la jornada
Hoy hace tres años, un operativo realizado en Texcoco, estado de México, para desalojar a un grupo de floricultores apoyados por el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, derivó en uno de los más vergonzosos episodios de represión y abuso de la violencia por parte del Estado de cuantos se registran en la historia reciente de nuestro país. A la madrugada siguiente, 4 de mayo de 2006, la brutalidad policiaca se abatió sobre los habitantes de San Salvador Atenco: más de tres mil miembros de las fuerzas de seguridad estatal y federal irrumpieron en esa localidad, apalearon salvajemente a decenas de pobladores –hombres y mujeres–, ingresaron ilegalmente a domicilios particulares y los saquearon, destrozaron cuanto encontraron a su paso y detuvieron de manera por demás arbitraria a decenas de personas. En los días posteriores, organismos de defensa de los derechos humanos, activistas sociales y pobladores de Atenco documentaron y denunciaron cientos de atropellos cometidos por las autoridades policiacas: golpizas, allanamientos, violaciones y otros abusos sexuales, incomunicaciones carcelarias, fabricación de delitos, tortura física y sicológica, y un posible homicidio.
La brutalidad exhibida en la localidad mexiquense terminó por evidenciar el carácter represor de los gobiernos de Vicente Fox y Enrique Peña Nieto, y mostró la proclividad del primero a erigirse en violador sistemático de los derechos humanos; así se había manifestado ya en la siderúrgica Sicartsa, en Lázaro Cárdenas, Michoacán, y se confirmó en las postrimerías del anterior sexenio en la capital oaxaqueña. Hoy prevalece la percepción generalizada de que la violencia en Atenco no fue un intento por restablecer el orden, como se pretendió en su momento, sino un acto de venganza política contra una población insumisa que entre 2001 y 2002 se opuso férrea y exitosamente al designio de construir un aeropuerto en sus tierras.
A tres años de estos acontecimientos, Atenco es una herida abierta que transpira impunidad. Hasta ahora, las instancias de procuración e impartición de justicia nada han hecho por sancionar a los responsables políticos, intelectuales y materiales de los graves atropellos sufridos por centenares de personas, miembros o no del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra: por el contrario, la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó, en febrero pasado, cerrar la discusión en torno al episodio de represión y barbarie en el poblado mexiquense y, por consiguiente, exculpó a Enrique Peña Nieto, gobernador del estado de México; Eduardo Medina Mora, secretario de Seguridad Pública federal en el foxismo y actual procurador general de la República; Wilfrido Robledo, entonces titular de la Agencia de Seguridad Estatal mexiquense; Abel Villicaña, ex procurador estatal, y Miguel Ángel Yunes, quien se desempeñaba como subsecretario de Prevención y Participación Ciudadana de la Secretaría de Seguridad Pública federal, entre otros integrantes de los gobiernos federal y estatal.
Este fallo del máximo tribunal contrasta con el encarnizamiento judicial de que han sido objeto algunos de los dirigentes e integrantes del movimiento atenquense, quienes han enfrentado procesos irregulares y han sido víctimas de un uso faccioso de la ley, como se refleja en la invención de aberraciones jurídicas en su contra, como el delito de secuestro equiparado, así como la aplicación, en algunos casos, de condenas excesivas y medidas de control carcelario como las que se aplican a homicidas y narcotraficantes. Los hechos de Atenco han venido a confirmar la continuidad de una línea –que data, al igual que la impunidad, desde tiempos del priísmo– de criminalización de la protesta social, ensañamiento contra disidentes y subordinación del Poder Judicial a los designios del Ejecutivo.
Sin embargo, a pesar de las intimidaciones y la persecución; de la represión y la fabricación de delitos; de la violencia y el hostigamiento, el movimiento atenquense sigue vivo, los habitantes de esa comunidad continúan reivindicando las demandas de libertad y justicia para sus presos políticos, y un amplio sector de la población mantiene vivo el repudio y la indignación que generaron los sucesos de mayo de 2006.
