calculadora o un teléfono celular, pero casi seguro hay un control remoto para la tele. Que no haya control remoto no significa, además, que no haya televisión.
Un hogar mexicano puede carecer de agua corriente, de agua caliente, de drenaje, de ventilación, de una buena ubicación, de patio y hasta de paredes, y puede in extremis hasta adolecer de instalación eléctrica, pero los dioses, que sabios son y bien saben que sin televisión no es posible vivir, inventaron las pilas y las baterías de coche y los ingenios con que improvisar convertidores de corriente para que siempre, siempre haya televisión. Uno podría afirmar que el dios del génesis cristiano, ése que anduvo atareado en crear todo lo necesario para que viva la gente, llevó por apellidos Azcárraga o Salinas, o el de cualquiera de sus antecesores y símiles, voraces empresarios de la televisión.
En un hogar mexicano bien pueden pasarse por alto la ética, la estética, las ciencias o la historia como temas de conversación. Más allá de los elementales curas Hidalgo y Morelos, y de los tatas Cárdenas, Villa, Juárez y Zapata, se diluyen con pasmosa facilidad en lacerante anonimia los nombres de cientos de próceres, de mártires, de heroínas y héroes y también de villanos, tiranos y caciques con cuya tenacidad, demencia o sangre se construyeron los cimientos de esta hoy desvencijada nación, y posiblemente son contados los hogares mexicanos donde se conocen los episodios de nuestra historia por su nombre y circunstancia, pero en casi todos los hogares mexicanos la gente conoce, comenta, recuerda, pronuncia los títulos de las telenovelas de moda, de los programas de hoy, de locutores y actricillas y presentadores de la barra programática, y hasta los vericuetos sentimentales que la televisión, vulgar y chismolera, entrega todos los días: quién se casó con quién, quiénes se divorciaron y divorciados volvieron a tener hijos, quién no quiere saber nada del otro, quién se revolcó con cuántos del mundillo de la televisión.
En los hogares de México poco y mal se pueden leer periódicos y revistas, escasamente podrá sintonizarse un noticioso en la radio, pero todo mundo conoce el mundo según lo hayan dictado anoche López Dóriga en canal dos o Javier Alatorre en el trece, o cualquier corbata, cualquier bigotito de los que salen en televisión. En los hogares mexicanos la opinión pública va logrando ser como leche: homogeneizada y pasteurizada después de su diario paso por el serpentín ductivo de la televisión.
Por eso, este no es un país. Es un programa de televisión. Nomás que uno bastante malito y demasiado repetido.
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