Horizonte político
José A. Crespo
Abstención y voto nulo
Mientras el movimiento del voto nulo convocaba esencialmente a los abstencionistas activos a expresar en las urnas su inconformidad y hartazgo con los partidos políticos, los defensores del statu quo —los que se conforman con lo poco que hay, porque hace 20 años teníamos menos— intentaban convencer a los anulistas de votar por algún partido, por cualquiera, por el menos malo. Y, en medio de ese debate, aparecieron también algunos promotores de la abstención activa, que descalificaron a su vez a los anulistas como comparsas del régimen, por legitimarlo en las urnas. La posición de los abstencionistas es evidentemente más radical que la de los anulistas. Por ello, los partidos y sus apologistas no debieran medir el alejamiento ciudadano sólo a través del voto nulo, sino también del enorme abstencionismo. Por otro lado, si bien no todos los votos nulos lo fueron deliberadamente, varios consejeros distritales y funcionarios de casilla del DF atestiguan que alrededor de 80% de votos nulos eran de clara y abierta protesta. Tampoco es adecuado evaluar el movimiento anulista como si hubiera sido nacional, pues no lo fue. Hubo varios movimientos autónomos, de carácter urbano y regional, que alcanzaron esencialmente a sectores sociales con altos índices de escolarización y politización (su Asamblea Nacional tuvo lugar a días de la elección). A través de esa lente, la convocatoria anulista sí tuvo un impacto nada despreciable en la mayoría de las ciudades en que surgió. En primer lugar viene Morelia con 12.3%, seguida de la ciudad de Puebla (11.9%), el DF (11%), Chihuahua (8.9 %), Aguascalientes (8.8%), Ciudad Juárez (8.2%) San Luis (8.1%) y Tijuana (8%), entre otras más.
Evidentemente, era más difícil transformar la abstención en un voto nulo de protesta. Pero al parecer el voto nulo logró detener —e incluso revertir en cierta medida— la pronunciada pendiente de la abstención. Recordemos que, en 1991, cuando debutó el recién instaurado IFE, la participación fue de 66 por ciento. Seis años después bajó a 58% y en 2003 se redujo aún más, al llegar a 41%. Es decir, una caída de 25 puntos porcentuales en 12 años. De ahí que la proyección de esa tendencia apuntara este año a una abstención incluso mayor, quizá de 70%, como se llegó a sugerir. Si el movimiento anulista de verdad ayudó a revertir el abstencionismo, pues enhorabuena. El voto nulo prevalece donde menor participación hubo: es decir, probablemente el voto nulo sí le ganó terreno a la abstención. Pero también sabemos que, donde se celebran elecciones para gobernador, la participación tiende a elevarse; en los seis estados en que eso ocurrió, el promedio de participación fue 57%, en tanto que, en los 26 restantes, fue 42%; quince puntos porcentuales de diferencia.
Dicen los abstencionistas que el voto nulo ayudó a legitimar un régimen que no sufrirá ninguna transformación positiva, ante la sordera y prepotencia de los partidos (tesis, esta última, compartida, paradójicamente, por los defensores del voto partidista). Esperemos que se equivoquen. Los defensores del statu quo partidario también auguraban que el voto nulo le haría el juego a poderes oscuros o a ansiosos golpistas. Hay en ello una contradicción inherente, pues, si por un lado se insistía —quizá con razón— en que la convocatoria anulista no sería tomada en cuenta por los partidos, menos podría ser el ariete para dar un golpe de Estado. Algunos desencantados con el espectacular triunfo del PRI quieren responsabilizar de ello a los movimientos anulistas. Bastaría con que sacaran la calculadora para percatarse de que no es así. Javier Aparicio, colega del CIDE, calculó que, de haber votado la mitad de anulistas por el PSD (no sé por qué tendrían que hacerlo), éste hubiera mantenido el registro con cuatro diputados (El Universal, 9/VIl/09). Esas curules se repartieron entre los demás partidos, proporcionalmente a su votación. Sin el voto de protesta y con un PSD manteniendo su registro, el PRI hubiera tenido… un diputado menos de ventaja frente al PAN. Gran diferencia, sin duda. Pero no es posible suponer que la mayoría de los anulistas hubiera votado en un mismo sentido. El movimiento fue variopinto. Un análisis del PREP sugiere que, no siendo prioritariamente priistas (aunque los había), los anulistas se dividían de manera equilibrada entre el PAN y el PRD, tal vez con una fracción proveniente del PSD. Con la lógica de que los anulistas pudieron haber votado por un mismo partido (distinto del PRI), se podría afirmar que, si la mitad de los abstencionistas hubieran votado por el PAN, los resultados hubieran sido muy distintos. Y eso hubiera ocurrido también si hubiera caído un meteorito que extinguiera a los dinosaurios del PRI. Pero los abstencionistas no votaron por el PAN (no tenían por qué) ni le cayó un meteorito al PRI.
