Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Accidentalmente caí en Canal 13. Adolescente de imaginación, como suele ser TV Azteca, dedicaba tiempo aire del más caro (media tarde en día de asueto) a hacer un recuento de sus propias miserias. Concretamente, ofrecían un resumen de “lo mejor” –este escribidor de acideces se refocila en su propia mala leche y suelta la risa ante tan involuntaria ironía de términos– de La Academia, como si ese bodrio televisivo hubiera tenido alguna vez algo que no fuera mejorable y no se tratara de otra intragable, sosa, predecible, aburrida, mal hecha bazofia producida por una de las franquicias del duopolio de triste memoria y peor presente.
Medito mientras me baño y restriego redondeces en la regadera –hay quien canta bajo el chorrito de agua caliente; yo pienso o hago como que pienso– en algo acerca de La Academia que toca también a programas similares, misma porquería, variedad de matices como Bailando por un sueño, Cantando por un sueño, Cagando por un sueño, et al: el patético empleo de un jurado compuesto mayoritariamente por artistas ya decadentes, démodé, que vieron hace mucho pasar su mejor momento, de pronto rescatados de la anonimia por un vivillo productor de soflameras pacotillas para reaparecer así, avejentados, ridículamente empeñados en volver a una juventud y un talento –si es que alguno tuvieron alguna vez– ya marchitos y remotos, reinstalados ahora, digo, como miembros de un jurado que califica… talentos. Como si el juicio de un mediocre hijo de la farándula, ya haya sido cantante o actricilla, o un intento de cualquier cosa que a las artes escénicas se aproxime, como si ese juicio, decía, fuera en verdad factor determinante de la capacidad histriónica o vocal de alguien que de verdad tuviera talento y vocación. Porque un verdadero artista de la voz, por ejemplo, deberá entrenar oído y garganta desde edad temprana en una verdadera escuela de artes, con verdaderos maestros de música, y no perder el tiempo con un puñado de mamonazos que son incapaces de interpretar una partitura de Puccini o Bach, pero mueren por salir en la tele dando consejos o conviviendo con los “estudiantes”, en ese foro en que los participantes se ven obligados a pernoctar para que usted y yo, que conformamos el morboso Respetable de que se alimenta cualquiera de esas infecciones mediáticas que son los reality shows, logremos atisbar cómo se besuquean los que allí viven, cómo se pelean porque guardaron la catsup mal tapada o si se lavan bien la nalga cuando se meten a bañar…
Ejemplos de tan rabioso y anterior párrafo sobran: el histrionismo estrambótico y carnavalesco de una Dolores Cortés, o la belicosa intransigencia de un abuelito Enrique Guzmán, están hechos de la misma sustancia: el miedo al olvido, quizá a su vez síntoma de una mayor patología: la adicción al ego, a la fama, a que sólo se es visible en la mirada de los demás. O en el frío ojo de la cámara. Aparezco en monitor, luego existo.
Muchas cosas malas, creo yo, han dejado las reiterativas temporadas de un programa como La Academia. Una de las peores es sin duda el abaratamiento del gusto musical popular. Pero La Academia, aunque manifestación cimera, es apenas uno de los muchos ingredientes de tan feo caldo, porque igualmente perversa es la industria del mercachifle musical; allí el reguetón, la mayor parte de la música que combina cumbia con tex-mex, la música “popular”, que no es sino música chatarra y allí, en las televisoras, buena parte de los responsables de toda esa basura y corresponsables entonces del enflaquecimiento del acervo artístico y cultural de gruesos sectores de la población mexicana, que posiblemente conforman mayoría cuando ignoran quién fue Carlos Chávez, pero bien recuerdan gentilicio, vida y berrinches de la intragable Jolette. Una vasta mayoría de gente que se contenta con escuchar mierda (y enajenarse con el fútbol e idiotizarse con el argumento sempiterno de todas las telenovelas y tragarse sin chistar los cuentos de Norberto Rivera y sus cachanchanes).
