Editorial LA JORNADA
Con base en documentos supuestamente hallados en unas inciertas computadoras portátiles del insurgente muerto, el gobierno colombiano ha señalado la existencia de “acuerdos del grupo terrorista de las FARC y los gobiernos de Ecuador y Venezuela”. El propio Uribe afirmó ayer que denunciará al mandatario venezolano ante la Corte Penal Internacional de La Haya por “patrocinio y financiación a genocidas”, lo que fue calificado por Caracas de “risible amenaza”.
De su lado, Rafael Correa convocó ayer a la comunidad internacional a “cerrar filas alrededor del principio, la ética y el derecho que deben guardar las relaciones internacionales”; condenó nuevamente el bombardeo del ejército colombiano en el norte de Ecuador, en la medida en que fue un atentado contra la soberanía de ese país y porque, además, la agresión frustró las negociaciones que su gobierno sostenía con las FARC para liberar a una docena de rehenes, entre los cuales se encontraba la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt.
Las acusaciones del gobierno colombiano se inscriben en una cadena de inconsistencias con respecto a los acontecimientos del sábado pasado. Ha de recordarse que en un principio, las autoridades colombianas afirmaron que durante el operativo no se violó en momento alguno la soberanía de Ecuador; incluso Uribe agradeció públicamente al presidente Correa, a quien dijo haber mantenido al tanto de los hechos. Más tarde se aseguró que las milicias colombianas sí habían entrado a territorio ecuatoriano, pero que lo habían hecho en persecución de los guerrilleros y en todo momento actuaron en defensa propia, cuando se ha comprobado que los insurgentes fueron asesinados a mansalva, posiblemente mientras dormían.
Resulta poco verosímil, además, que los equipos de cómputo de supuesta propiedad de Reyes hubiesen sobrevivido a las explosiones y, en todo caso, no parecería lógico que el líder guerrillero portara la información a la que ha hecho referencia Uribe. Los señalamientos y las supuestas pruebas que vinculan a Correa con la guerrilla tienen toda la apariencia de un montaje del presidente colombiano y constituyen un agravio no sólo para el pueblo ecuatoriano, sino para el conjunto de la opinión pública internacional y hasta para la inteligencia humana.
Lo que queda claro, en cambio, es que por medio de estas maquinaciones se pretende llevar a escala regional un conflicto local, añejo y exacerbado, para el cual el gobierno de Uribe no ha podido ofrecer una solución; en cambio, ha torpedeado en forma sistemática todos los intentos surgidos dentro y fuera de Colombia por solucionarlo.
La versión de Correa, en cambio, no presenta inconsistencias ni constituye una suma de improbabilidades, y ha sido confirmada por el gobierno de Francia, cuya cancillería afirmó que Raúl Reyes era su contacto con las FARC para negociar la liberación de Betancourt y Bogotá estaba al tanto de lo anterior, lo que pone en evidencia la traición del gobierno de Colombia, al romper el hilo fundamental de una gestión humanitaria que habría contribuido a acabar con el sufrimiento de un nuevo grupo de prisioneros de la guerrilla y de sus familias.
La agresión contra el territorio ecuatoriano confirma, pues, el afán del gobierno de Uribe por impedir toda posibilidad de un canje humanitario con la guerrilla. Su embestida contra los gobiernos de Venezuela y Ecuador denota, por un lado, la hostilidad que provocan en el Palacio de Nariño las posiciones dialogantes y favorables a un arreglo pacífico, como las que han sostenido Quito y Caracas y, por el otro, la mano, no tan invisible, de Washington.
Y es que una perspectiva de paz en Colombia no sólo reforzaría el fracaso de la política militarista de Uribe, sino que haría perder sentido al Plan Colombia, instrumento central del injerencismo estadunidense en Sudamérica, y cuyo objetivo último no es el narcotráfico –con el que Uribe ha estado vinculado, según medios de prensa estadunidenses y colombianos– y tal vez ni siquiera las FARC, sino los gobiernos venezolano, boliviano y ecuatoriano.
La incursión militar ordenada o tolerada por Uribe contra el territorio de un país vecino es una inequívoca violación de la legalidad internacional. Para colmo, el presidente colombiano, en vez de reconocer su falta, ha urdido una historia insostenible para presentar a la víctima como agresora y para derivar el conflicto interno que no puede o no quiere resolver hacia una escalda regional muy conveniente para los designios intervencionistas de la administración de George W. Bush. El ataque y las mentiras subsiguientes merecen una enérgica condena de la comunidad internacional, y en particular en el seno de la Organización de Estados Americanos.
Kikka Roja