Ana Laura Magaloni Kerpel
28 Mar. 09 reforma.com
Son las dos de la tarde. Entran a la agencia del Ministerio Público dos policías preventivos con un detenido. Se le acusa de haberse robado unas galletas en un supermercado. El costo de la mercancía robada es de 10 pesos. Según lo que cuenta el detenido, él es un repartidor de galletas de una empresa importante. Ese día se encontraba en un supermercado acomodando la mercancía en la bodega y encontró una bolsa de galletas abierta. Decidió comerse las galletas. El personal de la bodega lo vio y lo acusó con el gerente, el cual, a su vez, solicitó a los policías preventivos que cuidan la entrada del supermercado que lo detuvieran y lo llevaran a una agencia del Ministerio Público. Horas después llegó el encargado de denunciar los robos de mercancía en la cadena de supermercados en donde sucedió el incidente. Presentó su denuncia y se fue sin voltear a mirar al detenido. El encargado sabe bien cómo terminan estas historias y prefiere no pensar en lo que le espera al pobre acusado. Lo más probable es que en 48 horas el Ministerio Público estará consignando ante el juez el caso, el repartidor de galletas, por tanto, en ese lapso estará ingresando a algún reclusorio, el juez le impondrá una fianza que no tendrá dinero para pagar y así será como el repartidor de galletas termine pasando los siguientes seis meses de su vida en prisión. Al salir del reclusorio habrá perdido su trabajo y en plena crisis económica será aún más difícil encontrar otro empleo formal. ¿Qué pensará ese hombre de su país, de las instituciones, de los jueces, de los políticos, de los "ricos" después de esa experiencia?
La historia que cuento es real y no es una excepción. Las cárceles en México están repletas de personas que ni en sus peores pesadillas imaginaron que la consecuencia de lo que hicieron fuese la cárcel. Según las dos encuestas a población en reclusión del CIDE, este tipo de casos han ido en aumento. En 2005, 47 por ciento de la población penitenciaria en el Distrito Federal y el estado de México estaba sentenciada por robo simple sin violencia, mientras que en el 2002 la proporción fue de 20 por ciento. Lo más dramático es que entre uno y otro año la relevancia del robo cometido descendió drásticamente. Mientras que en el 2002 25 por ciento de los robos fueron por montos menores a 500 pesos, en el 2005 la proporción aumentó a 43 por ciento. Y, en sentido inverso, mientras que en 2002 25 por ciento de los robos fueron por montos mayores a 40 mil pesos, en 2005 sólo 5 por ciento de los robos fue de esos montos. En pocas palabras, todo parece indicar que al menos 2 de cada 10 personas están en la cárcel por robos sin violencia por montos menores de 500 pesos.
¿Cuánto perdemos como país y como colectividad aplicando el castigo más severo del Estado -la cárcel- a conductas que no lo ameritan? ¿Qué significa en términos de la autoridad del Estado que se sancione con el mismo castigo (la cárcel) un robo de galletas y un secuestro? ¿Cuáles son las consecuencias sociales y políticas de la injusticia? ¿Hasta qué punto la violencia se correlaciona con la percepción individual y colectiva de abuso, arbitrariedad y autoritarismo? No tengo respuestas a estas interrogantes. Sin embargo, creo que es muy importante que estas cuestiones comiencen a formar parte de la discusión pública en torno a nuestra frágil gobernabilidad democrática.
Dicho de forma puntal: la violencia no sólo es un fenómeno producto del combate al crimen organizado. Ésa sólo es una faceta muy importante y muy visible de la misma. Sin embargo, también existen otros detonadores de violencia que no estamos viendo ni mucho menos atendiendo. Yo creo que la injusticia, el abuso, el autoritarismo de las propias instituciones penales (policías, Ministerios Públicos y jueces) son generadores de violencia. Imponer un castigo que a todas luces es injusto y no tener un ápice de remordimiento es una forma de violencia que lo más probable es que detone más violencia. Es común que quien se sienta violentado por otro también sienta el "derecho" de violentar a otros. La cadena crece hasta el infinito y el tejido social desaparece.
