AGENDA CIUDADANA
En el origen del análisis político, en la Grecia clásica, el cambio histórico de los sistemas políticos tendía a interpretarse como un mero sube y baja de surgimiento, auge y decadencia, donde la regla era que el ciclo se repitiera una y otra vez sin salir de él. Por lo que a nuestro país se refiere, a veces pareciera que la interpretación griega es más acertada que la posterior, la formulada por los optimistas de la Ilustración, cuya confianza en el progreso era tal que no dudaron en desechar la vieja idea de que partiendo de una determinada condición, pasado el tiempo –completado el ciclo- se volvería al punto de partida. Para los ilustrados, de los que somos herederos, la línea histórica no era circular sino bastante lineal y ascendente, es decir, una donde el presente es mejor que el pasado pero no mejor que el futuro. Ahora bien, ¿nuestra realidad confirma ese optimismo?
El Análisis de un Clásico. Hace más de medio siglo -54 años- Luis Villoro hizo un examen de la naturaleza política, social e ideológica de México al estallar el movimiento de independencia (El proceso ideológico de la revolución de independencia). En manos de Villoro, ese análisis del rejuego entre la economía, los intereses de clase y la ideología, no sólo dio por resultado una estupenda explicación del México de fines del siglo XVIII e inicios del XIX sino que, además, resulta igualmente útil para explicar al país actual.
Al filo de la guerra civil de Independencia, se podían distinguir en nuestro país cuatro grandes grupos por su posición económica, política e ideológica. En la cima de la pirámide estaban los españoles y algunos criollos que, en tanto mineros y monopolizadores del comercio y del gobierno, estaban comprometidos con la defensa de la liga con España y de la economía exportadora de plata e importadora de los bienes demandados por las clases dominantes. Inmediatamente después estaban los criollos propietarios, ligados menos a la globalización de la época y más al mercado interno (hacendados, industriales y el grueso de los eclesiásticos). Descendiendo un escalón, se encontraban los criollos y mestizos que formaban eso que hoy se denomina la clase media.
Finalmente, en la base, estaba la ancha faja –un verdadero mar social- conformada por los trabajadores del campo, de los pueblos y ciudades más los numerosos desempleados.
La visión del mundo –la ideología- de los cuatro grupos o clases sociales estaba marcada por algunos elementos comunes, como la religión y la lealtad a la Corona, pero lo relevante eran sus diferencias. Obviamente, para la élite de origen europeo, la Nueva España primero y México después, no requería de transformación sustantiva para seguir produciendo riqueza, apenas de mejoras en la administración. En cambio, para la élite criolla volcada y dependiente del mercado interno, sí se requerían reformas de orden económico y administrativo, en particular dos: poner fin a los monopolios y a las cargas que beneficiaban exclusivamente a españoles. Obviamente, tales cambios ya no abarcaban el orden social. La clase media tenía más aspiraciones que capacidades de satisfacerlas y, por tanto, era en ella donde se centraron las inconformidades, los deseos del cambio, especialmente en su parte ilustrada –personajes con educación pero sin grandes propiedades o empleos-.
La parte más baja y ancha de esa sociedad, la habitada por indios y mestizos, tenía en común su miseria y su aislamiento. Buena parte malvivía de su mal pagado trabajo, pero había otra parte, creciente, que no estaba ocupada –los llamados vagos, léperos, malentretenidos- y que era un barril de pólvora social, pero sólo a condición de que algún agente externo despertara su conciencia, pues sin él se mantendrían buscando la supervivencia individual por cualquier medio, incluido el crimen, pero sin enfrentarse a la estructura de autoridad. En 1810 ese agente resultó ser justamente la clase media descontenta. El estallido se dio al combinarse la llama del descontento clasemediero con la pólvora social del pobrerío. Al mezclarse esos dos factores, llegó el fin a un régimen de tres siglos.
La Repetición. El análisis de Villoro para 1810-1821, y que arriba se sintetizó, se puede duplicar sin muchos cambios para explicar lo acontecido un siglo más tarde, entre 1910 y 1920, pero también –y de ahí lo actual, interesante y preocupante del enfoque- para interpretar la naturaleza de nuestra propia época.
El control económico del México actual, y cada vez de manera más clara, el político y cultural, lo tiene un grupo que por la vía de prácticas monopólicas o cuasi monopólicas en las comunicaciones, los medios de difusión, la banca y ciertas actividades de exportación, ha acumulado fortunas inmensas, fuera de toda proporción con las dimensiones y el estado de la economía y de los estándares de equidad. A semejanza de la élite europea y criolla novohispana, para la oligarquía actual, lo único que debe cambiar es la eficacia administrativa, pues el modelo social y cultural mexicano es perfectamente funcional a su tipo de acumulación.
Obviamente, hay una serie de diferencias entre esta pequeña y muy poderosa oligarquía y los grupos empresariales más amplios que viven básicamente del y para el mercado interno. Como a inicios del siglo XVIII, este segundo grupo se ve afectado por los monopolistas que le hacen pagar las comunicaciones, la publicidad, el cemento o el crédito y servicios bancarios, a un precio más alto que sus contrapartes en otras latitudes. Cada vez es más clara la crítica en términos del capitalismo a esos poderosos que, merced a sus contactos privilegiados con las altas esferas gubernamentales, acumulan cada vez más en detrimento del resto. Sin embargo, a este nivel, el ideal de cambio sigue siendo, básicamente de orden político-administrativo y no hay mayor inconveniente en que la estructura social se mantenga más o menos como está, aunque con menos pobres, para que el mercado interno sea más redituable.
De nuevo, como hace dos siglos, la clase media, relativamente beneficiada por la Revolución Mexicana, se vuelve a ver hoy sometida a la falta de empleo bien remunerado, a problemas de movilidad social y al sentimiento de inseguridad. Es en sus zonas más ilustradas donde se incuban las ideas más radicales, aunque no revolucionarias, en torno al cambio político y social. Es de aquí de donde han surgido los impulsos para organizar y movilizar políticamente a los amplios sectores empobrecidos, que hoy se concentran, más que antes, en las ciudades.
De nuevo en los sectores mayoritarios y pobres hay una enorme masa de subempleados y desempleados que podían ser aún más de no existir la migración a Estados Unidos. El temor a la posibilidad de una movilización del “México profundo” por un liderazgo de clase media con una ideología que diera sentido a la acción política de los antiguamente despolitizados sectores populares, fue la razón del esfuerzo de las élites y de las partes conservadoras de la clase media para impedir que el recién estrenado régimen político democrático fuera a ser la vía para proceder a una modificación del sistema social. Esa posibilidad de cambio por el camino de las urnas fue calificada desde el poder en el 2006 como “un peligro para México” y se procedió en consecuencia. Los poderosos, encabezados por el propio presidente, diseñaron y llevaron a cabo, por medios legítimos e ilegítimos, lícitos e ilícitos, abiertos y escondidos, una enorme campaña del miedo y finalmente dijeron haber ganado las elecciones por un milagroso medio por ciento. Hoy, los ganadores se disponen a manipular las instituciones de gobierno con la misma lógica que lo hicieran en 1808 el rico español Gabriel de Yermo y sus seguidores al deponer a un virrey considerado “blando”. Intranquilos, buscaron neutralizar así a “las clases peligrosas”.
En esta antigua Nueva España hay quienes insisten en que “Es necesario que todo cambie para que todo permanezca igual”. Pero también están los otros, y la pugna va a seguir.
RESUMEN: “Hasta el momento, va ganando quien señaló: ‘Es necesario que todo cambie para que todo permanezca igual’”.
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