Kim Phuc Phan Thi, embajadora de buena voluntad de la Unesco, acompañada en Toronto por el fotógrafo de Associated Press Nick Ut, quien en 1972 tomó la histórica imagen en Trang Bang de la entonces niña vietnamita cuando huía de un ataque estadunidense con napalm Foto Ap
En su perspicaz estudio Ideal Illusions: How the U.S. Government Co-Opted Human Rights, el experto en asuntos internacionales James Peck observa: En la historia de los derechos humanos, las peores atrocidades son cometidas siempre por alguien más, nunca por nosotros, independientemente de quiénes sean nosotros. Casi cualquier momento de la historia ofrece innumerables ejemplos. Limitémonos a las últimas semanas.
El 10 de mayo, se inauguraron las Olimpiadas de Verano en el lugar de nacimiento griego de los antiguos juegos. Unos días antes, en un hecho virtualmente inadvertido, el gobierno de Vietnam dirigió una carta al Comité Olímpico Internacional expresando la profunda preocupación del gobierno y el pueblo de Vietnam por la decisión del COI de aceptar a Dow Chemical Company como un socio global que patrocina el movimiento olímpico.
Dow suministró los químicos que Washington utilizó de 1961 en adelante para destruir los cultivos y bosques en el sur de Vietnam, empapando al país con el llamado agente naranja.
Estos tóxicos contienen dioxina, uno de los cancerígenos más letales que se conocen, que afectó a millones de vietnamitas y a muchos soldados estadunidenses. Hasta la actualidad en Vietnam, fetos abortados e infantes deformes son muy probablemente efecto de estos crímenes; aunque, debido a la negativa de Washington a investigar, tenemos sólo los estudios de científicos vietnamitas y analistas independientes.
Se unieron al llamado vietnamita contra Dow el gobierno de India, la Asociación Olímpica India y los sobrevivientes de la horrenda filtración de gas en Bhopal en 1984, uno de los peores desastres industriales de la historia, que mató a miles y lesionó a más de medio millón.
Union Carbide, la corporación responsable del desastre, fue adquirida por Dow, empresa para la que el asunto no es problema menor. En febrero, Wikileaks reveló que Dow contrató a la agencia investigadora privada estadunidense Stratfor para monitorear a los activistas que buscaban compensación para las víctimas y enjuiciamiento a los responsables.
Otro crimen importante con efectos persistentes muy graves es el ataque de la infantería de marina de Estados Unidos contra la ciudad iraquí de Faluyá, sucedido en noviembre de 2004.
A las mujeres y niños se les permitió escapar si podían. Después de varias semanas de bombardeos, el ataque se inició con un crimen de guerra cuidadosamente planeado: la invasión del Hospital General de Faluyá, donde se ordenó a los pacientes y al personal que se tiraran al suelo, con las manos atadas. Pronto las ataduras fueron desechas; el recinto era seguro.
La justificación oficial fue que el hospital estaba reportando víctimas civiles, y por tanto se le consideraba una arma de propaganda. Gran parte de la ciudad fue dejada en ruinas humeantes, informó la prensa mientras los infantes de marina buscaban insurgentes en sus madrigueras. Los invasores prohibieron el ingreso de la Media Luna Roja. A falta de una averiguación oficial, se desconoce la escala de los crímenes.
Si los actos de Faluyá son reminiscentes de los hechos ocurridos en el enclave bosnio de Srebrenica, ahora de nuevo en las noticias con el juicio por genocidio contra el comandante militar serbio Ratko Mladic, hay una buena razón. Una comparación honesta sería instructiva, pero no hay temor de eso: una es una atrocidad, la otra no, por definición.
Como en Vietnam, investigadores independientes están reportando los efectos a largo plazo del ataque a Faluyá.
Investigadores médicos han encontrado aumentos drásticos en mortalidad infantil, cáncer y leucemia, en niveles incluso más altos que en Hiroshima y Nagasaki. Los niveles de uranio en muestras de cabello y del suelo están mucho más allá que en casos comparables.
Uno de los raros investigadores de los países invasores es el doctor Kypros Nicolaides, director del centro de investigación de medicina fetal en el King’s College Hospital en Londres. Estoy seguro de que los estadunidenses usaron armas que causaron estas deformidades, dice Nicolaides.