Mi pronóstico es que si no nos hacemos cargo de los detonadores de violencia menos visibles y quizá por ello también más peligrosos va a ser casi imposible restablecer la paz social en las comunidades violentadas por el crimen. Creo que uno de estos detonadores clave de violencia es la indiferencia social y política ante la injusticia y el abuso de autoridad de policías, Ministerios Públicos y jueces penales. Que el repartidor de galletas esté hoy en la cárcel no parece importar a nadie. La crisis de seguridad ha sesgado la discusión hacia la cancha opuesta: clamar por la pena de muerte, como lo hace el Partido Verde, parece ser mucho más popular que defender a los injustamente encarcelados. Mientras que ello sea así, creo que estaremos cada vez más lejos de encontrar procesos de pacificación social y de control de la violencia efectivos y de largo plazo.
kikka-roja.blogspot.com/
La historia que cuento es real y no es una excepción. Las cárceles en México están repletas de personas que ni en sus peores pesadillas imaginaron que la consecuencia de lo que hicieron fuese la cárcel. Según las dos encuestas a población en reclusión del CIDE, este tipo de casos han ido en aumento. En 2005, 47 por ciento de la población penitenciaria en el Distrito Federal y el estado de México estaba sentenciada por robo simple sin violencia, mientras que en el 2002 la proporción fue de 20 por ciento. Lo más dramático es que entre uno y otro año la relevancia del robo cometido descendió drásticamente. Mientras que en el 2002 25 por ciento de los robos fueron por montos menores a 500 pesos, en el 2005 la proporción aumentó a 43 por ciento. Y, en sentido inverso, mientras que en 2002 25 por ciento de los robos fueron por montos mayores a 40 mil pesos, en 2005 sólo 5 por ciento de los robos fue de esos montos. En pocas palabras, todo parece indicar que al menos 2 de cada 10 personas están en la cárcel por robos sin violencia por montos menores de 500 pesos.
¿Cuánto perdemos como país y como colectividad aplicando el castigo más severo del Estado -la cárcel- a conductas que no lo ameritan? ¿Qué significa en términos de la autoridad del Estado que se sancione con el mismo castigo (la cárcel) un robo de galletas y un secuestro? ¿Cuáles son las consecuencias sociales y políticas de la injusticia? ¿Hasta qué punto la violencia se correlaciona con la percepción individual y colectiva de abuso, arbitrariedad y autoritarismo? No tengo respuestas a estas interrogantes. Sin embargo, creo que es muy importante que estas cuestiones comiencen a formar parte de la discusión pública en torno a nuestra frágil gobernabilidad democrática.
Dicho de forma puntal: la violencia no sólo es un fenómeno producto del combate al crimen organizado. Ésa sólo es una faceta muy importante y muy visible de la misma. Sin embargo, también existen otros detonadores de violencia que no estamos viendo ni mucho menos atendiendo. Yo creo que la injusticia, el abuso, el autoritarismo de las propias instituciones penales (policías, Ministerios Públicos y jueces) son generadores de violencia. Imponer un castigo que a todas luces es injusto y no tener un ápice de remordimiento es una forma de violencia que lo más probable es que detone más violencia. Es común que quien se sienta violentado por otro también sienta el "derecho" de violentar a otros. La cadena crece hasta el infinito y el tejido social desaparece.
Mi pronóstico es que si no nos hacemos cargo de los detonadores de violencia menos visibles y quizá por ello también más peligrosos va a ser casi imposible restablecer la paz social en las comunidades violentadas por el crimen. Creo que uno de estos detonadores clave de violencia es la indiferencia social y política ante la injusticia y el abuso de autoridad de policías, Ministerios Públicos y jueces penales. Que el repartidor de galletas esté hoy en la cárcel no parece importar a nadie. La crisis de seguridad ha sesgado la discusión hacia la cancha opuesta: clamar por la pena de muerte, como lo hace el Partido Verde, parece ser mucho más popular que defender a los injustamente encarcelados. Mientras que ello sea así, creo que estaremos cada vez más lejos de encontrar procesos de pacificación social y de control de la violencia efectivos y de largo plazo.
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