En los 36 meses recientes, la sociedad mexicana ha presenciado mediante la lente de Atenco el encumbramiento de la injusticia y la impunidad, el derrumbe de la credibilidad de las instituciones y la confirmación de un sistema político que brinda protección a los sospechosos más poderosos e influyentes; pero todo ello acabará, tarde o temprano, por pasar factura a un gobierno que se ha mostrado inoperante para desactivar conflictos sociales; insensible, represor y falto de capacidad o de voluntad para hacer valer la ley, la vigencia de las garantías individuales y el estado de derecho.
kikka-roja.blogspot.com/
La brutalidad exhibida en la localidad mexiquense terminó por evidenciar el carácter represor de los gobiernos de Vicente Fox y Enrique Peña Nieto, y mostró la proclividad del primero a erigirse en violador sistemático de los derechos humanos; así se había manifestado ya en la siderúrgica Sicartsa, en Lázaro Cárdenas, Michoacán, y se confirmó en las postrimerías del anterior sexenio en la capital oaxaqueña. Hoy prevalece la percepción generalizada de que la violencia en Atenco no fue un intento por restablecer el orden, como se pretendió en su momento, sino un acto de venganza política contra una población insumisa que entre 2001 y 2002 se opuso férrea y exitosamente al designio de construir un aeropuerto en sus tierras.
A tres años de estos acontecimientos, Atenco es una herida abierta que transpira impunidad. Hasta ahora, las instancias de procuración e impartición de justicia nada han hecho por sancionar a los responsables políticos, intelectuales y materiales de los graves atropellos sufridos por centenares de personas, miembros o no del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra: por el contrario, la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó, en febrero pasado, cerrar la discusión en torno al episodio de represión y barbarie en el poblado mexiquense y, por consiguiente, exculpó a Enrique Peña Nieto, gobernador del estado de México; Eduardo Medina Mora, secretario de Seguridad Pública federal en el foxismo y actual procurador general de la República; Wilfrido Robledo, entonces titular de la Agencia de Seguridad Estatal mexiquense; Abel Villicaña, ex procurador estatal, y Miguel Ángel Yunes, quien se desempeñaba como subsecretario de Prevención y Participación Ciudadana de la Secretaría de Seguridad Pública federal, entre otros integrantes de los gobiernos federal y estatal.
Este fallo del máximo tribunal contrasta con el encarnizamiento judicial de que han sido objeto algunos de los dirigentes e integrantes del movimiento atenquense, quienes han enfrentado procesos irregulares y han sido víctimas de un uso faccioso de la ley, como se refleja en la invención de aberraciones jurídicas en su contra, como el delito de secuestro equiparado, así como la aplicación, en algunos casos, de condenas excesivas y medidas de control carcelario como las que se aplican a homicidas y narcotraficantes. Los hechos de Atenco han venido a confirmar la continuidad de una línea –que data, al igual que la impunidad, desde tiempos del priísmo– de criminalización de la protesta social, ensañamiento contra disidentes y subordinación del Poder Judicial a los designios del Ejecutivo.
Sin embargo, a pesar de las intimidaciones y la persecución; de la represión y la fabricación de delitos; de la violencia y el hostigamiento, el movimiento atenquense sigue vivo, los habitantes de esa comunidad continúan reivindicando las demandas de libertad y justicia para sus presos políticos, y un amplio sector de la población mantiene vivo el repudio y la indignación que generaron los sucesos de mayo de 2006.
En los 36 meses recientes, la sociedad mexicana ha presenciado mediante la lente de Atenco el encumbramiento de la injusticia y la impunidad, el derrumbe de la credibilidad de las instituciones y la confirmación de un sistema político que brinda protección a los sospechosos más poderosos e influyentes; pero todo ello acabará, tarde o temprano, por pasar factura a un gobierno que se ha mostrado inoperante para desactivar conflictos sociales; insensible, represor y falto de capacidad o de voluntad para hacer valer la ley, la vigencia de las garantías individuales y el estado de derecho.
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