Los efectos perdurables de una no-atrocidad enormemente mayor fueron reportados en mayo por el profesor de derecho estadunidense James Anaya, el relator de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas.
Anaya se atrevió a entrar en territorio prohibido al investigar las condiciones horribles entre lo que resta de la población nativa americana en Estados Unidos; pobreza, malas condiciones de salud, falta de logros en la educación formal (y) males sociales que exceden por mucho los de otros segmentos de la población estadunidense, informó Anaya. Ningún miembro del Congreso de Estados Unidos estuvo dispuesto a reunirse con el profesor. La cobertura de prensa fue mínima.
Los disidentes han estado mucho en las noticias después del dramático rescate del activista de derechos civiles chino ciego Chen Guangcheng.
La conmoción internacional, escribió Samuel Moyn en The New York Times el mes pasado, “despertó recuerdos de anteriores disidentes como Andrei D. Sajarov y Aleksandr I. Solyenitzin, los héroes del bloque oriental de otra era que fueron los primeros en convertir los ‘derechos humanos internacionales’ en un grito de batalla para los activistas en todo el planeta y en un elemento de alto perfil en las agendas de los gobiernos occidentales”.
Moyn es autor de The Last Utopia: Human Rights in History, publicado en 2010. En The New York Times Book Review, Belinda Cooper cuestionó que Moyn remontara la prominencia contemporánea de estos ideales a las medidas abortivas de (el presidente Jimmy) Carter para insertar los derechos humanos en la política exterior y los acuerdos de Helsinki de 1975 con la Unión Soviética, enfocándose en los abusos en la esfera soviética. Encuentra a la tesis de Moyn poco convincente porque una historia alternativa a la suya es demasiado fácil de montar.
Bastante cierto: La alternativa obvia es la que ofrece James Peck, la cual difícilmente puede considerar la corriente dominante, aunque los hechos relevantes son asombrosamente claros y conocidos al menos para los expertos.
Por ello en Cambridge History of the Cold War, John Coatsworth recuerda que de 1960 al colapso soviético en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura, y ejecuciones de disidentes políticos no violentos en Latinoamérica excedieron vastamente los de la Unión Soviética y sus satélites de Europa oriental. Pero al no ser atrocidades, estos crímenes, sustancialmente rastreables a la intervención estadunidense, no inspiraron una cruzada de derechos humanos.
También inspirado por el rescate de Chen, el columnista de The New York Times escribe que los disidentes son heroicos, pero pueden ser irritantes para los diplomáticos estadunidenses que tienen importantes negocios que hacer con países que no comparten nuestros valores.
Keller critica a Washington por, en ocasiones, no estar a la altura de nuestros valores con acción rápida cuando otros cometen crímenes.
Los disidentes heroicos no escasean dentro de los dominios de influencia y poder de Estados Unidos, pero son tan invisibles como las víctimas latinoamericanas. Mirando casi al azar alrededor del mundo, encontramos a Abdulhadi al-Khawaja, co-fundador del Centro para los Derechos Humanos de Bahréin, un prisionero de conciencia de Amnistía Internacional que ahora enfrenta la muerte en prisión por una prolongada huelga de hambre.
Y el padre Mun Jeong-hyeon, el anciano sacerdote coreano que resultó gravemente herido mientras celebraba misa como parte de la protesta contra la construcción de una base naval estadunidense en la isla Jeju, llamada Isla de la Paz, ahora ocupada por fuerzas de seguridad por primera vez desde las matanzas de 1948 a manos del gobierno sudcoreano impuesto por Estados Unidos.
Y el erudito turco Ismail Besikci, que enfrenta juicio de nuevo por defender los derechos de los kurdos. Ya ha pasado gran parte de su vida en prisión por el mismo cargo, incluido en los años 90, cuando el gobierno de Clinton estaba ofreciendo a Turquía enormes cantidades de ayuda militar; en una época en que los militares turcos perpetraron algunas de las peores atrocidades del periodo.
Pero estos casos son todos inexistentes, en base a los principios estándar, junto con otros casos demasiado numerosos para ser mencionados.