Algo bueno tuvo La Academia: acabarse. Un efecto colateral que este avinagrado aporreateclas agradece: la migración del insufrible Alan Tacher cuando se peleó con directivos de Azteca porque quiso su propia rebanada de pastel, o un chisme parecido que finalmente me importa un bledo. Yo lo que agradezco, lo que agradeceré siempre, es el mínimo raciocinio que me ha permitido permanecer lejos, muy lejos de La Academia y sus disparatados, intragables, sosos, predecibles, aburridos y mal hechos símiles. Sea.
kikka-roja.blogspot.com/
Medito mientras me baño y restriego redondeces en la regadera –hay quien canta bajo el chorrito de agua caliente; yo pienso o hago como que pienso– en algo acerca de La Academia que toca también a programas similares, misma porquería, variedad de matices como Bailando por un sueño, Cantando por un sueño, Cagando por un sueño, et al: el patético empleo de un jurado compuesto mayoritariamente por artistas ya decadentes, démodé, que vieron hace mucho pasar su mejor momento, de pronto rescatados de la anonimia por un vivillo productor de soflameras pacotillas para reaparecer así, avejentados, ridículamente empeñados en volver a una juventud y un talento –si es que alguno tuvieron alguna vez– ya marchitos y remotos, reinstalados ahora, digo, como miembros de un jurado que califica… talentos. Como si el juicio de un mediocre hijo de la farándula, ya haya sido cantante o actricilla, o un intento de cualquier cosa que a las artes escénicas se aproxime, como si ese juicio, decía, fuera en verdad factor determinante de la capacidad histriónica o vocal de alguien que de verdad tuviera talento y vocación. Porque un verdadero artista de la voz, por ejemplo, deberá entrenar oído y garganta desde edad temprana en una verdadera escuela de artes, con verdaderos maestros de música, y no perder el tiempo con un puñado de mamonazos que son incapaces de interpretar una partitura de Puccini o Bach, pero mueren por salir en la tele dando consejos o conviviendo con los “estudiantes”, en ese foro en que los participantes se ven obligados a pernoctar para que usted y yo, que conformamos el morboso Respetable de que se alimenta cualquiera de esas infecciones mediáticas que son los reality shows, logremos atisbar cómo se besuquean los que allí viven, cómo se pelean porque guardaron la catsup mal tapada o si se lavan bien la nalga cuando se meten a bañar…
Ejemplos de tan rabioso y anterior párrafo sobran: el histrionismo estrambótico y carnavalesco de una Dolores Cortés, o la belicosa intransigencia de un abuelito Enrique Guzmán, están hechos de la misma sustancia: el miedo al olvido, quizá a su vez síntoma de una mayor patología: la adicción al ego, a la fama, a que sólo se es visible en la mirada de los demás. O en el frío ojo de la cámara. Aparezco en monitor, luego existo.
Muchas cosas malas, creo yo, han dejado las reiterativas temporadas de un programa como La Academia. Una de las peores es sin duda el abaratamiento del gusto musical popular. Pero La Academia, aunque manifestación cimera, es apenas uno de los muchos ingredientes de tan feo caldo, porque igualmente perversa es la industria del mercachifle musical; allí el reguetón, la mayor parte de la música que combina cumbia con tex-mex, la música “popular”, que no es sino música chatarra y allí, en las televisoras, buena parte de los responsables de toda esa basura y corresponsables entonces del enflaquecimiento del acervo artístico y cultural de gruesos sectores de la población mexicana, que posiblemente conforman mayoría cuando ignoran quién fue Carlos Chávez, pero bien recuerdan gentilicio, vida y berrinches de la intragable Jolette. Una vasta mayoría de gente que se contenta con escuchar mierda (y enajenarse con el fútbol e idiotizarse con el argumento sempiterno de todas las telenovelas y tragarse sin chistar los cuentos de Norberto Rivera y sus cachanchanes).
Algo bueno tuvo La Academia: acabarse. Un efecto colateral que este avinagrado aporreateclas agradece: la migración del insufrible Alan Tacher cuando se peleó con directivos de Azteca porque quiso su propia rebanada de pastel, o un chisme parecido que finalmente me importa un bledo. Yo lo que agradezco, lo que agradeceré siempre, es el mínimo raciocinio que me ha permitido permanecer lejos, muy lejos de La Academia y sus disparatados, intragables, sosos, predecibles, aburridos y mal hechos símiles. Sea.