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viernes, 24 de febrero de 2012

JUAN VILLORO: Billete premiado reforma.com

Juan Villoro: Billete premiado
24 de febrero de 2012

JUAN VILLORO
Una mancha en el alma hace que los mexicanos seamos devotos de la limpieza. Según dice la canción, las muchachas tapatías se bañan para bailar y el estado de la nación sugiere que el dinero no se deja de lavar.
Si el Tigre de Santa Julia no hubiera sido atrapado en un inodoro, sino en el momento de ducharse, sus perseguidores le hubieran pasado respetuosamente la toalla. Tal vez nuestra pasión por estar limpios provenga de un deseo de cambiar de piel (esto explicaría el uso de la piedra pómez para desollarnos por higiene). Si confiáramos en nuestra esencia, ¿permitiríamos que oliera más? Es posible que todo se remonte a los famosos baños de Moctezuma. Bernal Díaz del Castillo, testigo inmejorable de la Conquista, conocía perfectamente el aroma de sus paisanos. De una armadura se pueden pedir muchas cosas, pero no que tenga ventilación. Es lógico que gente aficionada al ajo, que no puede suspender la guerra para perfumarse y recorre el trópico en armadura, apeste en forma digna de ser consignada por un cronista de Indias. Así lo hizo Bernal al describir a Cortés ante el pulcro Moctezuma. Desde entonces, los mexicanos nos identificamos más con los aztecas que con los españoles, aunque seamos la mezcla de ambos. Asumimos la derrota, pero ganamos en limpieza.
La mayoría de la gente que conozco ha crecido en compañía de parientes que no dejan de lavar cosas. Mi abuela yucateca incluso lavaba ¡el jabón! Lo disminuía con premioso afán, dejándolo pulido, como un talismán que daba pena volver a usar. "La verdadera higiene es la que no se nota", afirmaba la tía Antonomasia, a quien le gusta desestabilizar conciencias. Había que desconfiar de quienes usaban excesivos perfumes y desodorantes. "La loción es el disfraz del cerdo", sentenció. Luego, sin que viniera a cuento, criticó a su hermana: "Florinda no tiene remedio, ¿ya vieron su sofá? Le pone forro como si fuera un pañal".

No se llevaban bien por la sospecha, ya legendaria, de que Florinda había tirado a la basura un billete de lotería comprado por Antonomasia que luego salió premiado. Aquella disputa se desvanecía en las mentes de los demás, pero no en las de ellas. Antonomasia y Florinda se habían quedado solteras sin que eso fuera trágico. Disfrutaban tanto sus respectivas soledades que casi nunca se veían. Disputaban por el billete que valía una fortuna y por la eterna obsesión mexicana: cada una juzgaba que la otra no era suficientemente limpia. Aquí es donde viene el sello de la época. En los años setenta del siglo XX, se consideraba práctico y tal vez hasta elegante, tener sillones forrados de hule transparente. ¿Cómo triunfó un gusto tan vulgar? Esto sólo se explica en una nación dispuesta a lavar todas las cosas. Una desventaja de los muebles tapizados es que deben ser limpiados por costosos especialistas. El hule protegía la tela y permitía algo más importante: echarle agua y detergente a toda la sala. Como el hule se opaca con facilidad (basta presionarlo para dejarle huellas digitales), el sillón favorito podía ser lavado a diario con el pretexto de ver mejor su impoluto tapiz de terciopana.

La sala de la tía Florinda era horrenda y se volvió peor con forros de plástico. Antonomasia no la criticaba por cuestión estética sino por el complejo de suciedad que revelaba tener sillones lavables: "La basura se mete debajo de todo, hasta lo que es transparente", dijo por molestar. Antonomasia y Florinda animaron su distante relación con pleitos por el billete y la higiene, variantes de los mayores temas de disputa: el dinero y los usos del cuerpo. Cuando la tía Florinda murió, lo primero que hicimos fue quitarle el hule a sus sillones. Una repentina intuición llevó a Antonomasia a darle la vuelta a uno de los cojines. Al reverso encontró el billete premiado. Durante años, ella se había sentado sobre una fortuna que nunca cobró. Hablamos con un abogado y supimos que era demasiado tarde para cobrarla. El hule transparente ocultaba un blindado escondite. Florinda lo lavaba sin que supiéramos que custodiaba algo incómodo y afrentoso: la fortuna que no sería para su hermana. Entonces entendimos la frase que le decía a Antonomasia cada vez que se burlaba de su sala: "Di lo que quieras: este sofá es mi caja fuerte".

Volteamos todos los cojines y no encontramos nada más, salvo el eterno pasador para el pelo que siempre aparece en esos sitios. ¿Por qué Florinda actuó de esa manera? La moral de la historia parece ser la siguiente: como en "La carta robada" de Edgar Allan Poe, escondió algo a la vista de todo mundo. El mueble del que se burlaba su hermana contenía una fortuna. No le importaba desperdiciar el dinero que podía ser cobrado con el billete; le importaba que no lo tuviera Antonomasia. También la higiene puede tener un sesgo vengativo. Quizá no nos lavamos tanto por temor a que descubran nuestro olor, sino para mostrar que los otros huelen peor. Fue lo que el impecable Moctezuma logró ante Cortés. En el último balance de la historia, perder la guerra es menos importante que perder la reputación.
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