(El libro más reciente de Noam Chomsky es Occupy. Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts en Cambridge, Massachusetts)
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En su perspicaz estudio Ideal Illusions: How the U.S. Government Co-Opted Human Rights, el experto en asuntos internacionales James Peck observa: En la historia de los derechos humanos, las peores atrocidades son cometidas siempre por alguien más, nunca por nosotros, independientemente de quiénes sean nosotros. Casi cualquier momento de la historia ofrece innumerables ejemplos. Limitémonos a las últimas semanas.
El 10 de mayo, se inauguraron las Olimpiadas de Verano en el lugar de nacimiento griego de los antiguos juegos. Unos días antes, en un hecho virtualmente inadvertido, el gobierno de Vietnam dirigió una carta al Comité Olímpico Internacional expresando la profunda preocupación del gobierno y el pueblo de Vietnam por la decisión del COI de aceptar a Dow Chemical Company como un socio global que patrocina el movimiento olímpico.
Dow suministró los químicos que Washington utilizó de 1961 en adelante para destruir los cultivos y bosques en el sur de Vietnam, empapando al país con el llamado agente naranja.
Estos tóxicos contienen dioxina, uno de los cancerígenos más letales que se conocen, que afectó a millones de vietnamitas y a muchos soldados estadunidenses. Hasta la actualidad en Vietnam, fetos abortados e infantes deformes son muy probablemente efecto de estos crímenes; aunque, debido a la negativa de Washington a investigar, tenemos sólo los estudios de científicos vietnamitas y analistas independientes.
Se unieron al llamado vietnamita contra Dow el gobierno de India, la Asociación Olímpica India y los sobrevivientes de la horrenda filtración de gas en Bhopal en 1984, uno de los peores desastres industriales de la historia, que mató a miles y lesionó a más de medio millón.
Union Carbide, la corporación responsable del desastre, fue adquirida por Dow, empresa para la que el asunto no es problema menor. En febrero, Wikileaks reveló que Dow contrató a la agencia investigadora privada estadunidense Stratfor para monitorear a los activistas que buscaban compensación para las víctimas y enjuiciamiento a los responsables.
Otro crimen importante con efectos persistentes muy graves es el ataque de la infantería de marina de Estados Unidos contra la ciudad iraquí de Faluyá, sucedido en noviembre de 2004.
A las mujeres y niños se les permitió escapar si podían. Después de varias semanas de bombardeos, el ataque se inició con un crimen de guerra cuidadosamente planeado: la invasión del Hospital General de Faluyá, donde se ordenó a los pacientes y al personal que se tiraran al suelo, con las manos atadas. Pronto las ataduras fueron desechas; el recinto era seguro.
La justificación oficial fue que el hospital estaba reportando víctimas civiles, y por tanto se le consideraba una arma de propaganda. Gran parte de la ciudad fue dejada en ruinas humeantes, informó la prensa mientras los infantes de marina buscaban insurgentes en sus madrigueras. Los invasores prohibieron el ingreso de la Media Luna Roja. A falta de una averiguación oficial, se desconoce la escala de los crímenes.
Si los actos de Faluyá son reminiscentes de los hechos ocurridos en el enclave bosnio de Srebrenica, ahora de nuevo en las noticias con el juicio por genocidio contra el comandante militar serbio Ratko Mladic, hay una buena razón. Una comparación honesta sería instructiva, pero no hay temor de eso: una es una atrocidad, la otra no, por definición.
Como en Vietnam, investigadores independientes están reportando los efectos a largo plazo del ataque a Faluyá.
Investigadores médicos han encontrado aumentos drásticos en mortalidad infantil, cáncer y leucemia, en niveles incluso más altos que en Hiroshima y Nagasaki. Los niveles de uranio en muestras de cabello y del suelo están mucho más allá que en casos comparables.
Uno de los raros investigadores de los países invasores es el doctor Kypros Nicolaides, director del centro de investigación de medicina fetal en el King’s College Hospital en Londres. Estoy seguro de que los estadunidenses usaron armas que causaron estas deformidades, dice Nicolaides.