Más sentido tendría, entonces, que los decepcionados por el triunfo priista preguntaran, ¿por qué el PAN y el PRD no pudieron convocar a los millones de votantes que decidieron quedarse en casa? Los partidos que sufrieron un descalabro perdieron casi siete millones de votos en conjunto, respecto de 2006, en tanto que los únicos que ganaron, el PRI y el PVEM (en coalición hace tres años), ganaron ahora algo más de dos millones de votos. De los casi cinco millones que quedan al restar esas cifras, menos de un millón anularon su voto como protesta y los otros cuatro millones decidieron abstenerse (todo ello, sin tomar en cuenta a los votantes nuevos). El bloque de abstencionistas sí pudo provocar resultados distintos de haber votado por el PAN o el PRD. Pero simplemente no quisieron refrendar a ninguno de esos partidos, y muy en su derecho. Los partidos derrotados, en vez de descalificar con disparates a esos votantes, debieran preguntarse con realismo por qué siete millones de electores los abandonaron.
Algunos desencantados con el espectacular triunfo del PRI quieren responsabilizar de ello a los movimientos anulistas.
Evidentemente, era más difícil transformar la abstención en un voto nulo de protesta. Pero al parecer el voto nulo logró detener —e incluso revertir en cierta medida— la pronunciada pendiente de la abstención. Recordemos que, en 1991, cuando debutó el recién instaurado IFE, la participación fue de 66 por ciento. Seis años después bajó a 58% y en 2003 se redujo aún más, al llegar a 41%. Es decir, una caída de 25 puntos porcentuales en 12 años. De ahí que la proyección de esa tendencia apuntara este año a una abstención incluso mayor, quizá de 70%, como se llegó a sugerir. Si el movimiento anulista de verdad ayudó a revertir el abstencionismo, pues enhorabuena. El voto nulo prevalece donde menor participación hubo: es decir, probablemente el voto nulo sí le ganó terreno a la abstención. Pero también sabemos que, donde se celebran elecciones para gobernador, la participación tiende a elevarse; en los seis estados en que eso ocurrió, el promedio de participación fue 57%, en tanto que, en los 26 restantes, fue 42%; quince puntos porcentuales de diferencia.
Dicen los abstencionistas que el voto nulo ayudó a legitimar un régimen que no sufrirá ninguna transformación positiva, ante la sordera y prepotencia de los partidos (tesis, esta última, compartida, paradójicamente, por los defensores del voto partidista). Esperemos que se equivoquen. Los defensores del statu quo partidario también auguraban que el voto nulo le haría el juego a poderes oscuros o a ansiosos golpistas. Hay en ello una contradicción inherente, pues, si por un lado se insistía —quizá con razón— en que la convocatoria anulista no sería tomada en cuenta por los partidos, menos podría ser el ariete para dar un golpe de Estado. Algunos desencantados con el espectacular triunfo del PRI quieren responsabilizar de ello a los movimientos anulistas. Bastaría con que sacaran la calculadora para percatarse de que no es así. Javier Aparicio, colega del CIDE, calculó que, de haber votado la mitad de anulistas por el PSD (no sé por qué tendrían que hacerlo), éste hubiera mantenido el registro con cuatro diputados (El Universal, 9/VIl/09). Esas curules se repartieron entre los demás partidos, proporcionalmente a su votación. Sin el voto de protesta y con un PSD manteniendo su registro, el PRI hubiera tenido… un diputado menos de ventaja frente al PAN. Gran diferencia, sin duda. Pero no es posible suponer que la mayoría de los anulistas hubiera votado en un mismo sentido. El movimiento fue variopinto. Un análisis del PREP sugiere que, no siendo prioritariamente priistas (aunque los había), los anulistas se dividían de manera equilibrada entre el PAN y el PRD, tal vez con una fracción proveniente del PSD. Con la lógica de que los anulistas pudieron haber votado por un mismo partido (distinto del PRI), se podría afirmar que, si la mitad de los abstencionistas hubieran votado por el PAN, los resultados hubieran sido muy distintos. Y eso hubiera ocurrido también si hubiera caído un meteorito que extinguiera a los dinosaurios del PRI. Pero los abstencionistas no votaron por el PAN (no tenían por qué) ni le cayó un meteorito al PRI.
Más sentido tendría, entonces, que los decepcionados por el triunfo priista preguntaran, ¿por qué el PAN y el PRD no pudieron convocar a los millones de votantes que decidieron quedarse en casa? Los partidos que sufrieron un descalabro perdieron casi siete millones de votos en conjunto, respecto de 2006, en tanto que los únicos que ganaron, el PRI y el PVEM (en coalición hace tres años), ganaron ahora algo más de dos millones de votos. De los casi cinco millones que quedan al restar esas cifras, menos de un millón anularon su voto como protesta y los otros cuatro millones decidieron abstenerse (todo ello, sin tomar en cuenta a los votantes nuevos). El bloque de abstencionistas sí pudo provocar resultados distintos de haber votado por el PAN o el PRD. Pero simplemente no quisieron refrendar a ninguno de esos partidos, y muy en su derecho. Los partidos derrotados, en vez de descalificar con disparates a esos votantes, debieran preguntarse con realismo por qué siete millones de electores los abandonaron.
Algunos desencantados con el espectacular triunfo del PRI quieren responsabilizar de ello a los movimientos anulistas.
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