Los efectos perdurables de una no-atrocidad enormemente mayor fueron reportados en mayo por el profesor de derecho estadunidense James Anaya, el relator de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas.
Anaya se atrevió a entrar en territorio prohibido al investigar las condiciones horribles entre lo que resta de la población nativa americana en Estados Unidos; pobreza, malas condiciones de salud, falta de logros en la educación formal (y) males sociales que exceden por mucho los de otros segmentos de la población estadunidense, informó Anaya. Ningún miembro del Congreso de Estados Unidos estuvo dispuesto a reunirse con el profesor. La cobertura de prensa fue mínima.
Los disidentes han estado mucho en las noticias después del dramático rescate del activista de derechos civiles chino ciego Chen Guangcheng.
La conmoción internacional, escribió Samuel Moyn en The New York Times el mes pasado, “despertó recuerdos de anteriores disidentes como Andrei D. Sajarov y Aleksandr I. Solyenitzin, los héroes del bloque oriental de otra era que fueron los primeros en convertir los ‘derechos humanos internacionales’ en un grito de batalla para los activistas en todo el planeta y en un elemento de alto perfil en las agendas de los gobiernos occidentales”.
Moyn es autor de The Last Utopia: Human Rights in History, publicado en 2010. En The New York Times Book Review, Belinda Cooper cuestionó que Moyn remontara la prominencia contemporánea de estos ideales a las medidas abortivas de (el presidente Jimmy) Carter para insertar los derechos humanos en la política exterior y los acuerdos de Helsinki de 1975 con la Unión Soviética, enfocándose en los abusos en la esfera soviética. Encuentra a la tesis de Moyn poco convincente porque una historia alternativa a la suya es demasiado fácil de montar.
Bastante cierto: La alternativa obvia es la que ofrece James Peck, la cual difícilmente puede considerar la corriente dominante, aunque los hechos relevantes son asombrosamente claros y conocidos al menos para los expertos.
Por ello en Cambridge History of the Cold War, John Coatsworth recuerda que de 1960 al colapso soviético en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura, y ejecuciones de disidentes políticos no violentos en Latinoamérica excedieron vastamente los de la Unión Soviética y sus satélites de Europa oriental. Pero al no ser atrocidades, estos crímenes, sustancialmente rastreables a la intervención estadunidense, no inspiraron una cruzada de derechos humanos.
También inspirado por el rescate de Chen, el columnista de The New York Times escribe que los disidentes son heroicos, pero pueden ser irritantes para los diplomáticos estadunidenses que tienen importantes negocios que hacer con países que no comparten nuestros valores.
Keller critica a Washington por, en ocasiones, no estar a la altura de nuestros valores con acción rápida cuando otros cometen crímenes.
Los disidentes heroicos no escasean dentro de los dominios de influencia y poder de Estados Unidos, pero son tan invisibles como las víctimas latinoamericanas. Mirando casi al azar alrededor del mundo, encontramos a Abdulhadi al-Khawaja, co-fundador del Centro para los Derechos Humanos de Bahréin, un prisionero de conciencia de Amnistía Internacional que ahora enfrenta la muerte en prisión por una prolongada huelga de hambre.
Y el padre Mun Jeong-hyeon, el anciano sacerdote coreano que resultó gravemente herido mientras celebraba misa como parte de la protesta contra la construcción de una base naval estadunidense en la isla Jeju, llamada Isla de la Paz, ahora ocupada por fuerzas de seguridad por primera vez desde las matanzas de 1948 a manos del gobierno sudcoreano impuesto por Estados Unidos.
Y el erudito turco Ismail Besikci, que enfrenta juicio de nuevo por defender los derechos de los kurdos. Ya ha pasado gran parte de su vida en prisión por el mismo cargo, incluido en los años 90, cuando el gobierno de Clinton estaba ofreciendo a Turquía enormes cantidades de ayuda militar; en una época en que los militares turcos perpetraron algunas de las peores atrocidades del periodo.
Pero estos casos son todos inexistentes, en base a los principios estándar, junto con otros casos demasiado numerosos para ser mencionados.
(El libro más reciente de Noam Chomsky es Occupy. Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts en Cambridge, Massachusetts)
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